IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La puerta abierta

Cierra la puerta, que se escapa el gato!», se decía cuando alguien salía de una habitación calentita dejando la puerta abierta en invierno, y quizá alguien respondía «¡Pero es que vengo ahora!». Quien sale no quiere irse sin más, aun sabiendo que se escapa el calor a quien se queda. De alguna manera simbólica, quiere mantener esa posibilidad de volver. Parece una exageración cuando esa persona simplemente va al baño o a la cocina a por un vaso de leche, pero el acto es el mismo cuando nos giramos hacia la vida y pensamos en la cantidad de puertas que dejamos abiertas o decidimos cerrar a nuestro paso, e incluso las que se cierran sin que nadie lo decida o se mantienen abiertas a pesar de los esfuerzos por echarles un cerrojo.

Y es que cerrar puertas o dejarlas entreabiertas implica decidir, despedirse, añorar, esconderse, evitar, protegerse, reconciliarse, quedarse solo o sola, invitar, provocar, insistir o excluir. El tiempo de vida nos coloca en escenarios distintos y nuestros movimientos por ella nos obligan a dar pasos en una u otra dirección que nos implican hasta el tuétano, pero cuyos resultados pocas veces podemos predecir hasta bien iniciado el movimiento del pie. Incluso cuando decidimos con todo el conocimiento cambiar de escenario, de pareja, de casa, de ocupación, de país, etcétera, siempre hay aspectos que querríamos conservar, que querríamos llevarnos a ese nuevo lugar y añadirlo a lo que sea que nos vayamos a encontrar allí. Quizá en mi trabajo no pudiera soportar estar a turnos, pero cuando encontré otro nuevo, eché de menos la manera en que trabajábamos como equipo. O quizá el desentendimiento sobre quién hacía prevalecer su opinión acabó con mi pareja, pero hoy, con la actual, echo de menos aquella forma de tocarnos.

Dejar la puerta abierta, sin embargo, es algo diferente a echar de menos, ya que al hacerlo, mantenemos ciertas esperanzas en suspensión. Por mucho que el nuevo escenario parezca el definitivo, hay partes de nosotros que conservan la esperanza de que algunas necesidades particulares se cubran, lo estuvieran o no en el pasado. Es inevitable llevar a las nuevas relaciones el tema que quedó pendiente en otras relaciones importantes del pasado y esto casi se puede notar en las primeras interacciones con alguien. Por un lado, al llegar a nosotros y conocernos, tratarán de confirmar su visión de la vida, de los otros, de sí mismo, lo haremos los dos, y después trataremos de cubrir las necesidades que estén pendientes. Por ejemplo, si alguien llega a un puesto de trabajo nuevo, en el que nosotros llevamos tiempo trabajando, y trae de su antiguo empleo el recuerdo de recibir críticas por prácticamente todo, será eso lo que espere de nosotros, incluso aunque haya dejado el antiguo trabajo por esta causa. Nos tanteará sin que nos demos cuenta, se protegerá de la crítica potencial, quizá criticándose a sí mismo primero para que la crítica potencial por nuestra parte no le resulte tan dolorosa, «pensarás que es una tontería lo que voy a decir pero...» o esforzándose más que cualquiera para minimizarla. En este caso, la puerta está abierta a la experiencia anterior, que sigue influyendo en esta situación nueva, pero no en forma de añoranza, evidentemente, sino en forma de esperanza, de que aquí las cosas sean diferentes, de que yo, que soy un nuevo compañero, pueda sanar las viejas heridas de la crítica con mi valoración o simplemente mi compañerismo.

Dejar las puertas abiertas al pasado implica abrir la mente, con sus imágenes, sensaciones y el comportamiento que encajaba con ese recuerdo, abrirla a la nostalgia de lo que fue bien, pero sobre todo a la esperanza de que lo que no funcionó funcione hoy, y de que lo que nos sirvió, nos acarició el alma, permanezca con nosotros, incluso más allá de la muerte.