Eva Parey y Josu Trueba Leiva/Bostok
EL MURO ESLOVACO

El muro eslovaco

Un cuarto de siglo después de la caída del muro de Berlín, los muros en el Este de Europa han comenzado a emerger. Eslovaquia tiende fronteras dentro de su propio territorio para separar a comunidades romaníes del resto de la sociedad. Ya van catorce muros, cada uno con su propia historia. Más allá del muro, el «apartheid eslovaco» que afecta a la población gitana, se palpa a todos los niveles.

Es mediodía y el trajín en la vieja comunidad romaní de Velka Ida es constante. Una mujer se dirige al único pozo de agua que abastece a unas novecientas personas. Le siguen varias criaturas semidesnudas y descalzas, en un panorama que para nada resulta acogedor, con basura desparramada por doquier y sin adoquinar. A lo lejos, la fábrica de acero de Košice humea incesantemente y con cada llamarada recuerda que es la única opción laboral en la zona, aunque está vetada para la mayoría de los habitantes de esta comunidad. El muro que fue construido a principios de 2013 tapa esta estampa, que se correspondería más con un cuadro de Goya de su etapa negra que con la imagen que la vecina ciudad de Košice quiere transmitir como reciente Capital Europea de la Cultura.

Velka Ida es una tranquila localidad rural a las afueras de Košice, al este de Eslovaquia. En poco tiempo, ha pasado a ser centro de atención de medios nacionales e internacionales, así como de organizaciones defensoras de los derechos humanos. La decisión de la construcción del muro tomada por el consistorio local se ha puesto en entredicho. Se ha acusado al primer edil de trato discriminatorio hacia la población gitana, pero este se ampara en una recogida de firmas vecinal realizada tanto entre la población eslovaca como entre la romaní.

El muro, (múr, en eslovaco) es un tema peliagudo. Mihaelov, líder de la vieja comunidad romaní, explica cómo el alcalde se presentó un día en la comunidad, a finales de 2012, con unos papeles buscando firmas. «Ellos no sabían qué firmaban porque aquí la mayoría son analfabetos, creían que firmaban para encontrar trabajo». Después, se construyó el muro ante la estupefacción de muchos y la crítica de otros tantos. «Los periodistas han hecho polémica de ello, pero la realidad es que los gitanos hicieron una petición escrita para solicitar algún tipo de protección. Ahora, los niños están seguros porque antes cada mes había algún accidente con los niños en la carretera». Así zanja la cuestión el alcalde, Július Beluscsák, que además se siente orgulloso por las políticas de integración en favor de la población gitana, que, según él, han reducido el desempleo hasta dejarlo en la cota del 90%.

La construcción de este muro de cemento, de 200 metros de largo por 3 de altura, no supuso un gran cambio en la vida de las personas que quedaron ocultas tras él. A los niños se les explicó que por fin podrían jugar a fútbol sin que la pelota se escapase a la carretera, pero en la conciencia de la mayoría el muro representa el rechazo en su máxima expresión del pueblo eslovaco hacia la población romaní.

Esto mismo sucede en otras comunidades que también tienen muro, como en el dilapidado Lunik IX, el mayor gueto de Europa, un barrio a las afueras de Košice, tan degradado que diríase que sus edificios fantasmagóricos y semiderruidos son los vestigios de una guerra, aunque su estado responde más al desarraigo de sus habitantes y al abandono de las autoridades locales. «La gente tiene miedo», explica Pedro. «El muro [entre Lunik IX y Lunik VIII] es una advertencia. Para ellos implica: no me gusta que pases por aquí», prosigue este monje salesiano, cuya congregación tiene un colegio en medio del deprimente barrio a fin de dar un poco de luz a sus vecinos entre tanta devastación.

