Ruben Pascual
Javier Sicilia

«Han pasado más de tres años escondiendo los cadáveres debajo de la alfombra, hasta que ha llegado esta nueva masacre»

El mundo ya no es digno de la palabra/ Nos la ahogaron adentro/ Como te (asfixiaron),/ Como te/ desgarraron a ti los pulmones/ Y el dolor no se me aparta/ solo queda un mundo/ Por el silencio de los justos/ Solo por tu silencio y por mi silencio, Juanelo. (Javier Sicilia)

El verso que precede a estas líneas es el último poema que salió de la pluma del poeta, ensayista y periodista mexicano Javier Sicilia Zardain (Ciudad de México, 1956). «El mundo ya no es digno de la palabra, es mi último poema, no puedo escribir más poesía… La poesía ya no existe en mí». Unas líneas que nunca hubiera querido escribir. Pocos días antes, el 28 de marzo de 2011, su vida cambió para siempre cuando el crimen organizado se llevó por delante a siete muchachos, entre ellos su hijo Juan Francisco, o Juanelo, como le recuerda cariñosamente.

Convertido sin quererlo en un símbolo, y sacando fuerzas de lo más profundo, Sicilia dio un paso al frente y fue el rostro más visible del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, que trató de poner voz a las miles de víctimas de la barbarie cotidiana que había traído consigo la guerra contra las drogas del entonces presidente de México, Felipe Calderón.

Durante dos años, encabezó caravanas contra la violencia y no le tembló la voz a la hora de señalar a los responsables que habían sumido a su país en un abismo. Hoy, retirado del foco mediático, escribe ensayos, colabora con diversos medios y trabaja en una novela autobiográfica. No está en la primera línea, pero sus convicciones se mantienen intactas, firmes.

México sigue desangrándose y casos como el ataque de policías vinculados al narcotráfico contra estudiantes de la escuela de Magisterio de Ayotzinapa, en la ciudad de Iguala (Estado de Guerrero), y la posterior desaparición de 43 de ellos, vuelven a avivar el horror en la retina de Sicilia.

Tal vez por eso, lo pausado de su voz no resta un ápice de fuerza a las palabras con que responde a las preguntas que le formulamos. He aquí nuestra conversación.

¿Cómo entender lo que ocurre en México?

México tiene un grado de violencia brutal, fruto de una exacerbación del crimen organizado que nace de la guerra contra las drogas encabezada desde 2006 por el anterior presidente, Felipe Calderón, presionado por Estados Unidos; y de la inmensa corrupción y penetración del crimen organizado en las estructuras de los partidos y del Estado.

La violencia ha llevado a un grado de ingobernabilidad. Un Estado tan penetrado que se convierte en un Estado criminal y no puede dar garantía de seguridad a su población. La prueba es que, aunque el Gobierno es incapaz de darnos una cifra exacta, estamos hablando de 160.000 muertos, 23.000-24.000 desaparecidos, que todavía no sabemos dónde están –quizás estén en fosas comunes, en las redes de trata, en crematorios o vaya usted a saber–, 500.000 desplazados… Cifras que, además, aumentan día a día.

Solo en estos dos primeros años del sexenio de Enrique Peña Nieto estamos hablando de 14 desapariciones diarias.

Es una situación de guerra, pero de una guerra que no tiene ninguna significación más que los intereses económicos del crimen organizado y de las grandes empresas que lo retroalimentan, porque destruye muchísimo tejido social.

Quien mata, secuestra o hace desaparecer a gente en México sabe que, seguramente, nada le pasará. ¿Es ese el principal problema?

En México, la impunidad del crimen está entre el 95 y el 98%. Es decir, de cien posibilidades tienen cinco o tres de que los agarren y, si los llegan a agarrar, los procesos judiciales están tan mal armados que terminan soltándolos y vuelven a delinquir.

El Estado está tremendamente penetrado por el crimen organizado y muchos de los partidos están vinculados a esas redes. Por eso la impunidad.

