Àlex Romaguera
DE catalunya AL MUNDO

cooperativas de vivienda: construir lo público en comunidad

Durante este último año, Barcelona ha experimentado un intenso proceso de liberalización de la vivienda, lo que ha convertido a la capital catalana en una de las más caras del Estado español. Este encarecimiento, acelerado por la presión turística y la compra de pisos por fondos de inversión extranjeros, ha conllevado la expulsión de amplias capas populares hacia las poblaciones del extrarradio. Ante esta situación han irrumpido las cooperativas de vivienda en cesión de uso, una apuesta surgida de los movimientos sociales que plantea recuperar la gestión democrática y horizontal de la vida en comunidad.

Al pasear por el barrio barcelonés de La Bordeta, un edificio nos llama poderosamente la atención. No es el único que rompe la uniformidad del distrito de Sants, donde las antiguas industrias se alternan con pequeños pisos de familias obreras. Pero es inevitable fijarse en él por varios motivos. Situado ante el número 83 de la calle de la Constitución, entre dos bloques grises que evocan un urbanismo pretérito, se levanta una estructura de madera de seis plantas, hecho que lo convertirá en el más alto del Estado construido con este material. Solidificado con hormigón en los cimientos y los bajos, el uso de la madera –adquirida en Euskal Herria– hace del bloque una propuesta arquitectónica fascinante.

El otro elemento revelador es el cartel que preside las obras, que nos informa de que está impulsado por La Borda (www.laborda.coop), una cooperativa de vivienda creada hace cinco años por vecinos que ya se conocían de diferentes luchas sociales. Es el caso de Maria Sales y Xorxe Oural, una pareja de 34 y 39 años que el próximo mes de abril ocupará, junto a sus dos hijos pequeños, una de las plantas habilitadas este edificio, que acogerá 23 unidades familiares. Xorxe explica que, a raíz de la crisis inmobiliaria de 2007 y el consiguiente encarecimiento de la vivienda, estos vecinos, vinculados al movimiento pro ocupación o que habían compartido espacios altermundistas, hablaron de encauzar una salida que respondiera a dos objetivos: por un lado, el acceso colectivo a una vivienda en condiciones justas y, por otro, que esta apuesta sirviera para bloquear la futura especulación y el proceso de gentrificación que asedia al barrio de Sants y, por extensión, el conjunto de Barcelona.

Inicialmente estudiaron rehabilitar una nave del polígono Can Batlló, ocupado el 2011 por varias entidades con el propósito de desarrollar actividades autogestionadas y revertir el déficit de equipamientos sociales. «Planteamos convertir la nave en vivienda, siguiendo el ejemplo de Berlín y otras ciudades alemanas, pero suponía un cambio de ficha entre el Ayuntamiento y la Generalitat y, después de analizar su estructura, vimos que no cumplía las condiciones necesarias», explica Xorxe Oural.

Ante esta situación, surgió la posibilidad de edificar sobre un solar municipal, lo cual se valoró como la vía más plausible, ya que encajaba con la filosofía de la propiedad colectiva. «En base a este consenso, un grupo de doce familias creamos la cooperativa, el instrumento para armar el proyecto», añade. Eso dio pie a una reunión abierta donde se apuntaron decenas de personas más, de las cuales algunas han quedado en lista de espera. En estos momentos, la cooperativa cuenta con doscientos asociados.

Sosteniblidad en grupo. La Borda se ha erigido en un referente del movimiento cooperativo en Catalunya. Aunque los inquilinos no entrarán a vivir hasta el mes de abril, su mera construcción materializa la apuesta por gestionar la vivienda de forma amancomunada, horizontal y participativa. «Mi pareja y yo estuvimos una temporada en Uruguay y allí conocimos cooperativas donde la gente se implica a fondo», reflexiona esta pareja. Tanto es así que en muchos bloques, residencias de estudiantes y otros recintos hay turnos de limpieza, cocina y actividades comunitarias amparadas por la ley.

Siguiendo el caso de Uruguay, donde 300.000 personas participan de esta gestión, en La Borda los residentes se han involucrado en la toma de decisiones. Un proceso de empoderamiento que empezó con varias asambleas destinadas a cohesionar el grupo e informarlo de la filosofía y las condiciones que conlleva vivir en régimen de cesión de uso.

