Dabid Lazkanoiturburu

El nuevo Ejecutivo no acalla las protestas en Líbano, que cumple ya más de cien días

La presentación esta semana del gabinete por el nuevo primer ministro suní, Hasan Diab, y que cuenta con el apoyo de la coalición liderada por los chiíes de Hizbullah, no ha acabado con las protestas, que desde el 17 de octubre exigen la salida de toda la clase política. Los manifestantes exigen el fin del reparto confesional del poder, al que responsabilizan de la corrupción. Los defensores del status quo airean el fantasma del retorno de la guerra civil.

Un  joven salta sobre un neumático ardiendo en una carretera cortada en Beirut. ( IBRAHIM AMRO-AFP)
Un joven salta sobre un neumático ardiendo en una carretera cortada en Beirut. ( IBRAHIM AMRO-AFP)

La revuelta popular libanesa cumple este fin de semana cien días con nuevas movilizaciones de protesta que la presentación el pasado miércoles del Ejecutivo del nuevo primer ministro Hasan Diab no ha logrado acallar.

Diab prometió un gobierno de «tecnócratas independientes», una de las primeras reivindicaciones de los manifestantes, pero para estos, en la calle desde hace más de tres meses, son personalidades afines a la clase política, a la que acusan de corrupción e incompetencia.

El 17 de octubre miles de libaneses decidieron salir a las calles del país espoleados por el incremento en los impuestos a las llamadas por internet y al tabaco, pero que se convirtieron en un órdago al sistema político multiconfesional que rige el país y en la exigencia de un cambio de régimen.

Las protestas provocaron la dimisión a finales de aquel mes del primer ministro, el suní Saad Hariri. El reparto de poder en Líbano reserva a un miembro de esta confesión la jefatura del Gobierno, mientras que las presidencias del país y del Parlamento se asignan respectivamente a políticos cristianos maronitas y a chiíes.

El oficialmente político independiente suní Hasan Diab cuenta con el apoyo del movimiento chií Hizbullah y de sus aliados del también partido chií Amal, del presidente del Parlamento, Nabih Berri; y de la Corriente Patriótica Libre, del presidente cristiano maronita, Michel Aoun (agrupados todos en la alianza 8 de Marzo).

Pese a que los partidos suníes y cristianos (las antiguas Falanges) que apoyan al exprimer ministro Hariri se negaron a participar en su designación,  Diab fue nombrado su sucesor el pasado 19 de diciembre al frente de un Gobierno cuyos 20 integrantes fueron anunciados el miércoles.

Ese mismo día, los manifestantes intentaron acceder al Parlamento de Beirut –llegaron a cruzar una de sus numerosas puertas de acceso antes de ser expulsados– y los enfrentamientos con la Policía, que hizo uso de cañones de agua y gas lacrimógeno, dejaron un saldo de 86 heridos.

Todo ello tras una «Semana de la Rabia» que dejó otro medio millar de heridos. Este fin de semana se han convocado más concentraciones frente al fortificado Parlamento.

«No daremos ninguna opción al gobierno», señalaba una manifestante respondiendo al bloque parlamentario de Hizbullah, Lealtad a la Resistencia, que pidió a los protestantes  dar una oportunidad al nuevo Ejecutivo. «El proceso de formación del gobierno ha evidenciado que (los dirigentes) no han cambiado en sus prácticas» de negociación de cuotas partidarias y confesionales en la atribución de carteras, denunció airada.

Acuerdos de paz

Según la Constitución, surgida de los Acuerdos de Taeb (localidad saudí) que pusieron fin a la sangrienta guerra civil libanesa, la distribución sectario del poder no se limita a los tres primeros y grandes cargos. El reparto de escaños y de ministros debe realizarse por partes iguales entre musulmanes y cristianos y con puestos reservados para las 18 comunidades religiosas reconocidas en el país mediterráneo, algo que los manifestantes piden eliminar.

Los defensores del status quo insisten en el peligro de poner en cuestión ese reparto confesional del poder y agitan el fantasma de una vuelta a la guerra que asoló al país durante quince años.
Sus detractores, por contra, insisten en que ese sistema de reparto confesional ha favorecido el surgimiento de unas oligarquías sectarias que promueven la corrupción y que desconfían tanto unas de las otras como del Estado, absolutamente debilitado en lo que algunos autores han definido como el «Leviatán ausente».

Sea como fuere, la crisis política se superpone a una crisis económica endémica, que llevó al gobierno a anunciar las subidas de impuestos que fueron la chispa que desató las protestas. Estas, a su vez, y paradójicamente, están profundizando esa crisis.

En un país con unos servicios públicos casi inexistentes y lastrado por la corrupción y el clientelismo, se están produciendo despidos masivos, las restricciones bancarias son drásticas (máximo a retirar de 300 dólares a la semana) y la libra libanesa ha perdido un tercio de su valor respecto al dólar en las casas de cambio.

El País de los Cedros afronta una deuda de 90.000 millones de dólares (81.000 millones de euros), más del 150% de su producto interior bruto (PIB).