Amaia Ereñaga
performer y artista

«Es muy osado decir que el arte transforma la sociedad, pero es esperanzador pensar que, desde el trabajo, puedes intentar modificar las cosas»

Respiramos, miramos, hablamos, soñamos... De acuerdo, pero ¿hay más capas debajo de algo tan básico? ¿Qué esconde el lenguaje? ¿Y el arte? ¿Y las normas, todas esas convenciones por las que nos regimos? Si algo se caracteriza la obra de Itziar Okariz (Donostia, 1965) es porque se cuestiona y, de paso, hace que nos cuestionemos las convenciones con las que funcionamos como si fueran una realidad inamovible. Como cuando de pie, mirando a cámara, nos enfrenta a algo que es casi tabú –una mujer orinando de pie, en público, en su serie más conocida titulada “Mear en espacios públicos o privados”– o en una performance juega con las palabras o los gestos –aplaudir o soltar un irrintzi, por ejemplo–, cambiándolos, reduciéndolos o, así, ampliando su sentido. De larga trayectoria, el nombre de esta artista feminista, hija del punk, lectora ávida de poesía e instructora de yoga –de acuerdo, son solo cuatro de las muchas capas que componen su persona– es uno de los más reconocidos del arte estatal actual. Tiene, además, una intensa presencia pública y una importante proyección internacional que se plasma en exposiciones y programas de performances organizados en Ars Parcours, Art Basel (Basel); Palais des Beux-Arts, BOZAR (Bruselas); Galería Luisa Strina (Sao Paolo) o el Museo do Chiado (Lisboa); y ha sido expuesta, de manera reciente, en espacios e instituciones como: CA2M (Madrid); Galería CarrerasMúgica; etHall (Barcelona); Le 102 (Grenoble); y MNCARS, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid).

La entrevistamos en Tabakalera, donde desde hace algunos meses está expuesto “I Never Said Umbrella”, un recorrido por su obra con una fuerte presencia de su trabajos más recientes (“Las estatuas” y “Ujjayi”, 2018) y un juego con las palabras que arranca desde su propio título, el estribillo de “New Killer Star” de David Bowie: el original “I’ll never say I’m better” (Nunca diré que estoy mejor) lo convierte en “Nunca dije paraguas”. Cosas del surrealismo y del inglés chapurreado/inventado que hablábamos en cierta época. Son parte del “universo Okariz”, un lugar al que hay que acercarse con la mente abierta, como a todo el arte contemporáneo y a las vanguardias, sin dejarnos constreñir por las ideas sobre cómo tienen que ser las cosas o la vida... o el arte. Podemos descubrir muchas cosas si escuchamos y miramos con la mente abierta.

Me sorprendió que en la exposición que le dedica Tabakalera se declare escultora, porque no hay ninguna escultura expuesta. Yo la hubiera definido más como performer o artista multidisciplinar.

Casi nunca me autodefino o, al menos, trato de no hacerlo. En un momento, puedo utilizar una palabra, lo cual es altamente peligroso, porque se te queda pegada por mucho tiempo. Entonces, es altamente ineficaz… pero yo estudié sobre todo escultura y hay un espacio de definición que sí que comparto de alguna manera con esa palabra, mientras que con otras no la utilizaría –yo no diría de mí que soy pintora–, pero con ‘escultora’ me siento mucho más cercana. La palabra ‘performer’ es un poco peligrosa de utilizar, porque estoy trabajando mucho en performance y por eso, cuando dices que haces performances, parece que todo lo demás desaparece. Lo que trato es de utilizar palabras que vayan ampliando lo posible, que no solo vayan cerrándolo.

¿Su relación con el arte como se cocinó? Perdón por el juego tonto de palabras, pero lo digo porque es hija de cocinero. Me interesa saber por qué decide dedicarse a esto, ¿qué es lo que le empuja?

No es que yo lo decidiera. Mi padre tenía un restaurante que se llamaba Bodegón Itxaso. Tenía muchos amigos artistas que pasaban por allí y él también pintaba y dibujaba. Era autodidacta, de alguna manera. Entonces, digamos que mi relación con el arte era algo naturalizado, no había ninguna sobredimensión del término ni de la práctica, para nada, sino que mi padre era cocinero y era artista. Lo que sí había era una relación con la práctica de pasión, de disfrute.

