Jaime Iglesias
Entrevista
Don Winslow

«Hay más corrupción durante una hora en el Congreso de EEUU que a lo largo de todo un año en las calles de Nueva York»

Si del título de toda novela se infiere una declaración de intenciones, poco podemos especular acerca de las que orientan el trabajo de un escritor como Don Winslow (Nueva York, 1953). Pocos títulos resultan tan asépticos como “Corrupción policial”, el más reciente libro de este autor y, sin embargo, bajo esa aparente simplicidad, lo que emerge es un relato de gran profundidad cuyas múltiples vetas únicamente pueden ser evocadas, en justicia, apelando a la contundencia de un epígrafe sintético. Caso parecido al de “El cártel”, la anterior novela de Winslow, cuyas ambiciones narrativas resultaban inversamente proporcionales al carácter puramente enunciativo que atesoraba su título.

Cuando uno tiene la oportunidad de conversar con Don Winslow, muchas cosas comienzan a encajar. Cordial y afable en el trato, su gesto es transparente pero su discurso complejo. No se oculta en el confort que le pudiera procurar su estatus de autor de éxito, indiscutible hacedor de best sellers desde que “El poder del perro” pusiera su nombre en boca de todos. Agradece las preguntas que le obligan a profundizar en las contradicciones de sus personajes, que también son las suyas, dado que su método para escribir pasa por meterse en la cabeza de sus criaturas buscando comprender las razones que pueden llegar a abocar al ser humano a las situaciones más extremas. Aunque no le guste definirse como tal, no hay duda de que se trata de un escritor político: las tensiones entre individuo y sociedad están en el centro de su prosa, también aspectos como la identidad tribal y la simbiosis que se produce entre los distintos grupos sociales en la lucha por unos mismos objetivos.

Leyendo «Corrupción policial» no pude dejar de tener presente ese viejo axioma de Rousseau que dice: «El hombre es bueno por naturaleza, es la sociedad la que le pervierte». ¿Comparte esa idea?

Hasta cierto punto, sí. Coincido en que la propia dinámica de las relaciones sociales pervierte al individuo, pero no creo en el mito del buen salvaje. Al contrario, pienso que todos somos potencialmente corrompibles y que cada vez hay más factores en la sociedad que nos hacen susceptibles de serlo. Además, la corrupción llama a la corrupción y eso, al final, genera un efecto dominó. Una de las cosas que me inspiró de cara a escribir esta novela fue la de mostrar que, cuando hablamos de corrupción policial, normalmente pensamos en agentes de policía que reciben sobornos, pero ellos son la parte más débil del escalafón. ¿Qué pasa con los abogados corruptos y con los jueces que prevarican? ¿Acaso los políticos que gestionan el sistema pueden quedar al margen? ¿Y qué sucede con quienes siendo corruptos son además corruptores como ocurre con ciertos hombres de negocios?

Uno de los aspectos más interesantes de su novela, de hecho, es esa evocación de las tensiones que se producen entre grupos sociales. Por ejemplo, hay un momento especialmente poderoso en el que el agente Malone amenaza a los gerifaltes del narcotráfico diciéndoles: «Nosotros, la policía, somos un cártel más poderoso que vosotros». Estas palabras parecen indicar que la única razón de ser del clan, del grupo, es la de aunar fuerzas para la destrucción del adversario.

No creo que aquello que articule la cohesión entre los miembros de un grupo sea el deseo de enfrentarse a otros grupos. Los grupos existen porque tienen sus propios objetivos y eso refuerza su naturaleza tribal. Entre los policías de Nueva York, por ejemplo, hay un lema que dice ‘yo no soy ni blanco ni negro: soy azul’, es una manera de definir su posición frente al resto. Todo aquél que permanezca al margen de la tribu merece su desconfianza. De hecho, en ocasiones, se comportan del mismo modo en que lo harían los miembros de un clan mafioso, ya que en ellos impera un sentido de la lealtad y una omertà muy sólidos a la hora de protegerse los unos a los otros. Y eso es así porque, en el mundo del crimen organizado, las relaciones entre grupos son simbióticas: un policía neoyorquino, en el pasado, no hubiera podido hacer su trabajo sin la ayuda de la delincuencia organizada que le proporcionaba información privilegiada. También los grandes cárteles del narcotráfico se han servido de la policía para eliminar a sus adversarios. Ahí está el caso del caso del Chapo Guzmán, que cooperó durante treinta años con la policía para quitarse de en medio a sus rivales en el negocio de las drogas. En suma, siempre hay una tensión entre la cooperación y el conflicto intergrupal.

