IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Relaciones filtradas

O de cómo lo que hacemos para protegernos se convierte en lo que sostiene la necesidad de protegernos. Dicho así suena bastante lioso, pero vamos por partes. ¿Tengo yo relaciones que pueda llamar “peligrosas” como para tener que “protegerme”? Si nos quedamos solamente en la experiencia y no utilizamos un observador externo que lo juzgue, podemos notar cómo, en la relación con algunos grupos o con individuos, hay cierta tensión en el cuerpo, solemos tener unos pensamientos por encima de otros, solemos sentir unas emociones que no nos relajan, o hacemos por evitarlas o por enfrentarnos cuando suceden. Estamos en alerta porque “algo” puede pasar.

Normalmente, cuando lo analizamos a posteriori no es raro que lleguemos a la conclusión de que no ha sido nada grave o nada en absoluto, pero quizá sí a la de que en el encuentro ha habido oportunidades de sentirse en riesgo (interpersonal). El riesgo entonces es el de que las necesidades que tenemos no se cubran o se maltraten en presencia de ese o esos otros. Una crítica velada, un desplante, un goteo de descuentos a nuestro valor, etc. Evidentemente, esto puede darse en la realidad a través de verbalizaciones o gestos, pero muy habitualmente sucede en nuestra interpretación, en nuestra mente: «No me han saludado al pasar, por lo que se deduce que no quieren saber nada de mí», «Ese gesto es un gesto de desprecio, ¿se cree mejor que yo?». Llenamos lo huecos de la experiencia con el otro –la cual solo dominamos al 50%, la parte correspondiente a nosotros– con esas viejas experiencias, que nos hacen reaccionar o tomar decisiones la próxima vez. Así que, cuando me vuelva a encontrar con los que no me saludaban o con quien hizo el gesto, yo haré algo para no notar tanto el desplante: «No puedo dejar que crean que pueden pasar de mí de esta manera, ahora a mí me va a dar igual y se van a dar cuenta».

Nos hacemos fuertes para cubrir el verdadero deseo de ser saludado, tenido en cuenta y valorado, y cuando no lo hacen –por mil razones posibles, incluida la de que no les caemos bien–, damos un salto dialéctico y convertimos el incidente en una generalidad. Hay quien dirá que si eso le sucede, realmente no le importaría. ¡Bien por él o ella! Sin embargo, quien sigue el razonamiento de más arriba probablemente lleva haciéndolo desde hace mucho tiempo, quizá desde el momento en el que uno ni siquiera podía relativizar esas etapas de la vida naturalmente más egocéntricas como la adolescencia o cuando uno empieza a comprobar qué papel cumple en los grupos, unos años antes. Y durante unos instantes, cuando el deseo de ser incluido es grande y la incertidumbre de serlo también, podemos viajar a aquellos momentos sin darnos cuenta, y reaccionar como lo haríamos entonces: nos enfadamos, le exigimos al otro que nos trate como queremos y si no lo hace, nos sentimos miserables, por lo que tratamos de cubrirlo con una distancia artificial y dura, o una depresión que conmueva hasta al último de ellos.

Reacciones propias de un adolescente o de una niña, que prefiere llegar a la conclusión de que algo está más en él o ella, antes que aceptar que su elección para la compañía no es la correcta y simplemente no encajan, esta vez. Es entonces cuando estas conclusiones se convierten en filtros para el futuro, filtros que nos sensibilizan al desprecio, la exclusión o la crítica y que, al mismo tiempo, nos ofrecen solo una interpretación de los hechos, dificultan relativizar y, de alguna manera, mantener la esperanza para la próxima vez. En este sentido, nuestras propias conclusiones de tiempos pasados se convierten en la necesidad de protegerse, en lugar de simplemente ser espontáneos, lo que, por otro lado, podría contrarrestar aquellas conclusiones tan desagradables.