Unai Aranzadi
INTERNACIONALISTA, REVOLUCIONARIO Y CHEF DE FIDEL

La historia inédita del guerrillero Pedro Baigorri

La primera vez que escuché hablar de un vasco que murió en Colombia tratando de abrir un foco guerrillero fue a principios del año 2005, durante una visita a un campamento del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Año tras año fui descubriendo nuevos datos, y aquello que parecía una leyenda terminó siendo una conmovedora biografía, desconocida hasta hoy.

Los más veteranos del ELN se referían a Pedro Baigorri como Pedro Irragorri y, en ocasiones, simplemente como “el cocinero vasco”. En Cuba, en Colombia e incluso en Europa, cada vez que me reunía con militantes de la que ya es hoy la guerrilla más antigua del mundo, las referencias a esta enigmática figura –de la que no hallaba ni una sola referencia escrita, dato o siquiera prueba de su existencia– eran tan vagas y difusas como las historias que muchas veces cuentan aquellos que creen haber visto un fantasma. ¿Era solamente una leyenda? Y de no serlo, ¿cuánta verdad había en todos esos episodios que hacían de él un personaje extraordinario, propio de una novela? Con el paso de los años, ansiando datos rigurosos y confrontando los relatos orales que unos y otros me exponían, comenzaba a tomar cuerpo la sorprendente biografía de un personaje real, que fue cocinero, que en Cuba conoció bien a los hermanos Castro y al Che, y que en 1972 murió a manos del Ejército en el noreste de Colombia, borrándose tras su martirio toda evidencia que pudiera probar su existencia.

Pero no fue ni en una de las visitas a militantes del ELN en Colombia, ni en uno de mis encuentros con los refugiados de esta guerrilla en Cuba donde finalmente pude dar con la clave para resolver el misterio, sino que fue en Donostia y gracias a Fermin Munarriz, amigo y periodista de GARA, como pude resolver la incógnita. Jugando con unos elementos mínimos, Munarriz fue capaz de concluir que definitivamente el personaje en cuestión se apellidaba Baigorri y que este apellido abunda en Nafarroa. Ni corto ni perezoso, no pidió favores ni buscó en Google, simplemente cogió un listín telefónico y uno a uno fue llamando a aquellos domicilios de Iruñea en los que figuraba el apellido Baigorri, que no son pocos. La suerte, el destino o simplemente la tenacidad del periodista le hicieron dar de golpe con la casa de Pablo, hermano menor del fascinante Pedro María Baigorri Apezteguia. Pocas semanas después quedaríamos los tres en la sede del Lagunak Mendi Taldea. Era la primera vez que alguien le entrevistaba para dar a conocer esta historia.

De Mañeru a los fogones. La familia Baigorri Apezteguia es originaria de Mañeru, en la merindad de Lizarra, una tierra rica en vinos, pero Pedro creció en Etxarri-Aranatz, «porque nuestro padre –se explica Pablo– estuvo allí destinado». Entre montones de mapas que hablan por sí solos del interés que en esta familia suscitan las montañas, se acomoda y habla. «Después de la Guerra Civil, mi padre se quedó mal y no encontraba trabajo. Aunque era de ideas republicanas, al final tiró por donde pudo y se hizo guardia civil. Por eso mi hermano, que nació al final de la guerra, en 1939, creció en Etxarri, donde jugando con los otros niños hablaba euskara y fue muy feliz, al punto de visitar el pueblo siempre que regresaba del extranjero a Navarra».

En la larga noche de la posguerra, las penurias fueron muchas. En el caso de su familia, sobre todo económicas. «Éramos tres hermanos y mi madre, ama de casa. Así que, siendo el mayor, Pedro Mari tuvo que comenzar a trabajar muy pronto. Su primer empleo fijo, como a los 16 años, fue en el hotel Yoldi, que a mediados de los cincuenta era de lo mejorcito que había en Pamplona». Pero el hecho de que, tanto en la calle como en casa de los Baigorri, las conversaciones políticas brillaran por su ausencia no quería decir que no existieran. «En la cocina del hotel Yoldi había un hombre mayor que mi hermano, que fue el que le introdujo de verdad en el mundo de la cocina. Este cocinero era guipuzcoano, y debía de tener ideas de izquierda. Con mi hermano se portó como un padre, y su influencia en Pedro Mari fue decisiva».

