Beñat Zaldua
Entrevista
August Gil Matamala

«¡Claro que el sistema judicial es independiente! Y además está convencido de ser la garantía de la unidad de España»

Ochenta y cuatro años de historia contemplan la vida de August Gil Matamala (Barcelona, 1934). Una biografía con tres puntos de inflexión –Guerra del 36, Transición, proceso independentista– separados por periodos de cuarenta años marcados por un trabajo de hormiga y un compromiso de acero. En sendas cuarentenas –franquismo y régimen del 78–, su despacho de abogados en Rambla Catalunya, 10 fue una trinchera en la que albergar esperanzas y mantener en funcionamiento la correa de transmisión que conecta la memoria de la República con la lucha antifranquista, el primer independentismo moderno de finales de los sesenta con la combinación de factores que desembocaron en el actual proceso. También se construyó allí uno de los pilares del puente entre Catalunya y Euskal Herria. La construcción sigue en pie: el mismo día en que salió de la cárcel, Gil Matamala fue uno de los primeros en saludar a Arnaldo Otegi en Elgoibar.

Antes de convertirse en lo que mediáticamente son ahora, dos jóvenes activistas le pidieron que les narrara su vida. Eran David Fernández y Anna Gabriel, y el resultado, tras peripecias varias, vio la luz hace un año: “Al principi de tot hi ha la guerra”. Un libro editado por Sembra que acompaña esta entrevista, realizada tras la Diada, casi un año después del fundacional 1 de octubre en el que GARA acompañó a Gil Matamala a votar. «En cierta manera, ya hemos ganado», nos dijo entonces. Lo sigue manteniendo.

Su primer recuerdo es la guerra. ¿Cómo marca a un niño de cuatro o cinco años?

Hay un recuerdo de la guerra, de las bombas que caían como una cosa plateada a plena luz del día. Vivíamos en la avenida de Roma y nuestro refugio era la estación de metro de Urgell. Más allá de ese recuerdo concreto, la guerra condicionó totalmente mi vida familiar. Mi padre se tiene que ir al exilio y me quedo con mi madre y mi abuelo. Durante una serie de años no puedo hablar con nadie de mi padre, no puedo decir si está vivo o muerto, si está en el exilio o no; eso crea una forma de ser a la defensiva, muy cerrada, que la verdad es que aproveché para ser un buen clandestino. Aquello de no hablar, no comentar, no destacar, etc. Fue una infancia muy dura, en condiciones económicas muy duras, marcada por la ausencia de un padre a quien la siguiente vez que veo es a los once años, ya en la cárcel [tras un breve exilio, Augusto Gil regresó para engrosar la Agrupación Guerrillera Comunista y fue detenido en 1945].

¿Cómo se transmite el compromiso político en duros periodos históricos como el del franquismo?

En la época se callaba mucho, afuera y adentro. Había miedo y voluntad de proteger a los menores, pero también un sentimiento de derrota. Cuesta hablar desde la posición del derrotado. Pero no fue el caso de mi familia. Si bien me educaron perfectamente en que no podía manifestarme hacia afuera, dentro de casa sí se hablaba, y de esas conversaciones te haces una idea de que están los buenos, que somos nosotros, y los malos, que son los franquistas. Luego sale mi padre de la cárcel, se reincorpora a la vida familiar y, aunque no daba muchas explicaciones, a mí me llevaba a los encuentros con sus amigos. Yo no decía nada, pero escuchaba todo.

Lo mamas rápidamente y te das cuenta de que la culpa de todo, de que pases frío y de que no tengas una familia normal, es de Franco. Es una manera muy simple y maniquea de verlo, pero así funcionaba. Luego lo racionalizas, pero emotivamente ya desde el primer momento sabes quién es el enemigo.

Esto cristaliza después en la universidad, donde configuran, en el 56, la primera célula universitaria del PSUC después de la guerra.