¿Lo de elegir la escultura, tan oteizana y de tradición tan vasca, por qué fue?

Tiene que ver con las posibilidades que ofrecía en aquel momento la universidad, no es tanto una decisión simbólica propia, sino más bien por una coyuntura determinada: que si eliges esta asignatura tienes que quitar la otra, y así. Lo que sí diré es que aquel era un momento muy concreto, en el que muchas mujeres estaban empezando a hacer escultura, como María Luisa Fernández, Ana Laura Aláez, Miren Arenzana y otras más.

Era una disciplina muy «masculina».

Sobre todo respecto a ese paisaje que habíamos heredado, que era muy determinado. Era un momento muy concreto.

Forma parte de la generación de jóvenes artistas vascos de la década de los 90 y 2000 vinculados a Arteleku, el centro de la Diputación de Gipuzkoa que funcionó entre 1987 y 2014 en Martutene, una experiencia que les marcó mucho. La mayor parte de los que están ahora en el panorama del arte contemporáneo han pasado por allí (Jon Mikel Euba, Maider López, Sergio Prego...). Fue una especie de factoría artística, ¿qué significó para su generación?

Arteleku era un lugar en el que una tenía la posibilidad de estar trabajando en su propio espacio durante un tiempo extenso y de relacionarse con otros que también estaban trabajando allí durante ese tiempo. No era un lugar donde se produjera un seminario y tú ibas, asistías y te ibas, que también los había. Pero ese “estar” permite que sucedan muchas cosas y que sucedan cosas en relación.

 

Cuerpo y género, esos referentes. Hija de una generación para la que el lema era “No future”, su primer trabajo fue grabado su casa en la época de Arteleku. Es un vídeo titulado “Red Light”, muy punk, en el que Itziar Okariz baila ante la cámara una canción de Siouxie and The Bansheed. De los cientos de veces que saltó, con su camisa de flores, eligió solo una toma. Es repetir y repetir, romper y volver a juntar para conseguir resultados diferentes, como se plasma en performances posteriores como, por ejemplo, en la relectura de “Una habitación propia”, de Virginia Wolf. Por cierto, que en su performance sobre la escritora “madre” del feminismo –«soy feminista, obviamente, y eso se ha filtrado en mi trabajo», dice– notamos también la influencia del escritor y txalapartari Joxan Artze (1939-2018), al que Itziar Okariz recuerda que leía cuando era cría.

Principalmente, usted ha trabajado en el arte performance (arte en vivo, una disciplina que nació en 1916 con el dadaísmo). Me gustaría saber ¿qué es una performance para usted?

Casi todo mi trabajo está en relación con cómo funciona el lenguaje y con la posibilidad e imposibilidad de significar. Entonces, cuando me dices que defina algo realmente va en contra de todo esto. Lo que sí te puedo decir al respecto es que, al principio, yo apenas utilizaba ese término. Prefería la palabra ‘acción’, un poco por la pulsión... claro, estábamos en plenos años 80, en plena postmodernidad, una época en la que la no representación no era posible y en la que el mundo era puro lenguaje. Había como una repulsión a utilizar la palabra ‘performance’ justamente porque implicaba una cierta forma de representación. Yo nunca había trabajado con un público convocado y en un momento determinado me invitan a hacer una performance con público. Esa es la primera vez que utilizo la palabra y fue en el Museo Guggenheim, y por eso mismo utilicé el aplauso; es decir, usé un signo que pertenece a la audiencia y, de alguna manera, lo modifiqué de lugar. O sea, trabajaba con una situación. Sí es cierto que tenía en aquel momento muchas discusiones en relación a la palabra ‘performance’ con compañeras que tenían que ver con la teoría queer, desde donde se utilizaba precisamente para construir una teoría de género desde el matiz de representación.

Hay que tener un par de narices para ponerse a aplaudir sola en la mitad de una sala de exposiciones (el público se une a ella y la grabación de aquel momento resulta sorprendente) y, en general, para hacer una performance.