En el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, ¿considera que el Estado pretende que el tiempo pase con el objetivo que las aguas vuelvan por sí solas a su cauce?

Por desgracia, es una de las estrategias: decir que Ayotzinapa es un caso aislado y, con la «verdad histórica» que defiende la Procuraduría General de la República [PGR, Fiscalía Federal], cerrar el caso y en paz. Esa es la lógica del Gobierno.

Pero Ayotzinapa y los 43 muchachos no son más que el rostro de una punta de iceberg. Debajo hay un bloque de hielo lleno de horror, de muerte, de desapariciones. En ese sentido, el Gobierno no está entendiendo la dimensión de la tragedia humanitaria que tiene la nación, la emergencia nacional que necesita correctivos profundos a nivel del Estado para llegar a la justicia. Ahí hay un engaño terrible.

Relacionado con el caso de Ayotzinapa, aquí en Cuernavaca (Estado de Morelos), que está pegado a Guerrero, hace poco tuvimos la desaparición de un activista, Gustavo Salgado, al que al día siguiente encontramos decapitado y con las manos también seccionadas. El Gobierno dice también que es un caso aislado, de pleitos personales… ¡Hágame usted el favor!

Por parte de los gobiernos, hay una dimensión atroz de corrupción y de colusión por omisión en complicidad con el crimen organizado.

En este ámbito, ¿qué le parece el papel que ha jugado el fiscal federal, Jesús Murillo Karam, hoy apartado de su cargo?

Fatal. Conozco personalmente a Murillo Karam, es un hombre inteligente, brillante, de corazón. Pero, por desgracia, ha decidido jugar el papel de malvado.

Ese hombre está doblegado por el sistema y, por desgracia, está siendo la voz, no de Murillo Karam y de una buena Procuraduría, sino de un sistema podrido y corruptivo.

Lamento muchísimo que haya hecho ese papel tan siniestro y tan ajeno a su persona.

Hace poco leí un poema que dice: «Mientras buscábamos a 43, encontramos a decenas, cientos o quizás miles». El caso de Iguala ha dejado al descubierto un México plagado de fosas comunes, el horror cotidiano del país…

Es algo más terrible: lo que nos dijeron Murillo Karam, el secretario de Gobernación [de Interior, Miguel Ángel] Osorio Chong, lo que dijo el presidente del Gobierno de que estaban buscando a los desaparecidos era mentira y sigue siéndolo. Buscando a los muchachos encontraron un montón de fosas… No están realmente buscando. Y eso, solo en Guerrero.

Si empezaran a escarbar en todo el país, la dimensión del horror sería inmensa.

Cuando verdaderamente asumamos la responsabilidad y el horror de este país, nos vamos a enfrentar a que se parece mucho a las ejecuciones y a las desapariciones de todos los Estados militares durante la guerra sucia.

La propia dimensión de la tragedia parece haber sido la gota que ha colmado el vaso de la paciencia de la sociedad mexicana. ¿Cómo valora esa respuesta?

Si usted recuerda, en 2011 se hizo el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad tras la masacre de siete muchachos, entre los que estaba mi hijo Juan Francisco. Visibilizamos el horror, recorrimos la República mexicana, recorrimos los Estados Unidos dándoles voz a las víctimas, y no solo eso. También nos reunimos con el Estado, incluso con Enrique Peña Nieto, que entonces era candidato.

Les planteamos la situación, les planteamos rutas de salida, les planteamos que adentro estaban los criminales y no hicieron nada. La política fue negar. Han hecho una Ley de Víctimas que ha sido un elefante blanco porque no ha atendido a las víctimas.

Han pasado más de tres años borrando de los medios la realidad, escondiendo los cadáveres debajo de las alfombras, hasta que ha llegado esta nueva masacre. No estamos hablando de 43, porque también hay que contar a los otros seis [que murieron en el ataque de Iguala]. Casi 50 masacrados y el Gobierno de México quiere dar un carpetazo al asunto para volver otra vez a negar la realidad, a coludirse con el crimen.