En Iruñea, Pedro demostró tener muchas inquietudes. Se hizo socio de la biblioteca municipal, practicaba judo, iba al cine a ver dos veces seguidas la misma película y pasaba mucho tiempo con sus amigos disfrutando de festejos como los sanfermines. «Aunque a ratos era poco hablador y no era de beber mucho, sí que le gustaban las fiestas populares, aunque no el encierro. No le parecía que mereciese la pena perder la vida bajo las astas de un toro. Siempre decía que morir así era malgastar una vida», recuerda su hermano. A grandes pasos, el jovencísimo Baigorri dio muestras de sus buenas dotes para la artes culinarias. Recomendado por su mentor en los fuegos, dio el salto a Donostia, donde entró a formar parte del equipo que cocinaba en el lujoso hotel María Cristina. «Allí hizo amigos, salía a bailar e iba a la playa de la Concha», afirma Pablo mostrando una fotografía de un grupo de jóvenes en los que se ve a un Pedro robusto y sonriente. «Era muy responsable. En casa hacía falta ayuda y enviaba parte de lo que ganaba. Nunca dejaba de hacerlo». Para entonces, las inquietudes políticas de Pedro estaban ya desatadas, pero o bien no quiso, o no vio el momento, o quizás simplemente no encontró fuerzas para darlas a conocer en casa. «Nunca nos dijo nada, aunque yo creo que él ya estaba decidido a meterse en algo de izquierdas, pero eran los cincuenta y había poca cosa moviéndose, o al menos él no supo cómo tocar puertas».

Un día, comenzando la jornada en el María Cristina, un mando de la Guardia de Franco fue a darle una inesperada noticia: «El generalísimo viene al hotel y usted ha de hacerle la comida». Pasadas unas horas, el dictador degustaba un menú del mismo navarro que pocos años después cocinaría innumerables veces para Fidel Castro, su hermano Raúl y el Che Guevara.

París, la revolución y el amor. La labor de más de cuarenta años como compositor de textos en la imprenta del “Diario de Navarra” ha hecho de Pablo Baigorri un hombre atento a los detalles. «Un día nos dijo que se marchaba a París. A finales de los años cincuenta, y más aún para alguien tan joven, aquello tenía sus motivos». ¿Cree que fue a buscar la revolución fuera para no enfrentarse en casa a su padre?, le pregunto. «Sí, algunas veces lo he pensado», responde alto y claro. Pero el viaje a la ciudad de la luz estaba profesionalmente justificado. Previo paso por un restaurante español del Barrio Latino, entró a trabajar en un prestigioso hotel de cinco estrellas: El Príncipe de Gales.

Como le sucediera a tantos otros compatriotas, en París Pedro se sintió más libre que nunca. Compró una bicicleta con la que recorría la ciudad, merendaba con unas primas que vivían en la metrópoli y se apuntó a clases de francés en la Nouvelle Université. Fue allí donde se enamoró de una joven mexicana que, tras muchas giras internacionales como bailarina de danzas folclóricas, decidió tomarse un año sabático aprendiendo francés en la capital gala. Se llamaba Colombia Moya y era hija de un conocido escenógrafo que en los años treinta se trasladó de Medellín a la Ciudad de México. Juntos comenzaron a frecuentar el ambiente de los refugiados de izquierda que, poco a poco, y a causa de la doctrina Monroe de los Estados Unidos, iban viniendo de Latinoamérica. Los bares y restaurantes del Barrio Latino eran su espacio natural y aquel idealismo compartido tomó aún más fuerza a la postre de las noticias que llegaban de Cuba, pues la revolución del Movimiento 26 de Julio acababa de triunfar. Arrancaba la década de los sesenta, la toma del poder era posible y lo que hasta entonces parecía una utopía ya era un Gobierno consolidado con silla en Naciones Unidas.

