Gonçalo Fonseca
Gentrificación en un atractivo destino europeo

La cara oculta del turismo en Lisboa

En 2018 Lisboa fue votado como el mejor destino europeo por segundo año consecutivo. El turismo actualmente representa casi el 10% del PIB del país y está impulsando la modernización de la capital portuguesa. Sin embargo, hay un lado oscuro que muchos de los visitantes desconocen. En los últimos años, con la creciente presión inmobiliaria, miles de familias han sido desalojadas de sus hogares.

Multitud de turistas de todo el mundo acuden a Lisboa para disfrutar de su patrimonio histórico, su comida y su carácter único. Hogar habitual de medio millón de personas, los visitantes de la capital portuguesa se han multiplicado por doce en los últimos dos años. De hecho, la ciudad fue votada como el mejor destino europeo por segunda vez consecutiva el año pasado y el turismo representa cerca del 10% del PIB del país. Si se atiende a las cifras económicas, parece que se ha encontrado una solución a la crisis económica de Portugal; no obstante, hay un lado oscuro que muchos de los visitantes desconocen.

En 2017, el edificio Santos Lima se vendió por 2,4 millones de euros a dos compañías de inversión, Buy2Sale y Precious Gravity Lda. Unos meses más tarde, se puso de nuevo a la venta por el triple de dinero. Para los inversionistas, fue una ganga. En el anuncio de venta se podía leer: «Este edificio abandonado tiene potencial para convertirse en un condominio privado, un hotel o un espacio de oficina». Pero no se mencionó a los casi cuarenta hombres, mujeres y niños que viven allí, algunos de los cuales lo han hecho durante toda su vida. Se firmó un contrato, y el edificio estuvo a punto de adjudicarse. Prológica S.A., la compañía que quería comprar Santos Lima por 7,2 millones de euros, pretendía que los inquilinos fueran desalojados. Desde entonces, han transcurrido dos años y el futuro aún se presenta incierto para los vecinos.

De hecho, el barrio de Marvila está sufriendo muchos cambios. Cerca de Santos Lima, se está construyendo una nueva urbanización de lujo. Los inversores esperan que el proyecto de doce edificios, firmado por el famoso arquitecto italiano Renzo Piano, revolucione Lisboa. En sus alrededores se ha abierto una cervecería artesanal y está naciendo el coworking space más grande de Europa. Los constructores inmobiliarios están invirtiendo dinero, y esperan que este área se convierta en una de las de mayor crecimiento de la capital.

Aunque Santos Lima pueda parecer un edificio abandonado, en su interior alberga numerosas historias. Construido en el siglo XIX, fue el hogar de cientos de trabajadores de las fábricas cercanas. Cuando estas comenzaron a cerrar, otras familias se mudaron y se instalaron aquí. «Durante la dictadura de Salazar, el edificio tenía algunos residentes involucrados con el Partido Comunista. Así que por la noche, cuando la PIDE (policía secreta portuguesa) se acercaba a ellos, abríamos las trampillas del segundo piso para que los policías se cayeran», cuenta con tono divertido Eduardo Nicola, uno de los inquilinos.

Hoy en día, solo diecisiete de los cuarenta pequeños apartamentos están habitados, y la mayoría de los vecinos supera los 65 años. Pero si uno se fija, Santos Lima está lejos de ser un lugar abandonado y lo demuestran esos niños camino al colegio por la mañana o esos vecinos colgando la ropa mojada en la ventana. Algunas de estas familias han vivido aquí por generaciones y su historia está relacionada con el edificio. «En este apartamento de un cuarto crié a tres hijos y la vida era buena. Lo último que esperaba era ser tratada así al final de mi existencia», cuenta Emilia Raposo, a sus 92 años.

Afectada de ceguera desde hace una década, ha desarrollado el sentido del tacto. Emilia nació en Santos Lima y ha vivido allí toda su vida. «Si me sacan de mi casa, ¿qué será de mí? Por eso me acuesto en la cama y no puedo dormir por la noche, pensando en estas cosas». Ella, como muchos otros, ha sido acosada en los últimos dos años para que abandone su hogar.