El muro, la punta del iceberg. «El apartheid eslovaco», expresión que utiliza Alexander Musinka, investigador del Centro de Estudios Romaníes de la Universidad de Prešov, para hablar del “conflicto gitano”, «es similar al que había en Estados Unidos a principios del siglo XX. Es una cuestión de blancos y de negros». El muro en sí es lo de menos, porque en la mayoría de los casos su edificación no impide el paso a la personas, sino que lo dificulta. «Si acaso, el muro impide que los romaníes puedan pasar hacia una zona habitada por los ‘blancos’, pero nunca será a la inversa, porque si no eres romaní, no tienes nada que hacer en una comunidad gitana», prosigue Musinka. «La raíz del problema estriba en la segregación», matiza este antropólogo.

En el este de Eslovaquia hay ocho muros, cuatro alrededor de Košice, la segunda ciudad más importante del país, y otros cuatro alrededor de Prešov, un poco más hacia el norte. En total, en todo el territorio eslovaco hay catorce muros, en su mayoría construidos a partir de 2008, cada uno bajo unas circunstancias particulares.

En el caso de Ostrovany, el muro separa a la comunidad romaní de las propiedades privadas de los vecinos. La casa de Michaela fue construida por sus padres en los años 60. Tras ella, hay un extenso jardín, con un huerto y árboles frutales. «Entonces no había ni una sola casa de gitanos», explica esta anciana, «llegaron después». Paradójicamente, aquí no se aprecia de igual forma la precariedad y pobreza que hay en Velka Ida o Lunik IX. La presencia de la Iglesia apostólica con fondos alemanes y suizos ha hecho mucho por la comunidad, aunque las tasas de desempleo también rondan el 90%. El muro se construyó en 2010 como valla protectora «para evitar los robos en las casas». «Los vecinos vivíamos atemorizados», dice Michaela, «se metían en los patios y nos desaparecía de todo, pero eso ahora ya no sucede».

En Eslovaquia la población gitana representa aproximadamente un 8% del total, estando la mayoría localizados principalmente en el Este, en las áreas de Košice y Prešov. Según el informe anual del European Roma Rights Centre, año 2011-2012, un 40% de los romaníes viven apartados y excluidos en comunidades a las afueras de las poblaciones o a cierta distancia de los núcleos urbanos. Una carretera, la vía del tren, un río, el campo, el bosque o una fábrica, cuando se vive al otro lado, constituyen también una barrera, un muro imaginario que separa. El desempleo imperante y las condiciones de precariedad en que viven los habitantes que quedan cercados, sumado a la segregación escolar explícita, va arraigando desde edades tempranas en la conciencia individual y colectiva, perpetuando la vida al margen.

La segregación comienza en las aulas. En el área de la educación hay grupos que se han diseñado específicamente para los niños romaníes, como el curso grado cero previo al primero; clases aparte, áreas de recreo concretas donde solo juegan niños de etnia gitana o escuelas de educación especial.

En Ostrovany solo hay una escuela y es para jóvenes discapacitados mentales leves, por lo que los alumnos de esta localidad tiene que desplazarse hasta la vecina Šarišské Micha’any, que se encuentra a 3 kilómetros. Muchos niños son derivados a la escuela de Ostrovany porque no pueden seguir el curso normal en Šarišské Micha’any. Otros van directamente a Ostrovany porque a sus padres les resulta más práctico al estar más cerca de casa. El camino de retorno de la escuela de Ostrovany a Šarišské Micha’any no es directo, ya que hay un decalaje de tres cursos. Para continuar con la educación secundaria habría que asistir a otra escuela especial.

En la escuela de Šarišské Micha’any la división entre niños eslovacos y romaníes era tan manifiesta que hubo una denuncia en las Cortes Constitucionales en 2012 y actualmente es la primera escuela en la que la organización EduRoma está implantando un modelo educativo de integración para trasladarlo a otros centros. «Uno de los problemas más graves que había es que los profesores no querían dar clase a romaníes, pero eso ahora ha cambiado», explica Vlado Rafael, representante de EduRoma. «Actualmente, romaníes y no-romaníes juegan juntos en el patio», añade Monika Duzdová, profesora asociada del centro, de etnia romaní, cuyo caso demuestra que hay romaníes que pueden llevar una vida similar a la de cualquier otro eslovaco.