La cesión de uso significa que el Ayuntamiento destina el solar para la construcción de vivienda de protección oficial y lo cede a la cooperativa por 75 años, durante los cuales nadie puede ser expulsado a no ser que quiera irse voluntariamente. De esta forma, la propiedad no recae en cada inquilino y es compartida, haciendo que se desvanezca cualquier intento de especular y prevalezca el uso social y democrático de la vivienda. Después de este periodo, la titularidad vuelve a ser pública, con la confianza en que el Ayuntamiento no cambie su uso. «Si es así, tendríamos que pelear nuevamente por la cesión», indica Xorxe.

Para entrar en La Borda, cada unidad familiar han tenido que ajustarse al límite de renta que fija la normativa de la Generalitat. Eso conlleva un pago mensual, que oscila entre los 400 y 560 euros, más una aportación inicial en concepto de obras de 18.500 euros, que se recuperan en caso de dejar el proyecto. Este montante económico, que se eleva a tres millones de euros en total, ha sido financiado a través de Coop57 y otras cooperativas que ofrecen préstamos para proyectos con finalidad transformadora. Sin contar con las aportaciones de varias entidades y la venta de 865 títulos participativos –de 1.000 euros cada uno– que han contribuido a sufragar el proyecto.

«La inversión no es baja pero, sin duda, es inferior a la entrada de una hipoteca». Según Xorxe, lejos de tratarse de una iniciativa elitista, la mayoría de inquilinos son freelance, profesores y cooperativistas con rentas bajas o medianas. «En general, nuestro nivel de vida es precario», reconoce. Para evitar posibles desajustes, La Borda ha dejado fuera a gente de alto poder adquisitivo y ha creado una red de apoyo mutuo para quien no pueda alcanzar los compromisos adquiridos. También hay una caja de resistencia para que nadie se vea ante estas contingencias.

La Borda es un proyecto piloto en todos los sentidos. No solo porque irrumpe en la trama urbanística de la ciudad, hecho que le confiere un gran valor simbólico y político. También porque, más allá de los futuros inquilinos, en su gestación está la complicidad de centenares de personas y decenas de colectivos del distrito de Sants, entre ellos el centro social de Sants, la cooperativa Ciutat Invisible o la plataforma Impuls Coopertiu, punto de encuentro de varias entidades del barrio.

Masías y otras experiencias. En Catalunya únicamente existe otro experiencia similar. Se trata de la masía Cal Cases, la primera cooperativa en cesión de uso del Estado, creada hace diez años en el pequeño municipio de Santa Maria d’Oló (Bages), en la cual viven trece unidades familiares que incluyen veinte personas adultas y diez menores. Fundada con la ayuda de la cooperativa Sostre Cívic por antiguos militantes de l’Ateneu Rosa de Foc de Barcelona, no solo responde al modelo comunitario de vivienda accesible y sostenible en un entorno rural, sino que hace realidad sistemas de gestión económica y del tiempo que, según sus integrantes, «son una alternativa al modelo capitalista, individualista y hetreopatriarcal existente».

Financiada por Fiare, la banca ética de origen vasco, Cal Cases combina diferentes formas de subsistencia, ya sea con ingresos de la gente que trabaja fuera o la que, en la misma parcela, desarrolla proyectos de producción agroecológica o destina su tiempo a tareas de autoproducción, organización e incidencia política en el entorno. «Esta combinación permite que cada persona defina qué grado de trabajo remunerado y externo quiere realizar y, a la vez, cuál será su trabajo de autogestión y comunitario, siempre con la premisa de poner la vida en el centro de las decisiones».

En Cal Cases, por tanto, la gestión del tiempo, el dinero y las necesidades integran las distintas realidades e inquietudes de un grupo muy heterogéneo. Una vocación con ánimo de replicarse en otros núcleos cooperativos, para el cual sus miembros se han implicado en las redes de comunidades de Catalunya o en la Ecoxarxa de la comarca del Bages. Más allá de Cal Cases, el resto de experiencias se ciñen a las clásicas ocupaciones para convivir desde la ilegalidad. Es el caso las masías Can Masdeu y Kan Pascual, ubicadas en el parque de Collserola (Barcelona), que no dejan de ser centros sujetos a un posible desalojo, ya que la propiedad está en manos de una inmobiliaria o de un particular. «Can Masdeu y Kan Pascual son modelos muy válidos, pero nuestra opción era habilitar un espacio de vivienda de propiedad colectiva», indica Xorxe Oural.