Hay performances que son más durillas de sostener (risas). Me lo dijo una vez Víctor Iriarte, con el que he hecho performance muchas veces. Una vez, en una en la que él me lee los labios, estábamos tratando de hacer un coro con los dígitos de Pi y uno del público dijo: ‘No lo puedo soportar más, me voy’. Cuando salimos recuerdo que me dijo: ‘Esto ha sido durillo’. Y yo respondí: ‘Pero, bueno, hemos cumplido nuestro contrato’.

Una duda, y perdone la indiscreción: ¿Las performances tienen buena salida en el mercado del arte?

¿De qué mercado estás hablando? Por lo que yo conozco, es muy frágil y se vende muy poco.

¿Bueno, pero será a raíz de la crisis?

No. Yo, por lo menos, vivo de dar clases, de hacer performances, porque te pagan por hacerlas, de dar charlas, de escribir... cosas de estas. La mayor parte de mi vida he trabajado en trabajos periféricos al arte, como asistente de otros artistas, camarera... cosas así.

Me sorprende. Es usted una artista reconocida y pensaba que tendría una cierta estabilidad.

En absoluto. Te hablo solo desde mi experiencia personal, porque puede que otros lo vean y vivan de otra forma, pero, por lo que yo veo, el tejido que tendría que sostener el trabajo de los artistas y las artistas es muy precario. Las instituciones públicas que sostienen esto no son suficientes y digamos que el tejido privado que tendría que existir es también muy, muy precario.

Me imagino que los que están más afianzados o tienen más fama sí que se mantendrán.

Muy pocos y normalmente no tiene que ver, ni aquí ni en otros países tampoco, con la visibilidad de los artistas. Hay muchos artistas, no sé si en este país, sino en otros (lo dice con ironía), que funcionan bien a nivel de mercado, en galerías de arte y demás, y que igual eso no se corresponde con un reconocimiento a nivel de crítica. Eso pasa muchas veces. Y lo contrario también.

¿En EEUU la situación es la misma?

En EEUU es muy diferente, primero porque el mercado es mucho más fuerte y luego también porque la Academia funciona de manera distinta. Allí los artistas trabajan de forma muy flexible dentro de la institución.

¿Qué es lo que le empujó marcharse? Porque ha vivido muchos años allí.

En realidad, yo quería marcharme de aquí, no sabía si a Berlín u otro sitio. Fuimos a visitar a Txomin Badiola, que estaba viviendo allí y me dije: ‘¿Por qué no aquí?’. He estado viviendo allí 17 años y no sé si volveré o no, ya veremos. Me gusta EEUU, me gusta Nueva York, y también el paisaje.

¿Qué influencias tuvieron las ciudades escogidas en «Mear en espacios públicos y privados» (2002)?

El primero está grabado en Düsseldorf, pero es donde estaba yo en ese momento, es el espacio en el que yo estaba. Lo mismo con Nueva York, porque estaba allí en ese momento, y en Irun.

¿Por qué se nos hace tan fuerte que una mujer mee de pie (lo hace sobre el agua, en un hotel, sobre un coche, en un puente...)?

Bueno, en el campo antes se ha meado de pie. Es raro, porque realmente lo que puedes ver en esas imágenes es poco y son imágenes en las que el cuerpo forma parte del paisaje. Justamente, por ejemplo, en la del puente de Nueva York en la que estoy con Izar (su hija, un bebé entonces) es de noche, está rodeado de luces y de coches, Izar y yo estamos vestidas de negro… Lo que sucede es el sonido sobre todo y que la niña observa, mira el sonido, el agua… O sea, lo que sucede no es solo eso, suceden otras muchas cosas.

Pero choca.

Porque son algo que pertenece a los espacios simbólicos de tabú. Mear en público y también hablar con las estatuas (se refiere a “Las estatuas”, uno de sus últimos trabajos) son actos en los que estás al borde de lo que está dentro de la norma. Nos damos sentido de esa manera, para significar de una determinada manera. Tiene un sentido obviamente político.

¿Lo prepara de antemano? ¿Va con un equipo de grabación?