Colombia Moya, en México. Más de cincuenta años después, en un restaurante de la mexicana Avenida Insurgentes, Colombia Moya rompe un silencio de medio siglo para hablar de aquel tiempo en París como camarada y pareja sentimental de Pedro Baigorri. «Sí, lo conocí en la Nouvelle Université de la Sorbona. Lo recuerdo con unos zapatones grandes y como un personaje exótico por su trabajo de chef bien reconocido. Teníamos amigos comunes y militamos juntos haciendo esas cosas que se hacían entonces». En los pequeños cineclubs, los jóvenes se indignaban con películas sobre la situación en Argelia, Vietnam y otros conflictos del mundo. «La guerra irregular estaba en auge» y, fuera como fuese, la bailarina mexicana deja entrever que se movían «con nombres falsos, en células clandestinas», repartiéndose tareas de las cuales prefiere no hacer memoria. «Fue hace mucho tiempo y ya terminé con esa vida, aunque eso no quiere decir que haya cambiado de forma de pensar ni me arrepienta. Cuando veo a esa gusanera hablando mal de Cuba… Eso nunca». La señora, suspicaz y elegante, no da nombres concretos, ni habla de siglas u organizaciones. Ni aún menos dejarse tomar fotografías. «El caso es que, al final, yo creo que como después de dos años, en el 62 o 63, me dijo que me fuese con él a Cuba y nos fuimos. A mí esa isla, que ya la conocía de antes por mis giras artísticas, me encanta», dice coqueta.

Gran parte de la izquierda parisina, y sobre todo la latinoamericana, orbitaba alrededor de la nueva delegación cubana. Según algunos testigos de la época, resulta plausible que a la embajadora Rosa Elena Simeón Pedro Baigorri le cayese en gracia, tanto por su determinación revolucionaria como por compartir con él raíces navarras. «En París, Antonio Núñez Jiménez conoció a Pedro y le ofreció hacerse cargo de un proyecto para cultivar champiñones en Cuba, los cuales yo misma llevé en avión, partiendo desde Europa semanas después de que lo hiciera Pedro», recuerda Colombia Moya.

El chef de Fidel Castro. Núñez Jiménez, al igual que su amiga, la embajadora en París Rosa Simeón, era un hombre de ciencias. Además fue barbudo, y había hecho la revolución con Fidel desde los días de Sierra Maestra. Fundador de la Sociedad de Espeleología de Cuba y en aquel entonces director del Instituto Nacional de Reforma Agraria, vio en Pedro las cualidades necesarias para ser invitado como uno de los llamados «técnicos», una suerte de milicia cooperante en la que expertos de diversas áreas contribuían al fortalecimiento de la Revolución cubana. Muchos de ellos, incluido el propio Pedro, se hospedaban en el ya mítico hotel Habana Libre, desde donde partía cada mañana a las cuevas en las que trataba de hacer que los hongos crecieran para alimentar a las generaciones de niños desnutridos que dejó tras de sí la dictadura de Fulgencio Batista. «Sí, pero además de eso, Pedro Mari también se dedicó a surtir de vino a la isla. Lo sé porque una vez, en una salida de montaña, una chica de Bodegas Sarriá me sorprendió diciendo que mi hermano les hizo un pedido enorme a mediados de los sesenta», recuerda Pablo, aún con ojos de sorpresa.

Con la llegada de Colombia Moya a La Habana, la pareja se instaló en un pequeño chalet de Miramar, justo al lado de la casa de Núñez Jiménez. La bailarina, hoy ya una coreógrafa de prestigio internacional, rescata de su memoria vivencias que ya daba por cerradas. «En Cuba Pedro empezó a codearse con lo más alto. Le tenían confianza todos. Fidel le apreciaba y también Raúl. Recuerdo el día que conocí al Che en una cena de nuestro círculo. Fidel era muy expresivo y hablador, pero el Che observaba en silencio desde su esquina. Era muy hermoso y muy agradable. Me pareció como un ángel». Corría la mitad de los sesenta y en Iruñea el matrimonio Baigorri Apezteguia recibía cartas de su hijo. Contenían fotografías en las que se veía a Pedro cazando con Raúl Castro. En otras, junto a Fidel. Y en otras, vestido de verde oliva con una pistola al cinto. «Pero es una pena, porque mi madre las quemó casi todas», lamenta Pablo. «Eran los días del franquismo y tener un hijo metido en algo así, a tanto nivel, daba miedo».