En suma, el valor que entraña La Borda desborda el perímetro de Barcelona y los proyectos de vida comunitaria surgidos en Catalunya durante los últimos años. Sobre todo por el proceso de participación en el diseño del inmueble, supervisado por los arquitectos de la cooperativa Lacol a partir de las necesidades de los diferentes inquilinos.

Así, por ejemplo, el edificio contará con habitáculos de tres superficies diferentes –40, 60 y 80 metros cuadrados–, que alojarán personas que viven en solitario, en pareja, familias monoparentales o de varias personas. Una estructura de carácter modular que se irá adaptando según las circunstancias de cada unidad de convivencia. También los mismos promotores han perfilado al milímetro el sistema de reducción de los consumos o cómo dar rendimiento a una construcción bioclimática que, aparte de su calidez, será energéticamente eficiente, ya que apenas necesitará calefacción. Todo está pensado para que haya una buena iluminación y que los baños, el servicio de lavandería o la zona de cocina y comedores estén correctamente ubicados.

Otro elemento clave de La Borda es su formato de corrala, al estilo andaluz, al cual se añadirá una sala polivalente y un piso exclusivo para visitas. «Estamos cansados del individualismo y, mediante esta organización del espacio, queremos recuperar la idea de compartir tareas de ocio y de cura, como la maternidad o la circulación de las personas movilidad reducida», añade Xorxe. En este sentido, la interacción de los diferentes espacios quiere reforzar el principio de convivencia, respetando la perspectiva de género y la proximidad entre los residentes, permitiendo que los adultos sean referentes entre los menores y que la comunidad esté el máximo de cohesionada posible. «Esta planificación, aparentemente compleja, no exigirá un estilo de vida rígido, ya que las comidas y otras actividades compartidas dependerán de las rutinas de cada núcleo familiar», asegura Xorxe, consciente que el tiempo determinará que tipo de ajustes se tendrán que adoptar.

Resistir para transformar. La aparición de La Borda una suscitado una enorme expectación. Representa un sueño a punto de hacerse realidad y canaliza suficientes energías como para levantar un proyecto de vida alternativa en medio de una gran metrópolis. Pero, al mismo tiempo, también afronta el debate sobre el acceso a un bien tan básico como es la vivienda.

Según los censos que maneja el Ayuntamiento, en Barcelona hay unos 80.000 pisos vacíos, la mayoría propiedad de entidades bancarias o fondos de inversión extranjeros que los últimos años han adquirido bloques enteros (la llamada “propiedad vertical”). Esto ha hecho que algunos sectores critiquen que la cooperativa no haya optado por reformar un inmueble ya existente. «Lo ideal sería haber comprado un edificio o que es remunicipalizasen los que tienen los bancos, como la Sareb, ya que construir siempre supone una huella ecológica. Pero no hay marco legal para hacerlo», explica Xorxe.

Pese a este inconveniente, sus promotores creen que La Borda tendrá la virtud de abrir el melón sobre el déficit normativo y la falta de vivienda pública en Barcelona (la capital catalana solo tiene un 2% del suelo de su propiedad, muy lejos del 48% de Amsterdam o el 17% de París). Pero no solo eso: creen que hará visible un foco de resistencia dentro de la ciudad, hoy asediada por las promotoras que acaparan el sector inmobiliario y imponen un encarecimiento desorbitado de la vivienda. «En un contexto dominado por la mercantilización y un sistema de vida individualista que rompe los vínculos comunitarios, el hecho que un edificio recupere las tramas de solidaridad y garantice espacios comunes puede ser un espejo para futuros proyectos».

En este sentido, La Borda se reivindica como una alternativa viable que, a medio camino entre el alquiler y la compra, puede ser replicada en otros barrios de la capital catalana. «Sabiendo que hay contradicciones en nuestra apuesta, entendemos que permitirá superar la incertidumbre que conllevan las otras opciones y motivar que más gente se apodere de este modelo», dice Xorxe.

De entrada, el primer paso de la cooperativa ha sido buscar su arraigo en el distrito de Sants, para el cual ha organizado charlas, visitas para los vecinos y una intensa campaña de información en la red comercial, contando con el apoyo de la Dynamo, una fundación surgida con el propósito de normalizar el modelo cooperativo en Barcelona.

Precisamente, el mes de octubre pasado esta fundación celebró un acto para dar a conocer la adjudicación de otro solar situado en La Bordeta, donde se levantará un nuevo edificio de estas características. De la misma forma que ha sido clave el papel de Coòpolis, el Ateneu Cooperatiu de Barcelona, que ha asesorado La Borda en su proceso de creación y planificación económica.