Luego hay otra cosa que usted refleja en la novela y es la percepción de la sociedad como un agente castrador de la iniciativa individual, una idea que se encuentra muy interiorizada en el pensamiento anglosajón, ¿no cree?

Efectivamente, en la cultura anglosajona y más específicamente en la cultura estadounidense, existe esa desconfianza hacia todo aquello que coarte la libertad de acción del individuo. Pero también hay que tener en cuenta que, en el caso concreto de los departamentos de policía, existe un fuerte componente jerárquico que termina por convencer a sus agentes de que están legitimados para actuar sin tener que rendir cuentas a nadie, únicamente a sus superiores. Pensemos una cosa: ¿Dónde recluta la policía a sus efectivos? De un lado, del ejército, que es una institución donde el sentido del deber y de la disciplina están muy arraigados. De otro lado, de la familia; muchos policías lo son porque sus padres, sus tíos o sus hermanos lo eran. En mi barrio, Staten Island, esto era así. Se decía que aquellos que crecíamos allí únicamente teníamos tres salidas profesionales: convertirnos en delincuentes, hacernos bomberos o ingresar en la policía. El dedicarte al mismo trabajo que tu padre o tu hermano te hace reafirmarte en la obediencia a unos códigos y hace que desarrolles un pensamiento bastante conservador. Esto es más flagrante aún en ciudades como Boston o Nueva York, donde la mayoría de los policías son de origen irlandés o italiano, es decir, se han formado en entornos católicos donde se te educa en la supremacía de tus propias convicciones.

De ahí la percepción de la opinión pública como inconveniente o como amenaza. De hecho, parece como si las autoridades se mostrasen más preocupadas por el grado de popularidad o impopularidad de una acción policial que por su conveniencia.

Exacto. Tradicionalmente a los policías no les gusta sentirse cuestionados, ellos quieren tener libertad de acción total, aunque eso también ha variado en los últimos años y ahora son más conscientes de que tienen que ajustarse a unos códigos que no son los suyos, sino los de la sociedad en su conjunto. Estos aparatos (dice mientras sostiene en la mano su teléfono móvil) lo han cambiado todo. Hoy cuando acontece una carga policial hay veinte teléfonos grabándola y, afortunadamente, ya no pueden darse situaciones como las que yo viví hace años en Nueva York cuando había algunos policías que iban armados con una campanilla y, cuando la hacían sonar, era una señal para que cualquiera que pasara por allí se abstuviese de acceder a la zona donde estaban ellos. Era obvio que estaban dando una paliza a alguien y que aquello era su forma de avisarte de que no querían testigos molestos.

Al final de la novela, el protagonista es expulsado del cuerpo y, como tal, queda excluido del grupo. Lo curioso es que es en ese retorno a su esencia individual cuando lleva a cabo su acción más heroica. Hay mucho de redención ahí ¿no?

Hay un precepto de los jesuitas que dice ‘Dame un niño, deja que le eduque hasta los siete años y te devolveré un hombre’. Yo crecí siendo católico y, aunque actualmente esté bastante alejado de los preceptos de la Iglesia, en el hombre que soy persiste ese background (trasfondo). De ahí que, en muchas de mis novelas, la redención o la imposibilidad de alcanzarla, sea un tema recurrente. En el caso concreto de “Corrupción policial” yo tenía pensados hasta seis finales distintos. Ninguno me resultaba satisfactorio hasta que asumí que, si dejaba abierta la posibilidad de que el agente Malone pudiera redimirse, todo encajaba.

Algunos pueden asumir este final como una legitimación del personaje, como un intento de conferirle, a pesar de todo, un valor ejemplar como individuo.

Yo nunca he tenido intención de juzgar a mis personajes. Mi trabajo no consiste en eso, mi trabajo consiste en atraer al lector hacia un mundo al que, quizá, no podría acceder si no estuviera yo ahí ejerciendo de intermediario o, por lo menos, en permitirle que se asome a la realidad de un modo diferente. Para ello, trato de adoptar el punto de vista de mis protagonistas e intento meterme en sus cabezas, ya sean policías o narcotraficantes. En este sentido, mi trabajo no difiere mucho del que lleva a cabo un actor cuando interpreta. Yo no busco ser objetivo, al contrario; no me interesa desarrollar una voz que me coloque fuera de escena llegando a condicionar la percepción del lector con mis juicios. Si hiciera eso, lo único que conseguiría es arrebatarle el privilegio y la libertad de desarrollar sus propios puntos de vista. Y yo no soy quien para indicarle al lector cómo debe sentir o lo que debe pensar.

