Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

«Fumar dentro, beber fuera»

Una amiga andaluza, que tuvo la suerte de pisar Iruñea en una de esas jornadas festivas en las que la plebe impone su ley y deja en suspenso normativas como la que prohíbe fumar en los bares, resumió sus primeras impresiones con una frase: «Fumar dentro y beber fuera. Mola». Por desgracia, estos son oasis de libertad temporal. Nuestra obediencia debida no siempre es tan laxa y, aún a pesar de ello, en Euskal Herria seguíamos disfrutando de un mayor desahogo en relación a determinados aspectos del ocio que en otros lugares del Estado. La perversa lógica impuesta, por ejemplo, en Madrid, impide hasta que te saques la cerveza fuera del local cuando quieres cumplir con tu adicción a la nicotina. Así que estás obligado a seguir un cansino ritual: dejas la birra en un lugar reconocible, te pones el abrigo, abandonas, desprotegido, tu búnker en el bar y exhalas, ya en el exterior, un humo seco, desprovisto de tu refrescante zumo de cebada. Pasan cinco minutos e inviertes el proceso: recuperas el trago, peleas por tu espacio, recompones tus enseres. Y vuelta a empezar. La dictadura de las terrazas, único lugar habilitado para beber en la calle, no siempre con espacio pero sí con astronómicos precios, llega a tal extremo que se ha multado a gente por tomarse una cerveza en una plaza acompañando el bocadillo. Nos obligaron a exiliarnos en el exteriores de los bares y demostramos una perseverancia a prueba de hielo. Ahora nos quitan el trago. Ya son ganas de tocar los huevos. 

Me subleva esta clase política tan liberal para algunas cosas y que luego pretende controlar hasta el último resquicio de nuestra vida privada. Ya ni siquiera voy a defender la existencia de un minimísimo número de locales en el que clientes, trabajadores e incluso empresarios, de mutuo acuerdo y como seres adultos, compartiésemos el gusto por el humo. Es una batalla perdida. Así que al menos, si paso frío dándole al cigarro, que sea con el cubata en la mano. Otro espacio que Lakua pretende achicar, con una nueva normativa sobre "adicciones" (joder con el pomposo nombre) que termina por modificar nuestros comportamientos a golpe de multa. 

¿A qué viene tanto afán regulador? ¿Es necesidad recaudatoria o va más allá? Estamos llegando un punto de asfixia normativa en que la administración se cree con derecho de delimitar todas y cada uno de nuestras actividades en la calle. Prohibido darle al balón. Prohibido pisar la hierba en el parque. Prohibido comer en espacios públicos. Y beber en el exterior. ¡Y hasta jugar al dominó y los dados, según una loca ley municipal en Sevilla! Vetar el humo en locales privados (sociedades, los bares ya están perdidos) es hurtarnos el derecho, como seres adultos que somos, a nuestra propia negociación entre iguales. Es como el profesor que se inmiscuye en el juego del patio imponiendo sus propias reglas por razón de autoridad. El siguiente paso será decirme cuántas botellas de vino pueden degustarse en una cena en mi casa. Limitar el trago al interior del bar es quebrar la animación de la plaza durante el vermú, vaciar los espacios públicos  para convertirlos en meros lugares de tránsito. ¿Son necesarios la educación y el respeto? Por supuesto. Pero también la sana convivencia autorregulada y madura, sin esa amplísima lista de cosas que no podemos hacer bajo amenaza pecuniaria. 

Por desgracia, siempre estarán aquellos que defiendan esta arquitectura del veto porque sienten un íntimo disfrute cuando se prohíbe que otros hagan lo que a ellos no les gusta. No se trata de que no se haga en su presencia, no. Su lógica les lleva a gozar sabiendo que nadie lo está haciendo en ningún lugar de su limitado imaginario. Y se pasean, ufanos y vigilantes, en bares vacíos y calles vacías. Eso sí, bien ordenados.

Al final vamos a terminar dando la razón a los hipies de mayo del 68 y su «prohibido prohibir». 

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