Xabier Bañuelos
Violencia sexual contra la infancia

Del silencio a la vida

Hablan con la confianza de quien sabe que no es una excepción, con la seguridad de quien se conoce a sí misma y de quien sabe de lo que habla, con la libertad de quien ha superado una situación complicada y dolorosa para volver a nacer como persona. Son Igone, Víctor, Txus y Amaia, y todas tienen en común que sufrieron violencia sexual en su infancia.

Nos encontramos en una sala que conocen bien, donde han hablado mucho sobre sus circunstancias y donde han trabajado sobre sí mismas. Es un lugar en el que se sienten cómodas y que propicia un encuentro relajado, aunque Igone reconoce estar un poco nerviosa; es normal, nunca antes había hablado para un medio de comunicación. Víctor confiesa que para él no supone ningún problema contar lo que ocurrió y que lo hace siempre que lo considera oportuno. Txus y Amaia les miran y sonríen con complicidad.

El ambiente es distendido, parece que no fuéramos a charlar de algo tan escabroso, incluso tabú, como la violencia sexual hacia niños y niñas. Pero hay algo que marca su actitud, y es que todas han pasado por un duro proceso de reconstrucción personal superando miedos, ninguneos, culpas y traumas. Ya no son víctimas, son personas que miran a su pasado sin aversión, porque desarraigarse del dolor les hizo conocerse, crecer, ser quienes son, mirar al futuro con esperanza y con algo similar a la satisfacción del deber cumplido, consigo mismas y con la vida.

Txus tiene 44 años y su vocación es sonreír. Los primeros abusos los sufrió de muy niña, con apenas 5 años, y se repitieron a los 12, en ambos casos por familiares cercanos. Aunque no fueron sistemáticos, algunos los recuerda con claridad. El caso de Víctor fue más temprano. Comenzaron a los 2 años y se prolongaron hasta los 8, ejercidos por dos familiares también muy allegados y un tercero que era cura. Lo revive con la serenidad que le dan sus 58 años.

Igone y Amaia son las más jóvenes, 30 y 28 años. Los progenitores de Igone estaban separados y las agresiones venían por parte de un familiar durante las visitas a su padre. Recuerda que se lo contó a su madre a los 4 años, por lo que, según nos dice, debieron comenzar antes. Se produjeron durante todos los fines de semana hasta bien entrada la adolescencia, cuando tuvo la posibilidad de negarse a ir.

En el caso de Amaia los recuerdos son algo más difusos y nos cuenta que las agresiones se produjeron entre los 8 y los 12 años por un miembro muy cercano de su familia.

Un problema social. Los testimonios de Víctor, Amaia, Igone y Txus son cuatro ejemplos de un problema más común de lo que nos atrevemos a imaginar. Los datos son demoledores. El Consejo de Europa (2010) cifra en una de cada cinco las personas menores que sufren violencia sexual en nuestro entorno. Según recoge el reciente informe “Abusos Sexuales en la Infancia. Visibilizando violencias (2016)”, solo se llega a conocer un 10% de los casos y únicamente un 2% cuando se están produciendo.

Este informe, elaborado por el colectivo Eraikiz, entrevista a una veintena de especialistas que coinciden en señalar el gran vacío que existe en la investigación sobre este tema. Los datos de los que se dispone son incompletos, lo que obliga a funcionar con estimaciones. Esto significa que, en realidad, según ellos, no se conoce su incidencia real y se sospecha que está por encima de los números que se manejan.

De igual forma, advierten de las graves consecuencias que este tipo de violencia tiene en la conformación y el desarrollo personal de quienes la sufren, en parte derivadas de ser silenciada durante años. Víctor narra que fue a los 46 años cuando descubrió que había sido abusado. Hasta entonces, como él dice, «lo tenía bloqueado», pero eso no evitó que su personalidad se viera afectada: desconfiado y siempre a la defensiva, fobias, resentimiento, asco al sexo, ensoñaciones... «Aparentemente –confiesa– tenía una vida ordenada, pero algo me estaba impidiendo vivir con naturalidad, vivir de verdad». Cuando, a causa de un desencuentro con un ser querido, recordó lo que le había ocurrido, se dio cuenta de que «la violencia sexual sufrida te inunda, todo lo que vivía estaba relacionado con aquella experiencia y, descubrirlo fue un impacto fortísimo».