En este sentido, ¿le exige mucho esfuerzo distanciarse de sus personajes?

Sí, más que nada porque paso mucho tiempo en su compañía. Que no se me entienda mal ¡ojo! No es que asuma a mis personajes como seres reales, no estoy tan pirado (risas). Pero dado que escribir una novela es un proceso largo, sin contar la labor de investigación que precede a la escritura, y que durante ese tiempo estoy doce horas diarias en simbiosis mental con mis personajes, después se me hace duro desprenderme de ellos. Ha habido novelas en las que el desarrollo narrativo me exigía matar a un personaje y me resistía a hacerlo ya que le había cogido excesivo cariño.

¿Y distanciarse de la realidad? ¿También es algo que le cuesta? Se lo pregunto porque debe de ser duro sumergirse en determinados ambientes. De hecho después de escribir «El poder del perro», usted dijo que no quería volver a escribir sobre narcotráfico.

Detesto admitir que sí, que me cuesta mucho desapegarme de ciertos contextos, de ciertas realidades en las que me sumerjo cuando escribo, pero es que no resulta sencillo. Cuando acabé de redactar “El poder del perro” estaba convencido de haberme confrontado con las acciones y situaciones más execrables que pudiera imaginar, pero estaba equivocado: apenas unos años después la cosa se puso mucho peor. Cuando volví a profundizar en los ambientes del narcotráfico para escribir “El cártel” me pasé semanas enteras viendo fotos horribles de decapitaciones, vídeos de ejecuciones, estuve intentando entender la lógica de todo aquello, hablando con los supervivientes, con familiares de las víctimas… ¿Cómo puedes conseguir que todo eso no llegue a perturbarte? Resulta imposible salir indemne, apartar todo eso de tu cabeza una vez has finalizado el proceso de creación literaria y, al mismo tiempo, resulta muy injusto hacer partícipes a tus seres queridos de tu tormento. Realmente me gustaría poder decir que no me afecta, pero te estaría mintiendo.

¿Ni siquiera su experiencia previa como investigador privado le sirvió en ese sentido?

Bueno, algo sí. Trabajar como detective te sirve para inmunizarte ante determinadas realidades. Al principio te cuesta no implicarte emocionalmente, sobre todo en los casos de abusos de menores. Desgraciadamente me tocó investigar unos cuantos. Tener que conservar una cierta templanza mientras interrogaba a algún violador, muchas veces incluso delante de los niños o de sus familias, era algo que me costaba muchísimo. Pero llegó un día, lo recuerdo perfectamente, en el que estaba viendo las fotos de la autopsia de una mujer que había sido quemada viva por su marido y, mientras lo hacía, y comparaba el informe forense con el atestado policial, estaba comiéndome un sándwich de jamón. En ese momento pensé: ‘No puede ser, tengo que dejar este trabajo’. Pero lo cierto es que gracias a él, cuando empecé a escribir libros como “El poder del perro” o “El cártel” yo ya era un tipo duro y rodado.

¿Y en qué medida aquella experiencia le resultó útil para el proceso de creación literaria?

A veces pienso que ser escritor, o periodista como tú, no difiere mucho de ser detective privado. En ambos casos resulta básico acudir a las fuentes, documentarse. A mí, desde luego, fue un trabajo que me ayudó mucho en este sentido, porque me hizo confrontarme con miles y miles de páginas de atestados policiales, informes de la CIA y la legislación obligándome a discriminar lo que era relevante de lo que no lo era. Además, ser investigador privado te permite tener un detector de mentiras incorporado, de tal manera que sabes perfectamente cuándo alguien te está mintiendo a la cara. Y eso como escritor, créeme, resulta muy útil (risas).

Volviendo a su última novela, llama la atención la mirada que proyecta sobre Nueva York. En sus páginas hay una descripción minuciosa de sus calles, de sus barrios, un empeño por capturar el alma de la ciudad pero, al mismo tiempo, resulta llamativo cómo confronta presente y pasado, citando lugares míticos que dejaron de existir. ¿Cuánto hay de real y cuánto de sublimación nostálgica en ese Nueva York que describe la novela?