Sí, éramos pocos, pero ya en el primer curso hice relaciones y amistad con los que me identifiqué muy rápidamente. Fue una evolución conjunta de todo el grupo, que partía de un rechazo a la represión que vivíamos no solo en términos políticos, sino en todos los aspectos de la vida, desde la cultura al sexo, pasando por la lengua. Es la gran diferencia con la situación actual: en el franquismo, la represión alcanzaba prácticamente a todos los aspectos de la vida.

¿Por qué el PSUC?

Porque era prácticamente lo único que había. Por tradición familiar, yo me sentía vinculado al concepto del comunismo, aunque no había leído nada, absolutamente nada. Había algunos reductos nacionalistas representados por el Front Nacional de Catalunya, que había abandonado recientemente la lucha armada. A mí el tema nacional me era muy cercano e intentaron de forma agobiante captarme, pero entonces empezamos a conocer también el marxismo y el comunismo, con libros que por fuera tenían una encuadernación de un libro cualquiera y por dentro eran libros políticos. Recuerdo especialmente un “Mariona Rebull” de Ignacio Agustí muy leído por mi; dentro llevaba un libro de Lenin.

La nómina de amigos que fundaron aquella célula no es poca cosa...

Yo al final me decanté porque el grupito en el que me movía evolucionaba hacia ese lado. Ahí estaban Jordi Solé Tura [padre de la Constitución y ministro con Felipe González], Joaquim Jordà [cineasta], Octavi Pellisa, Salvador Giner, los Goytisolo y unos cuantos más. Dejamos de ser un grupo de niños rebeldes en el terreno intelectual y pasamos al compromiso político.

Por allí andaba también el historiador Josep Fontana, recientemente fallecido. ¿Echa en falta aquella cultura de la militancia?

A Josep Fontana le conocí cuando me incorporé al comité de intelectuales del PSUC; lo recuerdo como una persona envuelta en libros. En su casa solo faltaban libros colgando del techo. Aquella militancia era resultado de una época, difícilmente transportable a la actualidad, venía marcada por una clandestinidad que hoy sería prácticamente imposible. Pero sí que hay aspectos de compromiso, de persistencia, tenacidad, aguante y disposición a resistir y al sacrificio que eran increíbles. La gente que estaba comprometida tenía un nivel de autoexigencia muy superior y estaba más preparada mental e ideológicamente. Era otra época.

Su militancia orgánica acaba a finales de los 60, pero el PSUC lo marcará para toda la vida. Es Gregorio López Raimundo quien le ordena montar un despacho laboralista.

No tenía una gran vocación por ejercer, pero había hecho la carrera de Derecho y llegó el momento de decidir qué hacer con ese título. Fue entonces cuando Gregorio López Raimundo, que actuaba como secretario general del PSUC, me dijo en París que abriera un despacho de abogados laboralista. No sabía ni lo que era eso, pero me puse manos a la obra. Entendí que era necesario ayudar a levantar, organizar y promover un movimiento obrero que luego cristalizó en las Comisiones Obreras. Monté un despacho en Rambla Catalunya, 10 y ahí he estado hasta que lo cerré hace unos diez años.

Dejó el PSUC a finales de los 60, en una época temprana. ¿Por qué?

Yo entré convencido de que era mi sitio, el sitio adecuado para combatir al franquismo, pero no solo eso, también para construir otro tipo de sociedad, una nueva organización social, política y económica. La verdad es que tenía la absoluta convicción de que era posible cambiar el mundo y cambiar la sociedad mediante la acción política; y que un partido comunista tenía que contribuir a ello. Si no, no servía de nada. Yo me salí cuando vi que el PSUC y el PC se iban decantando hacia una aceptación del sistema dominante, que renunciaban a cambiarlo. Algunos vimos bastante pronto que acabarían aceptando la monarquía y el sistema capitalista en su plenitud.