Amaia pidió ayuda a su gente más cercana cuando estaba ocurriendo, pero no le creyeron. Rememora su paso por diversas instituciones psiquiátricas y su ínfima autoestima: «Veía todo de una forma muy negativa –cuenta–. Deseaba morir todo el rato». Txus lo supo a los 27 años, cuando tras mucho tiempo de disfunciones personales y una profunda insatisfacción recordó los abusos. Pero tampoco encontró apoyo por parte de su familia. Todo ello, nos dice, «me llevó durante años a buscar el amor de la única forma que creía saber, a través del sexo, lo cual no me trajo más que disgustos». Igone lo supo siempre, lo contó pero no le escucharon y, desde entonces, lo calló. Con el silencio vino un corolario de desarreglos alimenticios, trastornos inventados y autolesiones: «Me quería morir y, cuando me ponía muy atacada, salía el recuerdo de las violaciones».

Vistos los testimonios uno a uno, parece que hablamos de algo que se recluye en el ámbito privado. Pero el informe de Eraikiz es categórico al señalar que no se trata de asuntos personales, de conflictos aislados o marginales, sino de un fenómeno de amplio espectro imbricado en los fundamentos de nuestro sistema social. Cuestiona a la sociedad en tanto que falla a la hora de proteger a su colectivo más vulnerable y dependiente, las niñas y los niños; e impide una evolución adecuada como comunidad en la medida en que perpetúa comportamientos en extremo dañinos. Además, arguye, sociales son también sus causas, ya que hunden sus raíces en el patriarcado. Este determina la forma de concebir la sexualidad y la familia como instrumentos de control, establece roles marcadamente diferenciados para el varón y la mujer tanto en tareas como en afectos, ofrece la violencia como forma de satisfacer necesidades y jerarquiza el poder. Como consecuencia, las personas menores no son aún consideradas sujetos de derecho sino una propiedad de la familia y, en última instancia, del varón.

En opinión de las y los expertos es un problema tan generalizado que el conjunto social no puede permanecer ajeno. Debe actuar, denunciando, no estigmatizando, poniendo en práctica medidas de justicia restaurativa y habilitando herramientas que permitan a las víctimas afrontar la situación y salir de ella; y que, como dice Amaia, «no sea cuestión de tener la suerte de dar con alguien que te ayude, porque todo el mundo la tiene».

Falsos tópicos. Los escándalos que asaltan las páginas de los medios nos hablan de la Iglesia, de centros escolares y de clubes deportivos como los focos del problema. Es cierto que todos reúnen las características para que este fenómeno se dé. Son círculos cerrados donde la persona menor tiene una presencia continuada, con adultos a los que el niño o la niña respeta, admira y hasta tiene apego, y con la intimidad necesaria para que sean posibles el secreto, el ocultamiento y la impunidad.

También es cierto que son graves y se han cometido a gran escala pero, en general, se está visualizando más el pasado que el presente. La Iglesia, por ejemplo, ha perdido su influencia de antaño y su capacidad de amparar este tipo de violencia es hoy mucho menor. Lo que está saliendo a la luz son, básicamente, casos de personas adultas que fueron abusadas o agredidas en su infancia.

Internet sí es un espacio nuevo, donde el acoso ha crecido considerablemente y que tiene más incidencia, sobre todo, en menores postpúberes o en pornografía infantil.

Quienes trabajan en el terreno y el testimonio de quienes fueron víctimas coinciden en que no se ha de descuidar la vigilancia en estos ámbitos. Pero su experiencia apunta hacia otro lado más difícil de aceptar: la familia, una institución mitificada bajo tal aura de bondades, que hace considerar a las relaciones conflictivas como una desviación de la norma. Sin embargo, de igual manera que es una esfera de crecimiento personal, su concepción patriarcal y su exigencia de lealtad incondicional la convierten en fuente permanente de disfunciones. En esta línea más realista y según el informe de Eraikiz, las estimaciones nos dicen que «el 90% del abuso es intrafamiliar, es decir, las y los abusadores buscan a sus víctimas dentro de su propia familia, tanto la nuclear como la extensa». Esto nos apela directamente y genera tal angustia que nuestra tendencia es negarlo.

No hay perfiles. En la necesidad de encontrar elementos que nos tranquilicen buscamos perfiles que hagan sentir el problema como ajeno. Pero, según afirma el informe, estos perfiles no existen. Las únicas características generalizables son que en más del 95% de los casos el agresor es varón y que se trata de una persona cercana a la víctima. Lo demás, son tópicos que poco tienen que ver con la realidad. Uno de ellos es pensar que ocurre en familias desestructuradas o de baja extracción social. Víctor proviene de una familia obrera y progresista vinculada a los movimientos cristianos y bien considerada; la de Amaia está compuesta por profesionales liberales de prestigio y económicamente bien situados; Txus es de una familia numerosa conservadora en lo religioso; e Igone de una familia de clase media sin más problemas que un divorcio. Nada fuera de lo común. Niñas y niños son agredidos en todas las capas de nuestra sociedad por igual con independencia del nivel económico o cultural.