Si ahorita no conseguimos que esto sea un punto de inflexión, y no simplemente un momento luminoso dentro de la oscuridad como lo fue en su día el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, tendremos que estar esperando a la próxima masacre, porque esto no va a ser posible corregirlo.

Nosotros estamos llamando a un boicot electoral, a dar la espalda a las elecciones y a señalarlos para decirles que no vamos a votar más por ellos mientras no corrijan esto y no devuelvan al Estado su papel fundamental.

¿Sitúa en este contexto la primera constituyente ciudadana que han presentado recientemente?

Eso es, son partes de una misma lucha de resistencia: dar la espalda a las urnas y quedarnos en una constituyente. Junto a eso, si es posible, crear un comité de salvación nacional que pueda refundar el Estado y la nación frente a la inoperancia de la partidocracia.

¿Se trata, por tanto, de canalizar políticamente el descontento social?

Sí, porque la realidad social no es más que el producto de una política corruptiva. Entonces, si no hay transformaciones profundas, no va a haber paz ni justicia. Vamos a seguir en un estado de guerra y de indefensión ciudadana.

¿A quién ve en ese comité?

Yo veo a mucha gente. Debe ser un comité muy plural y representativo de los diferentes sectores de la sociedad: los pueblos indígenas, figuras morales muy importantes como el padre [Alejandro] Solalinde o el obispo Raúl Vera. A nivel del periodismo, personas como Carmen Aristegui u otros grandes periodistas… Pienso en Juan Ramón de la Fuente, que fue rector de la Universidad Nacional Autónoma de México… Es decir, actores del mundo intelectual. Ya no se trata de izquierda o de derecha, sino de dignidades morales. Ojalá pudiéramos reunir esos liderazgos y empujar a procesos mucho más democráticos y refundar la nación desde otra perspectiva y construir un pacto social diferente.

¿En qué medida puede contribuir el mundo de la cultura, del que usted proviene, a la refundación del Estado?

Los dos grandes movimientos que ha tenido México en los últimos 20 años, el zapatismo y el Movimiento por la Paz, han nacido de la cultura y sobre ella se han articulado: Marcos tiene una capacidad poética muy importante, que ha permitido poner de relieve la reivindicación de los pueblos indios, y la capacidad poética del movimiento por la paz ha permitido poner en el centro de la demanda a las víctimas de la violencia del Estado y del crimen organizado. Los del movimiento estudiantil «Yo Soy 132» son hijos de la cultura y también los padres de Ayotzinapa provienen de la cultura campesina que ha guardado identidades morales y de lucha muy importantes.

Entonces, los grandes movimientos de los últimos 20 años están basados en la desgracia, pero sostenidos en su dignidad por la cultura. Ahí se ve el papel que la cultura puede tener en la refundación del Estado.

El 28 de marzo se cumplen cuatro años de la muerte de su hijo. ¿Cómo recuerda aquel momento?

Con un horror y un enojo inmensos. Para mí fue la prueba de la inoperancia del Estado, de su colusión con el crimen organizado y de las dimensiones de la barbarie.

Esos muchachos eran sanos, acababan de terminar sus carreras, estaban empezando a trabajar, todos eran deportistas. No tenían nada que ver con la droga, eran muy sanos.

Las autoridades sabían que, como casi la mayor parte de los bares de Morelos, el establecimiento donde sucedieron los hechos estaba regentado por el crimen organizado y no habían hecho nada. Y allí estaba la masacre, esperándolos.

Lo recuerdo como un horror que se vuelve a reeditar ahora con la masacre de Ayotzinapa. Creo que no nos podemos permitir más esto. También la comunidad internacional debe hacer suyo el asunto, porque si nos dejan solos el Gobierno nos va a destruir, va a seguir matando gente. Hay que presionarlos para que haya un cambio de política y de vida del mismo Estado.

¿Imaginó que alguna vez acabaría encabezando un movimiento por la paz?