Según fue pasando el tiempo, llegando a 1965, la convivencia entre Pedro y Colombia se deterioró y un día la bailarina decidió regresar a México. «Desde ese día no le volví a ver más». Tampoco fue muy bien el experimento con champiñones. Sin un amor que lo anclara y alejado de sus raíces, el joven navarro ahondó en su determinación por darlo todo en el internacionalismo más combativo. La decisión estaba tomada. Haría el cursillo de guerra de guerrillas que los cubanos facilitaban a algunos grupos revolucionarios del continente americano. Consciente de los peligros que le aguardan a quien toma una decisión así, Fidel se mostró a disgusto con la idea de su predecible marcha. Quería tenerlo cerca. Era su chef de confianza.

Una guerrilla a tres en Colombia. De entre los muchos y muy variopintos cuadros políticos de la izquierda latinoamericana que pasaban por La Habana, Pedro conoció a un médico que llamaba la atención allá donde fuera, pues medía más dos metros, hablaba sin pausa, y aún habiéndose titulado en Harvard, optó por dejar atrás una prometedora carrera profesional para sumergirse de lleno en la guerra popular. Se llamaba Tulio Bayer, un hombre de ribetes románticos que ya en 1961 participó, junto a otros idealistas, en una guerrilla efímera pero gloriosa en el departamento de Vichada, al este de su Colombia natal. Tras una serie de victorias puntuales, su guerrilla fue asfixiada por el Ejército, pero aquellas gestas, por modestas que fueran, le otorgaron un gran renombre y cierto crédito internacional, ya que fue esta, según algunos, la única guerrilla que logró notoriedad en Sudamérica poco después del éxito de la Revolución cubana.

En Cuba, junto a Tulio Bayer, había un joven estudiante de sociología llamado William Ramírez Tobón. En menos de un año, Pedro, William y Tulio formarían una curiosa guerrilla de tres. Sentado en un sofá de su apartamento en Bogotá, el hoy profesor universitario William Ramírez Tobón lo recuerda así: «Hicimos juntos un curso de guerrilla muy bueno e intensivo, como de tres meses o más. Aprendimos cosas como usar explosivos, armas y comunicaciones. Al terminar, cuando llegó la hora de viajar a Colombia para iniciar nuestra insurrección, lo hicimos pasando por París como maniobra de distracción para que no se viese que veníamos de Cuba». Aprovechando la estancia en Europa, William viajó con Pedro a Nafarroa. Sería la última vez que el matrimonio Baigorri Apezteguia podría abrazar a su hijo. «Yo estuve en el pueblo de Baigorri con su familia. Recuerdo que Pedro le tenía un gran respecto a su padre, que era muy alto. Parecía un campesino», dice William, quien, al igual que Colombia, guarda memorias un tanto vagas; quizás a veces selectivas.

Siguiendo la teoría del foquismo que Ernesto Guevara y Régis Debray desarrollaron –aquella que invitaba a iniciar la acción armada aunque las condiciones subjetivas aún no estuviesen dadas– Tulio, William y Pedro se desplazaron a la Sierra Nevada de Santa Marta para ponerla en práctica.

Mal armados, sin sistema de comunicaciones y con una persona de confianza que les subía provisiones cada quince días como único enlace, su precariedad era notable. Sin embargo, fueron muy bien recibidos por los habitantes de las montañas. El hecho de que Tulio fuese médico jugó a su favor, pues la desatención sanitaria que sufrían los campesinos de la zona era total. «Pero, según pasaron las semanas, Tulio comenzó a abusar del trago. Se la pasaba emborrachándose, escribiendo y fumando, hasta que un día le dije a Pedro que había que hablar claro con él. Lo hicimos, pero Tulio lo negó todo, y desde entonces el tipo sabía que yo era su opositor allá».

Un día que escaseaba la comida, Tulio les propuso salir de caza. «Vaya usted por delante que yo le sigo, me dijo Tulio. Y a una de estas –recuerda William– veo que se gira, me apunta y dispara. Por suerte no me dio y escapé, pero el loco casi me mata». De vuelta al campamento, William le dijo a Pedro que había que hacer un juicio y matar a Tulio. «Pero, cuando se lo dije, Pedro me miró con ojos de pánico y me dijo: ¿cómo se le ocurre algo así? Yo creo que Pedro en el fondo era un tipo suave. Así que totalmente emputado le dije que no le matábamos, pero que le abandonábamos y así hicimos. Nos fuimos sin avisarle». Tulio Bayer terminaría exiliado en París, haciendo traducciones para el diario “Le Monde”, tratando de retomar su vocación de escritor y asegurando que Pedro y William le habían traicionado. Una versión de lo ocurrido que casi ningún historiador toma en serio.