También son lugares comunes pensar que las personas que agreden están mal de la cabeza, que las víctimas tienen algún tipo de característica especial o que si se ha sido víctima se va a ser después agresora. Nada de esto es cierto. Las agresoras son personas normales y corrientes, muchas veces encantadoras y no existe relación entre agresión sexual y enfermedad mental. Tampoco hay perfiles de víctimas. Los únicos factores de riesgo son el desamparo y, simplemente, el ser menores. Según advierte el informe, toda persona menor es susceptible de sufrir abusos sexuales y, además, en ningún caso pueden evitar que se produzcan, es siempre inocente, está indefensa ante la agresión, y la responsabilidad recae en la persona adulta. Igualmente es un error creer que haber sido víctima te convierta en victimario, nada avala semejante creencia. Y, sobre todo, no es cierto que ser víctima es un condena de por vida, «que de esto nadie se cura» como a veces se dice. Se puede, con mayor o menor esfuerzo según hayan sido las circunstancias personales, pero se logra.

Más allá del silencio. Si algo caracteriza este tipo de violencia es su opacidad. Se ejerce en privado y desde la seducción. Rara vez existe agresividad, incluso se busca la complicidad de quien es abusada. «Aunque suene fatal –nos cuenta Txus–, los primeros abusos los recuerdo como un juego placentero. No me parecía algo normal pero eran caricias, tocamientos que no me causaban dolor; me producía una confusión tremenda». Igone tampoco sabía reconocer lo que ocurría: «Yo no quería ir donde aquella persona, pero no sabía que eso estaba mal, ni si a la gente que me rodeaba les hacían lo mismo». La consecuencia inmediata suele ser el silencio y, como dice Víctor, «el silencio destruye».

En su opinión, las y los agresores «te preparan para ello. Aprovechan tu inmadurez psicosexual y tu incapacidad de identificar lo que está ocurriendo para hacerte cómplice mediante el engaño y el chantaje emocional, y consiguen que creas que tú mismo lo has provocado y que el problema eres tú o está en ti». La culpa cae entonces sobre la víctima, «especialmente cuando descubres que aquello no estaba bien y que tú has consentido», nos dice Txus. «Y si denuncias –remata–, por ser la causante de destruir la convivencia familiar». Por otro lado, la familia muchas veces también calla, por vergüenza, por no querer admitir que algo así pueda estar ocurriendo, por lealtades mal entendidas o, simplemente, porque no se cree a la persona.

Es aquí donde se cierra la trampa. «El abuso en sí –nos dice Amaia–, aún siendo algo terrible no es lo peor. Con un tratamiento adecuado se supera el trauma con relativa facilidad. El problema es cuando nadie te cree, caes en la mayor de las soledades y sientes que todo se acaba». Por ello, las y los especialistas lo dicen en el informe con claridad: a la persona menor hay que creerla siempre. Según su experiencia, un niño, una niña no mienten en estos temas, y en el supuesto de que lo hagan es síntoma de que, sea lo que sea, algo está ocurriendo.

A ello se suma la cadena de revictimizaciones de una sociedad que no les da crédito o les mira con paternalismo cuando, no directamente les acusa; de un sistema judicial cuyas claves están más en el delito que en la reparación y sus procedimientos resultan violentos; de unos medios que en demasiadas ocasiones abordan la problemática desde el morbo y el espectáculo; y de un sistema educativo sin formación y sin los protocolos necesarios para dar una salida adecuada cuando detectan el maltrato.

Txus, Amaia, Igone y Víctor llegaron a un punto en el que o vencían o se hundían. Optaron por vencer. Sacaron su fuerza, buscaron apoyos –Víctor se emociona cuando menciona a su pareja y a su hermano– y se embarcaron en la tarea de dejar de ser víctimas para recuperar su vida. El proceso, largo, complejo y con la adecuada ayuda psicológica, ha dado sus frutos. Txus ilumina su rostro con una inmensa sonrisa: «Primero me mostró que no estaba sola; después supe que no soy yo la mala, que yo no soy la culpable». Y continúa: «al sufrir el abuso de tan pequeña es como si me hubieran robado la infancia, así que empecé por recuperarla. No, no soy una ilusa, sé en qué sociedad vivo y estoy bien ubicada en la realidad, pero no soy la misma ni de lejos, ahora me quiero y lucho por mi dignidad».