Amenazas y algo más. Manuela Lopes, una inquilina de 75 años de Santos Lima conocida como Nelita, dice que casi tuvo que ser hospitalizada tras una discusión con el representante de los propietarios del edificio. «Estaba amenazando con enviarnos a un asilo y cortar el suministro de energía y de agua. Estaba tan alterada y enojada que me desmayé», recuerda. Nelita recibe una pequeña pensión de menos de 300 euros con la cual paga la renta y cuida de sus dos nietos y de su vecina Emilia, quien necesita ayuda con la comida y los quehaceres de la casa. Las dos mujeres tienen una conexión especial, pues se conocen desde siempre y han visto la transformación del bloque. «Estuve allí cuando ella nació. Aquellos eran los días en los que esto estaba lleno de vida y de niños corriendo. Ahora todo está roto. Es una situación triste», rememora la nonagenaria.

Cuando el edificio cambió de manos, un equipo de la construcción trabajó allí durante muchas semanas seguidas. Como el ruido y el polvo aumentaron, los inquilinos se preocuparon. Pronto, descubrieron que no estaban arreglando el edificio, sino empeorándolo. «Si el Santos Lima no está en buenas condiciones para ser habitado, el Ayuntamiento podría obligarnos a irnos. Es por eso que los propietarios destrozaron los apartamentos desocupados», dice Eduardo Nicola. Ese parecía ser el plan, sin embargo no funcionó como se esperaba. El Ayuntamiento ha obligado a las compañías a reparar los daños sin desalojar a los inquilinos, aunque eso aún no ha sucedido.

El pasado febrero el Parlamento aprobó una nueva ley para combatir el hostigamiento inmobiliario. La medida no ha tenido demasiado éxito, ya que en la mayoría de los casos puede ser difícil de demostrar y las multas, que van de 20 a 30 euros, no son suficientes para disuadir a algunos propietarios. En muchos edificios con residentes mayores, los dueños y los inversores retiran las luces y los pasamanos de la escalera, lo que hace que el día a día sea extremadamente peligroso para los afectados. En toda la ciudad, los inquilinos son acosados y desalojados, a menudo sin supervisión oficial.

Tal es el caso de Alzira Paixão, de 74 años, una de los últimas inquilinas de la emblemática Rua Augusta, justo en el corazón del centro lisboeta. En el tercer piso, desde su sala de estar, tiene una vista de las calles concurridas donde se pueden ver a los turistas tomando café y probando los tradicionales pasteles de nata, a artistas callejeros y a tuk-tuks circulando a toda velocidad. Aunque Paixão está protegida por ley contra el desalojo, también ha sido intimidada para que abandone su morada. Durante varios meses no ha tenido luz en la escalera del edificio y usa una pequeña linterna para subir y bajar por ella. «Esta incertidumbre tiene un gran efecto sobre nosotros. Conozco a varios hombres y mujeres mayores que han muerto después de ser obligados a abandonar sus hogares. El edificio donde vivo ya se ha comprado y vendido cuatro veces en los últimos dos años», asegura Paixão.

Efecto dominó. A medida que la demanda y los precios de los alquileres han aumentado –solo en el último año, el precio medio de la vivienda ha subido un 80%– miles de familias han sido desalojadas de sus hogares. Desde que Airbnb comenzó a apuntalarse en el una vez olvidado centro de Lisboa, el flujo de habitantes sigue creciendo. Desde 2014, más de 4.000 habitantes de la parroquia de Santa Maria Maior, en el centro de la capital, se han visto obligados a abandonar sus casas. «Con solo 13.000 personas viviendo allí y 250.000 visitantes diarios, esto tiene un impacto terrible en el alma de la ciudad», dice Miguel Coelho, el representante de la parroquia, que ha establecido un sistema de apoyo legal para aquellos que se enfrentan al desalojo o la intimidación.