El franquismo también acabó. Lo hizo matando, igual que llegó. Como se recoge en el libro, el mismo niño que cuatro décadas antes acompaña a su madre en el exilio de interior, acompaña en 1975 a otra madre, la de Juan Paredes Manot, Txiki, durante el Consejo de Guerra que le condenará a muerte. ¿Cómo lo recuerda?

Los últimos años del franquismo fueron realmente duros. El franquismo se resiste a desaparecer, y la violencia de nuevos actores como ETA justifica también una represión superior. En el 74 tuvimos el caso de Puig Antich, que a mí me tocó muy de cerca, y en el 75, un episodio de la guerra de ETA en Catalunya, que fue el intento de los poli-milis de traer la lucha armada. Me tocó acompañar a la madre de Txiki, que vino con otro hijo, a un Consejo de Guerra que fue un visto y no visto, apenas duró unas horas, una cosa increíble para llevar a una persona al paredón. Además, Txiki mantuvo una posición de enfrentamiento con el tribunal, no se arrugó en ningún momento. La tensión era de una gran violencia. Y luego llegaron más casos. Fui abogado de algunos del MIL como Oriol Solé Sugranyes, al que mataron en la huida de la cárcel de Segovia. Franco murió el 20 de noviembre, pero la violencia siguió, sobre todo en los dos primeros años de la Transición. En contra de lo que se dice, aquella primera etapa, con el TOP todavía en marcha, fue de una dureza extraordinaria.

¿El cambio del Tribunal de Orden Público a Audiencia Nacional resume el espíritu de la Transición?

Es una metáfora que suelo utilizar, porque en el mismo Boletín Oficial del Estado en el que se liquida el TOP se crea la Audiencia Nacional. Ya no era el Tribunal de Orden Público, pero el local era el mismo, los jueces eran los mismos, los fiscales eran los mismos, y hasta el alguacil que llamaba a declarar era el mismo. Luego fueron cambiando algunas cosas, pero quien no quiera ver la continuidad...

Es la época en la que se acerca al independentismo.

Sí. A mí la configuración de la monarquía parlamentaria no me satisfacía para nada. No solo a mí, claro. Y siempre se busca ese instrumento con el que seguir luchando. El PSUC y el PC ya no eran un instrumento válido, y en la búsqueda de ese punto crítico del sistema, se veía ya que el tema nacional no quedaba para nada resuelto con la Constitución española. Había un progreso en comparación a lo que había antes, por supuesto, pero era un progreso que definía ya sus propios límites desde el primer momento. Y ese límite quedaba blindado. Muchos creyeron que era un paso que permitiría dar pasos después, pero lo que a algunos nos pareció, y los siguientes cuarenta años nos han dado la razón, es que lo allí constaba establecía los límites infranqueables de los que no se podría pasar. El no reconocimiento del derecho a la autodeterminación y el concepto de la unidad de España ya indicaban que de ahí no se pasaría.

Era un espacio muy minoritario entonces. ¿Qué era el independentismo en aquella época?

El independentismo estaba surgiendo de forma reducida, con una implantación bastante precaria, pero a la vez interesante. Se creó el PSAN, que se definía ya como un partido socialista de liberación nacional e incorporaba el elemento de cambio social, lo que facilitó que me sintiera identificado. De todos modos, no he vuelto a militar en ningún partido después del PSUC. Mi forma de participar, mi compromiso, ha sido a través de la profesión; como abogado he contribuido, o he procurado contribuir, a que funcionara. Pero sí, desde entonces me siento comprometido con el independentismo, al que prácticamente vi nacer en esa forma moderna.

 

 

De hecho, en los 80 y 90 se convierte en el abogado de referencia del independentismo.

