IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Miedo al miedo

Si uno piensa en los documentales de animales en la sabana es fácil recordar escenas variopintas de cazadores y presas. De hecho, parece que si no hemos visto a una leona cazando una gacela no hemos visto nunca uno de ellos. En escenas como estas, la presa actúa con miedo cuando ve a su depredador; es precisamente el miedo el que hace que salga corriendo, salte como nunca antes o, si tiene volumen y fuerza suficientes, se enfrente con las armas que tenga. A veces, incluso algunos de los que no tienen capacidad de ataque contra sus depredadores, lo intentan en un giro desesperado, cuando la huida ya no es posible, o cuando está en peligro su descendencia. No suele funcionar.

También es el miedo el que hace que los ratones se queden inmóviles al ver la sombra de una rapaz, esquivando ser detectados por la mirada aguzada a tal efecto. Nosotros no corremos por la sabana o nos escondemos entre la hierba alta, no lo necesitamos, pero sí sentimos miedo. Y a pesar de que la amenaza física no suele formar parte de la realidad de la mayoría de las personas en este lado del mundo, las reacciones o intenciones de los otros nos hacen sentir, de vez en cuando, a su merced. También sentimos miedo ante nuestras propias fantasías, llegando a ser imbuidos de tal manera por ellas que hasta nuestro cuerpo se prepara para reaccionar, aumentando la presión sanguínea, la frecuencia respiratoria... Aunque delante solo tengamos un fantasma.

Como hemos dicho otras veces en este espacio, quizá por eso el miedo nos sirve: porque nos anticipamos. Sin embargo, cuando esa anticipación está alejada de la acción, a veces parece que olvidamos nuestros recursos, y me explico: a pesar de no estar en su experiencia, podemos suponer que la gacela, el ratón o el humano que tiene que salir corriendo, o luchar, en ese preciso instante está entregado al cien por cien a su acción, a la acción de salvarse. En ese instante, la atención se estrecha, no hay tiempo para dudas, incertidumbres, o siquiera planes elaborados, sino que nos convertimos por un momento en una máquina de sobrevivir, con algunos comportamientos accionados automáticamente para ello.

Sin embargo, cuando estamos alejados de una situación así pero la imaginamos, nuestra mente no está en modo “defensa” sino en modo “fabulación”. En este segundo modo, la atención se amplía y se empiezan a barajar todo tipo de alternativas, muchas de ellas amenazantes de más (porque tratamos de prepararnos, lógicamente), nuestro cuerpo está supeditado a esos estímulos internos, más que reaccionar a los hechos de la realidad del momento. Esa fabulación, por ejemplo de una futura conversación amenazante, no suele ser particularmente activa, sino que más bien tendemos a quedarnos detenidos cuando la imaginamos, bien sentados en la oficina, bien paseando o en la cama sin poder dormir, pero el cuerpo no suele estar en modo “defensa”, al hacerlo. Desde este lugar de la fabulación a veces nos imaginamos teniendo miedo en esa situación, pero el miedo que imaginamos es el del ratón, detenido, indefenso, oculto, “rogando” no ser vistos, pero no solemos imaginar el de la gacela o el de la propia leona –que también tienen miedo–-, poniendo toda su potencia muscular, sus reflejos, sus capacidades innatas, constitutivas al fin y al cabo, al servicio de la supervivencia.

Es decir, olvidamos que nuestra naturaleza incluye recursos para afrontar multitud de situaciones, y sí, sobrevivir a la mayoría de ellas; que podemos recurrir a otras facetas de nosotros además de ocultarnos, que hemos desarrollado en otros momentos de la vida para afrontar y defendernos, incluso que podemos recurrir a nuestra manada, a nuestro grupo si fuera necesario, ese también es nuestro músculo. Llegado el momento, si recordamos a la leona, si le damos paso por dentro, las amenazas son oportunidades de sobrevivir, no certezas de perecer.