«Para mí ha sido volver a nacer –confiesa Igone–. Saber que yo no era la responsable y que no era una loca que simplemente hacía cosas sin sentido, hizo que me descubriera a mí misma, cómo soy de verdad. Ahora quiero vivir, y vivir mi propia vida, con la gente a la que realmente amo y que realmente me ama». Amaia asiente: «Yo tenía que cambiar mi visión y he trabajado para ver las cosas de manera positiva. Hace mucho que ya no quiero morirme más y siento que he crecido, que soy más fuerte, que he recuperado mi autoestima; incluso he conseguido que no me influya el que sigan sin creerme». Víctor ha recuperado todo un mundo de sentimientos, nos dice, el valor de un abrazo, el querer y el dejarte querer. «Y sobre todo –recalca–, no tener una vida impostada. Me sentía como un pez en una pecera que cuando iba a agarrar la vida se chocaba contra un cristal, veía el mundo a través de una barrera transparente. En el instante en que me sentí natural atravesé aquellos límites para nadar en un mundo auténtico». Y anima a quien haya padecido este tipo de violencia para que rompa el silencio y trabaje para superarlo, «porque quedarse en el pasado y en el victimismo significa un dolor infinito e inútil; enfrentarse a ello, sin embargo, aunque también acarrea dolor es un dolor finito y útil, porque acaba pasando y porque la recompensa es grande, eres tú».

Al final de la conversación alguien me pregunta si en mi opinión, ellas, y él, representan un ejemplo de cómo aprender a valorar la vida. Les contesto que sí, porque lo creo sinceramente. Ante mis ojos, son personas que han tenido la valentía de afrontar una situación dolorosa y difícil luchando por su libertad, por su dignidad y por una buena vida. Y lo han conseguido, porque se puede.

Del maltrato a la violencia sexual

La violencia sexual hacia la infancia es un tipo específico de maltrato. La Convención sobre los Derechos del Niño establece que el maltrato infantil es «toda forma de perjuicio o de abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual, mientras el niño se encuentra bajo la custodia de los padres, de un representante legal o de cualquier otra persona que lo tenga a su cargo». Por su parte, la Sociedad Internacional para la Prevención de los Niños Abusados y Maltratados define los abusos sexuales en la infancia como «la implicación de una persona menor (…) en actividades sexuales ejercidas por las personas adultas y que buscan principalmente la satisfacción de éstos, siendo las personas menores de edad inmaduras y dependientes y por tanto incapaces de comprender el sentido de estas actividades y de dar su consentimiento real».

En ambos casos hay dos factores determinantes íntimamente ligados con el abuso de poder: la coerción, es decir, la persona agresora utiliza su situación de prevalencia frente al menor; y la asimetría de edad, ya que el victimario ha de ser significativamente mayor que su víctima. El maltrato sexual suele categorizarse en diversas figuras, como el abuso (en el cual no hay violencia física), la agresión (cuando la violencia física si está presente), el exhibicionismo y la explotación en cualquiera de sus manifestaciones (pornografía, prostitución, turismo sexual…). Sea como sea, se trata de una forma de violencia sexual que, según el informe de Eraikiz, supone «un uso abusivo e injusto de la sexualidad» en el cual «no existe relación sexual apropiada entre un niño o una niña y una persona adulta». •

El género de las víctimas

Según reflejan los estudios recogidos en el informe de Eraikiz, el porcentaje de mujeres y varones se mantiene en niveles similares en la etapa prepúber. Quienes suelen ejercer esta violencia son pedófilos y pederastas que sienten atracción sexual por la infancia, con independencia de que sean niños o niñas, sin relación con tendencias homosexuales o heterosexuales y seleccionando a la víctima por su vulnerabilidad.

Cuando el o la menor entra en la pubertad y comienza a desarrollar las características físicas propias de su sexo, pedófilos y pederastas pierden interés. Desde este momento, la violencia sobre las mujeres se incrementa de forma muy significativa y la agresión podría equipararse a lo que comúnmente denominamos violencia machista.

Pero hemos de tener cuidado con los datos, sugieren las y los especialistas. La experiencia parece indicar que puede haber sesgo debido a las resistencias que muestran los varones a la hora de denunciar violencia sexual en general y en la infancia en particular. Esto, que se debe a factores vinculados a la autoestima y al estigma social, podría estar ocultando una incidencia entre hombres mayor de la que sale a la luz. •