El otro pilar del proyecto, para el cual ya se trabaja en paralelo, es la creación de un fondo destinado a otras cooperativas que quieran seguir ese ejemplo, siempre sobre la base, insiste Xorxe, que «La Borda funcionará mediante la lógica del prueba-error para ir adaptándola a las diferentes dinámicas». El temor que se convierta en un caso aislado, pues, no es ajeno al ambiente del grupo impulsor, sobre todo cuando no existe un paraguas legal que facilite la propagación de este modelo.

Así es cómo La Borda va subiendo escalones, imponiéndose en el horizonte gracias a su robusta madera que parece escalar el cielo. Solo hay que esperar a que Xorxe, Maria y los dos pequeños abran las puertas y, junto al resto de habitantes, lo llenen de vida a partir de la primavera de 2018.

Dinamarca o la resilencia por el bien común. La vivienda cooperativa empieza a andar en Barcelona, aunque el camino se presenta cuesta arriba. «Al ser una ciudad sobreedificada, es difícil un cambio de paradigma si no conlleva la transformación del entorno y un vuelco en las políticas públicas». Así se expresa Lorenzo Vidal-Folch, politólogo y experto en Derecho Público, para el cual hay dos referentes consolidados que pueden servir de espejo.

Uno de los casos es Uruguay donde, a través de la Federación de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua, más de 300.000 personas se benefician hoy en día de una interesante lucha iniciada durante la dictadura, cuando se ocuparon espacios de Montevideo generando un foco de resistencia que obligaron a regular estas experiencias. Aparte, destaca el caso de Dinamarca. Allí, en los años 70 se aprobó una ley que prohibió la división horizontal de la vivienda, dando derecho a la compra de bloques de forma cooperativa. «Al tener una pensión digna, la gente no tiene necesidad de especular para llegar a final de mes. Al contrario: la vivienda es un patrimonio común que después pasará a las generaciones venideras», explica Vidal-Folch.

De esta forma, pese a ser un estado de corte liberal, la cultura de la participación y el bien común hacen que se desarrollen el andel y, con especial empuje, el almene (la vivienda común), dos modelos de tradición cooperativa que ya representan la mitad del parque habitacional de todo el país nórdico.

Según Vidal-Folch, un sistema como el danés en Catalunya solo será factible tras un largo proceso de desmercantilización y desprivatización que, sumados a un arraigo de la noción del común, nos llevarían a extender la propiedad colectiva de la vivienda. Un objectivo para el que La Borda, Cal Cases y otras experiencias ya prefiguran el camino.

Cohousing, la vejez autogestionada

Compartir los últimos años de vida en grupo es también una de las opciones para la vivienda compartida. El vecino de Barcelona Carles Torra hace tiempo que promueve esta opción mediante la cual las personas que llegan solas a la vejez y no pueden afrontar los imperativos del mercado, encuentran una salida que les da seguridad y vitalidad emocional. Es la covivienda sénior o cohousing.

También regulado por el derecho de cesión de uso, el cohousing tiene la ventaja de ofrecer una economía de escala, donde el espacio privado es menor y se comparten comida, personal de limpieza y asistencia, así como algunos servicios que, al ser mancomunados, resultan sostenibles y más rentables para los inquilinos. «Cada persona gestiona la vida a su manera, pero a la vez se siente útil en el colectivo», comenta Torra.

En Catalunya, la covivienda ha contado con el empuje de la cooperativa Sostre Cívic y su mediación con las instituciones. Una de ellos está situada en el número 49 de la calle Princesa, en el centro histórico de Barcelona, que si bien estaba concebida con un proyecto sénior, al final reunirá a una decena de personas de varias edades, en su mayoría mujeres mayores, que compartirán diferentes tareas y consensuarán todo lo referido al mantenimiento y la gestión mancomunada.

También en Barcelona, Sostre Cívic ha presentado dos proyectos en los barrios de Poblenou y Roquetes y uno más en el municipio de Vallvidrera, cerca de la capital, en el cual hay previsto adecuar once casas para parejas séniors. Sin olvidar los “safaris” o salidas en grupo que han permitido localizar edificios y antiguas residencias que, quizás muy pronto, podrían cobijar nuevos cohousing, una opción innovadora para pasar la vejez en comunidad.

Saski Naski... son algunos ejemplos de lo que se está haciendo en un barrio que emerge y donde también asoma el peligro de la gentrificación.