No lo preparo, voy con algunos amigos. El de las estatuas, por ejemplo, está hecho con el móvil. Me gusta trabajar así y, además, en mi caso hay algo de esa imagen que parece deteriorada y que tiene que ver con los materiales que, digamos, usas diariamente.

Se ve una evolución entre los primeros trabajos y los últimos, que parecen más introspectivos, con menos acción. ¿No sé si está cambiando el foco o responde a una evolución personal?

Me cuesta verlos así, aunque me parece bien ¿eh? Pero, en realidad, en un sentido es muy parecido. Es como observar un signo o una frase, que puede ser el mear o una frase escrita, y modificarla, cambiar algo de ella, cortarla, cambiar el orden de la frase… De alguna manera, cuando haces eso, cuando a una norma le aplicas una modificación, lo que se evidencia es la norma en sí. Se ve la estructura de cómo funciona y, en ese caso, ambos comparten eso. Hay algo de eso que me interesa: no romper las normas, sino observar cómo funcionan y qué es posible hacer con ellas más allá de lo que normalmente estás acostumbrado a hacer, y cómo significan, cómo producen sentido. No es una cuestión de romper, sino de ver cómo se produce el sentido.

En «Las estatuas» (2018), en mi opinión, desacraliza el mundo del arte. Se planta delante de esculturas de varios museos internacionales y habla con ellas, aunque no se escuche en el vídeo. Una se pregunta qué les dice.

Fíjate, ese es un trabajo con el que acabo de empezar. Para que veas cómo pienso los trabajos, en realidad sería como si tú preguntases a este cuaderno (coge mi cuaderno de notas) y le dices cualquier cosa, como ‘hola’. Se trata de escuchar lo que dice. Y lo que le sigue es un silencio. Si además de decir lo que haya podido decir el cuaderno, que dice algo más, yo le sigo contestando ‘yo también tengo calor’, eso implica que el objeto en cuestión ha dicho una frase que tú no has oído, pero que estás construyendo mentalmente. A mí me interesaba mucho, tiene que ver con la Gestalt, también con el psicoanálisis, con la idea de una silla vacía, del diván, del cuerpo que está o no está, que se sustituye de alguna manera… Todos esos silencios, todo eso que tienes que reconstruir, es lo que me interesa.

¿Eligió las esculturas por querencias personales?

Fue por gusto, diría que por capricho. Por ejemplo, estaba en el Met (Museo Metropolitano de Nueva York) y vi una escultura que, por su peinado, parecía la princesa Leia de ‘La guerra de las galaxias’. Me gusta mucho ese patio del Met, porque tiene una sonoridad maravillosa y es un patio precioso, con todos estos relicarios. Yo la elegí por el peinado y el patio. Luego leí que la escultura la encargó una reina navarra a unos artesanos holandeses.

Grabadas, las performances son interesantes, pero en vivo ganan.

Es diferente. El vídeo siempre tiene la cuestión del fuera de campo (se refiere al concepto cinematográfico, por el que el fuera de campo es todo aquello que no aparece en el cuadro y que, por tanto, no vemos. Puede ser tanto imagen como sonido. En cine se juega mucho con el fuera de campo a través de miradas y sonidos que llegan desde fuera del cuadro), mientras que en las performances en vivo el cuerpo está ahí y respira, está presente. En un vídeo te preguntas siempre por lo que no está a la vista, por lo que está fuera de campo de forma implícita. Respecto a mi trabajo, hay otra capa de sentido que a mí me interesa, y es que tenemos todo tan determinado –nuestra relación con los objetos, con las cosas– que, de alguna forma, hay muy poco espacio para nada que no esté normalizado.

Es la función del arte y de las vanguardias: abrir nuevos caminos, transformar a la sociedad.

Es muy osado decir que el arte hace eso, pero también es esperanzador pensar que, desde el trabajo, puedes intentar modificar las cosas.

“I Never Said Umbrella”, de Itziar Okariz, permanecerá en el centro de cultura contemporánea Tabakalera (Donostia) hasta el 3 de junio. Cierra el ciclo de muestras en torno a la producción de la artista que inició su andadura en la Kunsthausbaselland (Basilea) y pasó por el CA2M (Madrid).