Dabid Lazkanoiturburu
Dabid Lazkanoiturburu
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Mohamed Morsi, crónica de una muerte anunciada

La muerte del único presidente de Egipto elegido democráticamente, Mohamed Morsi, había sido vaticinada por sus allegados y por los pocos que pudieron visitarle durante seis años de reclusión en la cárcel creada exprofeso en los años noventa para los presos políticos islamistas y bautizada como «El Escorpión» y cuyo lema es «el que entra aquí ya no sale».

Sin descartar absolutamente ninguna hipótesis ante un régimen militar absolutamente venenoso y falto absolutamente de escrúpulos, todo apunta a que Morsi sufrió un colapso cardíaco cuando comparecía ante el tribunal como consecuencia directa de la desatención médica. Y es que el dirigente de los Hermanos Musulmanes fue encarcelado en 2013 estando ya enfermo del hígado y del riñón y todos estos años fue sometido a aislamiento total y condenado a dormir en el suelo de la celda. Sus familiares han denunciado que la atención que le suministraban no iba más allá «del estetoscopio y de la toma periódica de la presión arterial».

Con su entierro exprés, el régimen militar egipcio busca impedir las anunciadas protestas populares de la cofradía islamista, hoy en día totalmente hostigada y forzada a recluirse en las catacumbas. Pero, sobre todo, busca condenar al olvido al que, seis años después, seguía reivindicándose como el presidente legítimo de Egipto.

Mohamed Morsi, como los principales dirigente de los Hermanos Musulmanes, vio la «Primavera egipcia» desde la misma cárcel de ˜El Escorpión», donde fueron encarcelados en plena revuelta contra el rais Hosni Mubarak a principios de 2011.

La hermandad islamista, primera organización política y social de Egipto, se sumó tarde pero finalmente a las protestas en la plaza Tahrir, pero sus titubeos no le impidieron vencer en las dos siguientes citas electorales, las parlamentarias de 2011 y, más ajustadamente, las presidenciales de 2012, que auparon al cargo a Morsi.

Contra lo que se ha convertido en un lugar común, el principal error de su único año de mandato no fue dar un impulso a la agenda islamista en Egipto, entre otras cosas porque no tuvo ni siquiera tiempo para poder hacerlo.

Morsi y los suyos sellaron su destino cuando forjaron una alianza con el Ejército con el objetivo de neutralizar las críticas de los sectores «laicos» de la población, que fueron los que lideraron la revuelta y sentían que los Hermanos Musulmanes se la habían arrebatado.

Tras aupar al general Abdelfattah al-Sisi en el Ministerio de Defensa, Morsi metió el escorpión en su misma tienda. Aprovechando la ola de protestas contra el gobierno islamista entre mayo y junio de 2013, Al-Sissi dio un golpe militar que acabó con el gobierno en pleno en la cárcel y masacró a sangre y fuego las sentadas de protesta de los Hermanos Musulmanes en la calle (2.000 muertos en la matanza de Al-Rabia).

Los sectores «laicos» y revolucionarios saludaron el derrocamiento de Morsi pero no tardaron en darse cuenta de que habían caido en la trampa al apoyar a los militares. Hoy muchos comparten celda con los islamistas.

Mientras tanto, el derrocado Hosni Mubarak disfruta de total libertad y vive sus últimos años con tranquilidad. Toda una metáfora del drama de Egipto.

Morsi ha muerto y está enterrado y Egipto vive un largo y crudo invierno. Pero llegará otra revuelta, porque las causas que la originaron siguen ahí, incluso acentuadas. En Sudán, más arriba en el Nilo, y en Argelia despunta el sol. Y sus poblaciones vuelven a marcar el camino.

 

 

 

 

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