A mí me toca defender a la gente que se sale de la legalidad, en algunos casos mediante formas de lucha violenta. Es el caso de Terra Lliure, a cuyos militantes me ha tocado defender, prácticamente a todos, desde su origen hasta su desaparición, a la cual, en una mínima parte, también contribuí. Porque aquella experiencia no llevaba a ninguna parte, pero durante unos años dio lugar a una gran represión. De hecho, la historia de Terra Lliure no tiene grandes éxitos que contar, pero sí mucho sufrimiento y represión. Ahí me tocó estar en los juicios de la Audiencia Nacional contra militantes de Terra Lliure o de otras organizaciones que, con ese carácter extensivo de la legislación antiterrorista, también fueron procesadas. Porque aquí el independentismo ha sido muy perseguido; piensa que en la primera manifestación en la que aparece una pancarta por la independencia, ya en los años 80, los que la llevaban fueron detenidos y torturados.

Habiendo conocido aquel independentismo, ¿se imaginó alguna vez que llevaríamos seis Diadas consecutivas con un millón de personas en la calle?

No, yo no pensaba que lo vería. Este cambio cuantitativo y cualitativo nos ha sorprendido a todos, también a los que veníamos de la lucha independentista desde años atrás. Se veía un proceso de crecimiento, pero muy lento. Lo que no supimos prever era el salto cualitativo y cuantitativo que se dio a raíz de la historia del Estatut. Este paso a convertirse en un movimiento de masas es un fenómeno difícil de explicar, es uno de esos fenómenos históricos en los que los elementos están presentes de tiempo atrás, actuando en la conciencia social, en la conciencia de mucha gente. Los factores ya estaban ahí, los motivos para el descontento estaban presentes y, en un momento dado, se manifiesta y explota.

¿Y tras el 1 de octubre qué?

Esto no ha acabado. El resultado del proceso hasta ahora no ha sido exitoso del todo, pero el cambio real en la política de este país es ya irreversible. Yo con haber visto esto, con haber estado aquí, me doy por satisfecho, porque no contaba con verlo. Estaba seguro de que habíamos puesto nuestra contribución a que empezase algo que sería largo, algo de una o dos generaciones. Ha sido una sorpresa.

Dos píldoras para acabar. Primera, la historia de su vida es una historia, en gran medida, de violencia. Sin entrar en un inexistente e inútil debate sobre la violencia como medio para alcanzar una República, ¿no le parece a veces que el grueso del soberanismo catalán peca de una visión algo naif sobre el ejercicio de la violencia y el poder? Una cosa es defender como eslogan que con violencia no se consigue nada, otra obviar que es a base de la fuerza que el Estado ha frenado el impulso catalán.

Voy a intentar explicar lo que pienso, que no es fácil. Desde mediados de los 80, pese a los límites del sistema autonómico, se ha vivido en Catalunya un profundo proceso de democratización. Son varias generaciones las que han crecido en un sistema educativo del que nos tenemos que enorgullecer, en el que los conceptos de democracia y pacifismo han calado durante muchos años. Son casi dos generaciones las que han nacido en un sistema de relativas libertades, convencidas de que estos valores son los sanos, los buenos. No es casualidad que las manifestaciones más grandes contra la guerra de Irak en 2003 se celebrasen en Barcelona, con una gran convicción de que había que estar contra la guerra, contra la violencia, que iba también dirigida contra el Gobierno español de Aznar, que representaba otro tipo de cultura.

Cuando una parte muy importante del país despierta y da políticamente este salto al independentismo, esos conceptos de democracia, tolerancia, pacifismo y antiviolencia están ya muy arraigados. Veían muy claro que si somos más hacemos un referéndum y lo ganamos, pues todo el mundo lo iba a reconocer. Claro que es una ingenuidad, muy grande, pero es una ingenuidad que tiene una base muy positiva porque, para toda esa gente que no ha vivido la represión, es obvio que las cosas se consiguen votando. De hecho, no contaban con la represión. Y esto es positivo, nuestro gran patrimonio es esa cantidad de gente que sinceramente ha asumido los valores más progresistas de la democracia, el pacifismo y la no violencia. De hecho, esa convicción es la que lleva a la gente a aguantar el 1 de octubre, cuando lo lógico hubiera sido que todos se hubieran dispersado. Esa convicción de que estaban ejerciendo un derecho democrático y que eso era muy importante es lo que consiguió que el 1 de octubre fuese una victoria. Porque lo fue. Eso queda ya para la historia, y lo aguantó la gente, porque muchos de los responsables estaban dispuestos a dejarlo correr para no salir escaldados.