Recientemente, se ha limitado el número de viviendas de uso turístico en ciertas áreas clave del centro, aunque las organizaciones y grupos de activistas consideran que el daño ya está hecho. Según un análisis reciente de la agencia de puntuación Moody sobre el mercado de vivienda, Lisboa tiene hoy en día más alquileres a corto plazo per cápita que todas las demás ciudades europeas, incluidas Londres y Madrid.

París, la segunda ciudad de la lista, cuenta con 24 Airbnbs por cada 1.000 habitantes, mientras que la capital portuguesa tiene 32. De acuerdo con el mismo informe, Lisboa es también la capital europea que ha perdido el mayor porcentaje de población, con un 7% de personas obligadas a mudarse a áreas suburbanas debido al aumento de los precios de alquiler. A medida que los habitantes se alejan del centro, se crea un efecto dominó y las tarifas en áreas que solían ser menos populares siguen aumentando. Se estima que entre 2013 y 2018 los precios de la vivienda en Portugal han subido al doble de la tasa de la Union Europea.

Paulo Saraiva y su familia siempre han vivido en Mouraria, un antiguo y céntrico barrio. Él y su esposa trabajan en un hotel, a solo cinco minutos a pie de su casa en la Calçada de Santo André. «Mis hijos van a la escuela aquí, mi trabajo está aquí, por eso fue tan difícil recibir la notificación de desalojo», dice Paulo. El propietario del inmueble quiere convertirlo en un hostal y ha acordado darle a la familia una pequeña cantidad de dinero, suficiente para el pago inicial de una casa en Cacém, un suburbio situado a una hora de Mouraria en transporte público.

La creciente popularidad de Lisboa entre los turistas ha traído consigo un aumento de la inversión extranjera y, por ende, un aumento de los precios de la vivienda. El programa Golden Visa –creado en 2012 por el Gobierno de derecha de Passos Coelho después de la crisis del 2008 y el préstamo masivo del FMI– estaba tratando de atraer inversores para impulsar la economía lusa. Este programa declaró que cualquier extranjero que estuviera dispuesto a invertir 500.000 euros recibiría una visa para cinco años y un impuesto del 20% sobre sus ingresos. Esto atrajo a una avalancha de inversionistas, principalmente del Estado francés, Brasil, Gran Bretaña y China, creando una burbuja especulativa. Ricardo Bellino, un multimillonario brasileño que vive en Lisboa, aseguró en una entrevista reciente a “Bloomberg”: «Es como vivir en un paraíso fiscal que no es una isla en el Caribe».

Organizaciones de activistas como Habita y Stop Desahucios han denunciando estas prácticas recalcando que hay muchas casas que los inversores compran y venden varias veces, sin que nadie tenga que vivir allí. Rita Silva, la presidenta de Habita, insiste en que se debe «poner fin de inmediato a los desalojos y encontrar una manera de garantizar una vivienda adecuada para todos». También argumenta que la vivienda, al igual que la salud, es un derecho básico reconocido en la Constitución portuguesa, pero que no está protegido. «Si vamos a un hospital y se nos niega la atención, eso tiene consecuencias. Pero si se nos niega un lugar digno para vivir, no pasa nada. Esto no puede ser», denuncia Silva. Habita ha estado tratando de impulsar un proyecto de ley que, como sucede en el Estado francés, permitiría a las familias demandar al Estado si se quedaran sin un hogar adecuado.

La sensación de que algo debe cambiar la comparten muchos de los habitantes de la capital portuguesa. Sin embargo, el cambio se produce a un ritmo más lento de lo que podría esperarse y cuando la ley cambia, en la mayoría de la ocasiones no lleva consigo los efectos previstos. El Parlamento portugués está en estos momentos debatiendo la Ley de Bases para la Vivienda, que brindará mayor protección a los inquilinos. Sin embargo, los críticos aseguran que la crisis en Lisboa es de naturaleza económica y solo cambiará cuando se tomen medidas económicas. Mientras tanto, muchos siguen sin poder pagar el alquiler, y las familias continuan siendo desalojadas de sus hogares.