En la última década, muchos países de Occidente están destinando fondos económicos a los países del Este para organizar programas sociales que favorezcan el desarrollo de la población romaní en riesgo de exclusión social, así como para combatir la discriminación. Mientras, los romaníes solo ven una salida posible más allá de la subsistencia de las ayudas estatales: emigrar a países occidentales, como Inglaterra, Bélgica y Francia, unos pocos incluso a Canadá. «Si tuviera la oportunidad de tener un trabajo en Alemania, no me lo pensaría», declara Ingrid, una mujer que viven en la nueva comunidad de Velka Ida, en medio del bosque, entre caravanas, «dejaría esto y me instalaría allí con mi familia sin dudarlo». En el pasado residieron cinco años en Bradford. Su marido trabajaba en una fábrica empaquetadora. Todo iba bien exceptuando la relación con sus vecinos magrebíes y pakistaníes, que les increpaban constantemente, motivo por el cual no quiere volver. Marcela y su marido Fero, que viven en una chabola en medio del bosque, a la sombra de Lunik IX, han planificado trasladarse a Bradford en un par de meses. «Aquí no se puede estar», comenta Fero refiriéndose al superpoblado barrio de Lunik IX, «hay muchos problemas».

Sin embargo, con los fondos internacionales y algunas ONG, como ETP Eslovensko, pueden llevar a cabo sus programas de atención a la población romaní, principalmente a la más joven, a través de actividades formativas, educativas y artísticas. En Velka Ida, los autores de este artículo hemos impartido un taller de fotografía participativa conjuntamente con ETP Slovensko a un grupo de adolescentes. Una de las actividades fotográficas organizadas nos lleva hasta la vecina localidad Moldava nad Bodvou, muy próxima a la frontera húngara.

Muros invisibles heredados. El muro que separa a Moldava no es físico, sino geográfico: esta comunidad está a 2,5 kilómetros de la población, en medio del bosque, lo que la convierte en otro gueto más, invisible, como Velka Ida o Lunik IX. Esta comunidad es conocida por las violentas detenciones producidas en verano de 2013 en una redada sin precedentes que degeneró en conflictos violentos entre antidisturbios y vecinos, con varios romaníes heridos. Organizaciones humanitarias, incluida Aministía Internacional, denunciaron la violencia perpetrada. Desde la Administración estatal se archivó esta denuncia, lo que revela a una cúpula política con altos cargos que se declaran «romófovos» abiertamente.

Un grupo de artistas neoyorquinos, liderado por Christen Madrazo, profesora de arte dramático, ha organizado un taller de teatro en Moldava. La obra que se pone en escena coincidiendo con nuestra estancia en la población está escrita por los propios participantes y trata sobre la discriminación laboral. «¿Por qué voy a estudiar si voy a acabar siendo discriminado?», exclama Igor, mientras representa en el escenario que llama a una puerta tras otra en busca de trabajo y en todas las empresas lo despachan con un portazo. A sus 31 años, Igor ha conseguido redirigir su vida, abandonar la adicción al pegamento, tan extendida entre los jóvenes, y proyectar un futuro como profesor que espera se materialice en cuanto acabe sus estudios. «Moldava, a pesar de su miseria, posee un gran tesoro: la familia», dice Igor, que excepcionalmente ha pospuesto su matrimonio hasta que no consiga trabajo.

De regreso a Velka Ida las celebraciones se suceden. Muchas familias han recibido las pagas estatales mensuales y la comunidad se envuelve en una fiesta, en la que el baile y el alcohol propician la diversión. Un grupo de niños corretea de un lado a otro con un cable que van a quemar para luego vender el cobre. Una emanación de gases de la cercana fábrica de acero tiñe de naranja el cielo, tras un estruendo. Wilma, una de las vecinas, se queda extasiada mirando cómo el humo se desvanece en el cielo mientras farfulla: «infección».