Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Para qué preguntas si ya te sabes la respuesta

En muchas entrevistas me asalta la duda de por qué los periodistas preguntamos si ya llevamos escrita de antemano cuál es la respuesta que desamos obtener. No interrogamos para saber qué opina nuestro interlocutor, sino para confirmar nuestros prejuicios o, todavía peor, tratar de obligarle al entrevistado a decir cosas en las que no cree y que únicamente puede llegar a afirmar agotado ante nuestra insistencia. Eso, cuando no sacamos de contexto las frases porque, maldita sea, la persona que tenemos enfrente se ha mantenido firme a sus principios y solo podemos colocarle un «lapsus linguae» que refuerce nuestras creencias en lugar de reflejar qué es lo que nos quería transmitir.

Obviamente, hay excepciones. No se trata de ser complaciente con Grande-Marlaska, por ejemplo. Sin embargo, está de moda un modelo de informador-fiscal al que, en realidad, no le interesa lo que el otro pueda contarle, ya que la conversación es simplemente un método para confirmar la razón que se traía de casa. Sé que un periodista hablando de rutinas periodísticas es una de las cosas más aburridas del mundo, pero resulta enervante que la profesión se fije más en pillar en fuera de juego que en comprender e interpretar, aunque lo que te argumenten esté en las antípodas de tu posición de partida.

Esta reflexión me la ha hecho Iñaki Soto, director de Gara, en muchas ocasiones. Y me ha vuelto a la cabeza otra vez escuchando las últimas entrevistas a Pablo Iglesias, secretario general de Podemos. Otro día, si quieren, hablamos de la manía que tienen los portavoces del partido morado de explicarnos cómo hacer nuestro trabajo o lo irritante que resulta su insistencia en matizar titulares que únicamente reflejan fielmente lo que han dicho. En este caso, sin embargo, hablo del otro lado de la moneda, y creo que Iglesias tiene toda la razón. En varias ocasiones le he visto responder «no voy a decir lo que quieres que diga». Y está en todo su derecho. Existe un abismo entre la obligatoria repregunta, que evita que la conversación sea un masaje enjabonado, y el asalto dirigido, en plan «usted quiere decir eso, ¿verdad?», mientras el interlocutor niega con la cabeza y trata de evadirse.

Sería muy cínico si me pongo en plan estupendo y empiezo a enumerar nombres, repartiendo carnés de qué es periodismo, sin asumir que yo mismo lo he hecho en infinidad de ocasiones. Sí, yo también he interrogado creyéndome un fiscal, yo también he puesto esa cara de superioridad moral ante la respuesta que no me satisface y he intentado discutir en lugar de escuchar y comprender. La soberbia es uno de nuestros grandes vicios y quizás si empatizásemos un poco más y pusiésemos la oreja igual hasta conseguíamos titulares bastante mejores que los que ofrece una fiera-entrevistado-acorralado.

Luego nos quejamos de que el nuestro, un oficio tan maravilloso, esté en las profundidades del barril cuando los ciudadanos tienen que valorarnos.

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