Jamás. Yo soy un poeta, un hombre dedicado a las letras. He hecho activismo, pero no era mi función principal.

Creo que un escritor o un poeta ha de estar comprometido con la vida social, civil y política de su pueblo, pero nunca me imaginé esto. Nadie quiere salir a pelear por los derechos humanos y por la dignidad de un pueblo cuando ya está haciendo su trabajo, su vocación. En mi caso, la literatura, la poesía y la formación de muchachos en ese ámbito. Nunca me imaginé esto y ha sido terrible.

¿Qué recuerda de aquellas caravanas por la paz y de aquel movimiento que surgió de manera casi espontánea?

Fue una respuesta espontánea, con mucha creatividad política y social, con gran capacidad de inventiva para enfrentar el horror.

Lo recuerdo con mucho dolor porque visibilizamos un México devastado, de víctimas destruidas no solo por el crimen, sino también por las procuradurías que las revictimizaban y criminalizaban.

Debíamos voz a esas víctimas y, dentro del horror, eso fue lo mejor.

Creo que la respuesta de los padres de Ayotzinapa, la respuesta que están teniendo las víctimas y la sociedad tuvo un momento importante de construcción y de pedagogía con el Movimiento por la Paz. Eso es lo que puedo recordar: el horror y la dignificación de gente destruida y despedazada.

¿Cómo se lleva la sobreexposición mediática en unos momentos tan complicados? ¿Fue algo consciente o actuó por una especie de inercia?

Fue una reacción nacida de lo más profundo de las entrañas del amor que le tengo a mi hijo y a mi país.

En mi vida espiritual, soy un gran lector del Evangelio, de los grandes autores de la tradición cristiana, de la poesía… Eso me ha formado y me permitió reaccionar como uno debe hacerlo ante estas situaciones, con mucha dignidad, mucha indignación y mucha creatividad.

¿Cómo se asumen las críticas que, casi de manera inevitable, trae consigo la sobreexposición?

Tratando de mantenerse fiel a uno mismo. Yo no dejaba de intentar escuchar a mi corazón y a mi conciencia. Cuando uno está bien plantado en sus propias convicciones, las críticas, que fueron muy duras, no hacen mella.

¿Tuvo miedo de las consecuencias que podría traerle ponerse al frente de un movimiento de ese tipo?

Cuando a uno le asesinan a un hijo, ya se arregló con lo peor. Siempre que me hacían una pregunta así recordaba un poema del español Miguel Hernández que se ha musicalizado en uno de los discos de Serrat. Esos versos dicen: «Si me matan, bueno; si vivo, mejor».

Había una fidelidad al amor y eso hacía que el miedo no existiera.

Fue a su hijo, precisamente, a quien dedicó su último poema. ¿Ha vuelto a escribir poesía?

No, ya no. Mi renuncia es definitiva. Un pueblo que ha degradado la lengua al grado que permite un discurso político que puede albergar lo peor y puede generar criminales que decapitan y matan no se merece la palabra sagrada de la poesía.

La dignidad de la lengua que ellos han degradado no alcanza para decir lo indecible. Hay que preservarlo en el silencio.

Entiendo que, entonces, tampoco tiene intención de volver a hacerlo.

No. Sigo escribiendo periodismo, ensayo y una novela que espero terminar pronto. Es una novela autobiográfica sobre la realidad que tuve que vivir.

Es un testimonio de lo que fue mi vida en esos momentos y un diagnóstico profundo de la realidad política y espiritual de este país.

El propio proceso de escritura de esa novela le habrá dado la oportunidad de reflexionar mucho. ¿Qué pautas ha sacado de cara al futuro?

Si las partes sanas de la ciudadanía no hacen un vuelco en las líneas de la resistencia civil y la lucha no violenta para refundar el país, como el boicot electoral, la constituyente ciudadana o la construcción de un comité de salvación nacional, lo que nos aguarda va a ser un infierno mucho más grande y más terrible.