Soy plenamente consciente de que, cuando pongo al agente Malone a recorrer las calles de Nueva York, lo que estoy haciendo es evocar el Nueva York de mi adolescencia y de mi primera juventud, un período durante el cual yo era extremadamente pobre y sobrevivía como podía en mitad de una ciudad que había tocado fondo. Aquellos fueran unos años donde el tráfico de drogas o la delincuencia alcanzaron unos niveles nunca vistos con anterioridad. Nueva York tenía un punto muy decrépito y oscuro que a mí, sin embargo, me resultaba fascinante. En aquella época me desplazaba por la ciudad a pie por pura necesidad, hoy lo hago por placer y, al hacerlo, no puedo evitar una cierta nostalgia al ver todo lo que se ha construido en los últimos años y percibir, detrás de cada nuevo edificio, el rastro fantasmagórico de aquellos lugares que ya no existen y que, sin embargo, contribuyeron a forjar el alma de la ciudad.

De todas maneras hay escenarios y situaciones que están más allá de las coyunturas ¿no? Leyendo su novela, en ciertos momentos, uno tiene la sensación de estar ante una evocación del Nueva York de los años 70, como si ese punto decrépito y oscuro que, según usted, atesoraba la ciudad en aquél tiempo tuviera continuidad en el presente.

Bueno, yo creo que la ciudad ha mejorado bastante. Dicho lo cual, es verdad que en los 70 la realidad social neoyorquina inspiró algunos relatos notables que, posteriormente, fueron adaptados al cine convirtiéndose en obras icónicas y estoy pensando concretamente en tres: “French Connection”, “Serpico” y “El príncipe de la ciudad”. En “Corrupción policial” yo no he podido sustraerme al influjo de estas obras y no sé si, consciente o inconscientemente, pero el caso es que en mi novela acabo tratando muchos de los temas que nutrían aquellas narraciones, abordándolos, eso sí, desde una perspectiva actual.

¿Comparte usted las certezas de Malone de que lo único que permanece inalterable son las estructuras de poder? Hay un momento especialmente feliz en la novela, cuando su protagonista echa en cara a los representantes del «establishment» que ellos representan la auténtica corrupción.

Sí, sin duda. Siempre he dicho que hay más corrupción durante una hora en el Congreso de EE.UU que a lo largo de todo un año en las calles de Nueva York. Yo no estoy hecho para escribir novelas políticas, de hecho no me interesa hablar de las estructuras de poder, porque pienso que quienes las componen tienen ya sus propios portavoces y yo prefiero dar voz a los parias, aunque esos parias lleven uniforme y trabajen como policías. Pero a pesar de ello, es inevitable que si tú, como escritor, diriges tu mirada a aquello que palpita en los rincones más oscuros de las grandes ciudades, acabes hablando de política. Lo bueno de un género como la novela negra es que privilegia una mirada subversiva.

Después de publicar «El cartel» le escuché decir, con bastante pesimismo, que la guerra de las drogas es un conflicto que hemos perdido. Pero, ¿y la guerra contra la corrupción?

La corrupción es algo que está tan imbricado en el alma humana que es muy difícil erradicarla. Curiosamente, corrupción y drogas son dos fenómenos que caminan de la mano en los últimos tiempos. Debido a la gran cantidad de dinero que se ha invertido en la guerra contra el narcotráfico, muchos empresarios han visto en este fenómeno una oportunidad de negocio. En el pasado, las ciudades estadounidenses competían entre sí para que las grandes fábricas se instalasen en su territorio, hoy compiten por acoger prisiones. La seguridad se ha convertido en la gran industria del siglo XXI y nada hay más pernicioso que la privatización de los centros penitenciarios, es una de las formas de corrupción más asquerosas e inmorales que existen. Para que una cárcel sea rentable necesita reclusos y el sistema se los proporciona: basta con detener a un número determinado de jóvenes negros, acusarles de trapicheo y enchironarles. Pero, para que haya delitos, el propio sistema facilita también la circulación de cantidades ingentes de droga a fin de promover estas prácticas. Todo para que unas corporaciones sin escrúpulos se cobren los favores de aquellos políticos a los que han financiado sus campañas. Ahí está la auténtica corrupción, en el negocio de la seguridad, en los veinticinco mil millones de dólares que se van a dedicar a construir un muro estúpido que no va a servir absolutamente para nada.

¿Cree que la llegada de Trump a la presidencia ha favorecido este tipo de prácticas?

Bueno, durante la presidencia de Washington ya había corrupción, por lo que casi se puede hablar de que es algo inherente a nuestros gobernantes (risas). Pero lo cierto es que Trump ha traído como un aire de laxitud moral. De repente todas esas prácticas dañinas parece que deban ser asumidas como algo intrínseco al sistema y los corruptos se sienten legitimados para continuar con sus chanchullos porque el poder político, en lugar de controlarles, les deja hacer.