La muerte del vasco rebelde. De vuelta a Bogotá, Pedro y otros compañeros formaron una milicia urbana, al tiempo que solicitaron una reunión con mandos del ELN para sopesar su entrada. Mientras tanto, Pedro trabajó en algunas de las cocinas más emblemáticas de la ciudad, como la del ya clausurado hotel Presidente, donde tuvo a William como pinche. El tiempo pasaba sin que el ELN les recibiera y Pedro se impacientaba, aunque sus compañeros le recuerdan disciplinado y humilde. «Es que usted fíjese que era alguien que venía respaldado por el mismo Fidel, pero él nunca hablaba de ello ni lo utilizó a su favor», destaca William. Los acostumbrados silencios de Pedro se hicieron más profundos, y de un día para otro dejó Bogotá y se fue a vivir a Santa Marta. Preparaba algo.

«Era un personaje muy misterioso y muy atractivo. Misterioso porque venía de la vieja escuela clandestina que se daba en los años cincuenta, pero muy claro en sus principios éticos, que era inamovibles». Alfredo Molano, sociólogo, periodista y uno de los escritores que mejor conoce el devenir de las guerrillas, fue quizás la última persona que vio a Pedro antes de que viajara por su cuenta al departamento del César para impulsar, con un puñado de campesinos pobremente equipados, un nuevo foco guerrillero.

Molano, que al igual que Pedro y William era uno de aquellos jóvenes que habían entablado contactos con el ELN, recuerda al cocinero como «un vasco rebelde que sentía mucho nuestro país, porque yo creo que hay muchas similitudes en el paisaje quebrado y en el temple de la gente». Pero aquella nueva insurrección a las faldas de la serranía del Perijá no duró mucho. Cerca de la vereda Media Luna, según cuenta Molano, los militares del Batallón La Popa desplegados en Valledupar le prepararon una emboscada en la que Pedro Baigorri murió acribillado, presuntamente junto a otros dos insurrectos. Estaba a punto de cumplir 33 años. «El cuerpo quedó prácticamente partido en dos por la ráfaga de ametralladora», asegura Molano. Pocos días después, William supo de su muerte. «Me dio muy, muy duro, pero no sentí sorpresa. Me pareció consecuente».

Aquel 11 de octubre de 1972, Pablo Baigorri se encontraba trabajando en la rotativa del “Diario de Navarra”. Como de costumbre, antes de componer una noticia en la imprenta, leía el contenido de esta y así lo hizo. O mejor dicho, así quiso hacerlo, porque al leer «Guerrillero navarro muerto en Colombia» no pudo más que arrojar la nota y exclamar al responsable de turno: «¿Sabes que me has dado la noticia de la muerte de mi hermano?». En casa el mazazo definitivo vino confirmado mediante una carta. «Algo malo le ha pasado a Pedro Mari», dijo su madre con solo ver el sobre. Al funeral acudió todo el barrio de la Txantrea y el párroco, de ideas progresistas, hizo una homilía honrosa, elogiando la entrega de Pedro del mismo modo que otros sacerdotes de entonces defendieron la «opción preferencial por los pobres» en Latinoamérica.

La Policía española no tardó mucho en llamar al padre para ser interrogado en comisaría. «Nos ayudó que fuese un guardia civil retirado, si no la presión hubiese sido mucho más grande», señala Pablo. Aun así les pusieron vigilancia. «Notamos cómo nos rondaban», recuerda aún abrumado. Hoy la familia Baigorri quiere conmemorar el heroísmo de su hermano y tío con toda la dignidad y orgullo que entonces no les permitió la oscura noche del franquismo. Y para que este homenaje culmine con el retorno de Pedro a su tierra, el año pasado solicité en nombre de la familia el hallazgo de sus restos en la Fiscalía colombiana. Entra así en la historia una biografía, que hasta hoy, parecía una leyenda.