Eso sí, esto que es bueno ha colocado ahora al proceso en una situación de indefensión, y esto es un problema, porque no hay una cultura antirrepresiva. Es una paradoja. Yo siempre he visto que esto iba a acabar a palos, era evidente, pero tampoco puedes salir a la calle diciendo que ‘cuidado, nos van a pegar y nos van a meter en la cárcel’. Era necesario haberse organizado de alguna manera para aguantar y resistir mejor, pero no era fácil.

Entiendo que suponía, en cierta medida, capar aquel impulso que permitió al soberanismo crecer y extenderse. ¿La clase dirigente, sin embargo, no podría haberse preparado algo más?

Sí, esto ha llevado a excesos como aquello de la “revolución de las sonrisas”. Cada vez que lo oía... Quizá era insalvable, pero uno de los errores fue quizá no haber introducido un poco de pedagogía antirrepresiva, recordar que el enemigo es muy fuerte, que no hay que subestimarlo y que está dispuesto a todo, a usar la violencia en el nivel que convenga. Por lo menos, los que dirigían el barco tenían que haberlo previsto un poco, que no les cogiera tan de sorpresa. Había personas en niveles decisivos en cuyas previsiones no entraba que pudiera haber violencia el 1 de octubre. O que pudieran haber acabado en la cárcel. Fue un error.

La última. No podemos acabar sin preguntarle sobre el juicio que vendrá. ¿Qué podemos esperar?

El juicio es muy importante por varias razones. La primera es que, en estos momentos, es el único factor unitario que tiene el movimiento independentista, es un elemento unificador que, además, permite ampliar el consenso a sectores no independentistas. Según las encuestas, hay un 80% de la población que está en contra de que haya gente en la cárcel; es un juego que se debería aprovechar. Porque hay que pensar que será un proceso largo, no será un Consejo de Guerra de aquellos de mañana y tarde. Tendrá una repercusión internacional, habrá observadores de todo el mundo y permitiría reflejar, de manera clara, todo lo que pasó.

Dicho esto, evidentemente, el sistema judicial no se echará atrás, esto está clarísimo. Creo probable una condena importante, fuerte, pero, si el juicio saliera como desearíamos algunos y fuera un momento de confrontación con el Estado, podría ser un elemento unificador que diese lugar a otras formas de transversalidad que son necesarias, porque lo que es evidente es que el independentismo tiene sus límites. En cambio, la lucha antirrepresiva puede desbordarse, ha ocurrido en más de una ocasión. Habrá condenas, habrá gente que seguirá en la cárcel, pero se puede dar otro salto en el consenso social, como el que representó la sentencia del Constitucional cargándose el Estatut. Son momentos que, si se saben aprovechar bien, pueden suponer un paso adelante muy amplio. Ya veremos cómo sale.

¿Cree que Pedro Sánchez tiene algún margen de maniobra de cara al juicio?

Cuando se dice que el sistema judicial español no es independiente... ¡Claro que es independiente! ¡Por desgracia! Es que es realmente independiente, es un mundo extremadamente reaccionario, con una genealogía que viene de la dictadura y que no se ha superado, que tiene su vida propia, su funcionamiento propio y sus convicciones propias. El sistema judicial, en especial instancias como el Tribunal Supremo, está convencido actualmente de que es el verdadero, el único y el definitivo instrumento para mantener la unidad de España. Lo tienen clarísimo y de ahí no se van a mover. Y el Gobierno del señor Sánchez no va a poder meter mano. Entonces, el juicio va a acabar mal, en el sentido de que va a haber condenas, sin duda, pero va a ser un momento importante que puede dar lugar a un cambio en la situación política general. Será un momento muy interesante.