Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

El valor de la pobreza

Paul Krugman se ha vuelto teresiano –«hasta en los pucheros anda el Señor»– y ha olvidado que es un Premio Nobel cargado de rígidas y presuntuosas ecuaciones sobre los «mercados» financieros para volcarse ahora en una sencilla y correcta lección de distinta política económica; una política orientada por valores de calidad familiar y proyección democrática. Porque la economía es simplemente una forma política cambiante en cuanto propone un determinado modelo social de existencia. Ahora «toca» pucheros. Las matemáticas, como decía el general De Gaulle de la intendencia militar, han de seguir y servir al distinto modelo social que se pretenda. Las matemáticas no crean vida; explican su administración. Por tanto, si hay que cambiar esas matemáticas, pues se cambian. La verdadera ingeniería es la moral.

Paul Krugman –que es uno de esos economistas que suelen decir «dende que la vide dije que era hembra»– ha hecho pública su creencia de que si Grecia sale del euro y recrea un dracma muy devaluado las costas griegas volverán a poblarse de bebedores de cerveza ingleses y la tierra que alumbró el pensamiento recuperará una vida vivible al margen de los inversores corsarios de Wall Street y demás agentes del mal. En el dracma que renazca deberá inscribirse una leyenda poco dantesca de que se puede regresar a la sólida y humana aldea tras haber pasado por el infierno guardado por perros tricéfalos. La mitad larga de los dirigentes populistas de Syriza –sí, populistas ¿o es malo eso?– opinan que la «deuda» no puede asesinar a más griegos, que hay que nacionalizar la banca y que se debe imponer una tasa a la riqueza. Quizá eso sea populismo y pretensión antisistema, pero Bruselas no puede eliminar el puchero y su matemática –mejor sería denominarla aritmética– si aspira a retroalimentar la democracia.

Desde los pasados años ochenta algunos espectadores de la sociedad y de la economía postburguesas –surgidas del huevo fascista de la última gran guerra– y opuestos radicalmente a ellas nos atrevimos a pronosticar que la gran burbuja de la economía financiera y la conversión de la moneda en una delirante y casi única mercancía apreciable acabarían por conducirnos a un glaciar solamente admirable por su altura. Algo gélido, repleto de ventiscas y huesos de sherpas. Entre esos modestos aspirantes a nigromantes de barriada me atreví a hablar de un futuro que debería denominarse algo así como política y economía de proximidad, con moneda propia y producciones genuinas en un marco de competencia debidamente protegido para sostener un comercio equilibrado y realmente recíproco. Estas estructuras debían asentarse sobre bases muy populares y, por ello, dentro de fronteras reducidas a fin de que la calle estuviera presente eficazmente en el quehacer colectivo cotidiano. Ni el Estado moderno ni el último intento globalizador sirven para nada si sólo operan para laminar la discreta confortabilidad a que aspiran las naciones. Progresar es hacer alma. Y el alma pierde vigor en los grandes espacios. Hoy, mirando a Grecia, al maltratado nacionalismo popular de Centro y Sudamérica y a la esquilmación de África y pueblos surorientales, me reafirmo en esa filosofía política, económica y espiritual de la proximidad que poderosas figuras como Krugman empiezan a colocar como ideas de posible uso urgente en las estanterías de sus bibliotecas. Lo que hace falta es que una masa crítica de ciudadanos deje de contemplar con deslumbramiento el barroco barato de los templos de la ciencia y la técnica bendecidos por el Sistema y nos den un turno a los «idiotas», que en latín significa hombre privado o no adscrito a una profesión.

Este papel de barriada lo he titulado “El valor de la pobreza” porque decidí enfrentarme también a quienes desde el sotabanco de los poderosos gritan que es necesario rescatar a los pobres de la pobreza para que sea aceptable el capitalismo, que llegan a adjetivar, de darse esa apertura de la bolsa, como capitalismo social. Este capitalismo me recuerda al circo de los gallegos Hermanos Blanco, en una de cuyas pistas chicas se veía como se movía una graciosa carroza hecha con papel de fumar de la que, según el presentador, tiraban unas pulgas amaestradas. Nadie desde sus asientos vio nunca a las pulgas, por lo que el número, inventado por un hombre inteligente, acabó tenido por estafa. Sin embargo yo siempre creí que esas pulgas tiraban del vehículo. Tanto es así que traté de comprar uno de esos insectos para proceder a su doma, pero mi abuela, la cántabra, me dijo muy enérgicamente que la única pulga que entraría en su magnífica casa era Mataera, el jardinero que tiraba de todo bajo la paciente parra que adormecía al verano. Fue entonces cuando empecé a hacerme de izquierdas, ayudado por los debates con el arcipreste de mi pueblo, que sostenía que sus misas eran más sociales que las de los Pasionistas del convento porque las decía por un real menos que los conventuales.

Pues bien, he llegado a la conclusión de que la pobreza crea hoy la última riqueza de los poderosos. Estamos en una época en que Krugman podría comprobar eso a poco que metiera el diente en el asunto. Un rico no se hace más rico que otro, en la hora actual, si no exprime mejor a los pobres, tanto para producir con un alto valor marginal como para consumir los desechos. Un rico no estruja a otro porque sabe que esa competencia la saldarían en cero. Son las pulgas las que mueven la carroza sin más derecho que el de estar en el circo. Esta realidad es la que me encara con más disgusto a las encíclicas sociales de la Iglesia propia, difícilmente propia, y me hace creer que un cristianismo sin comunismo es casi, o sin casi, un imposible metafísico y, desde luego, lógico. Pensar en una dimensión social del capitalismo es hacer pompas de jabón. Hay que hacer un frente rotundo a ese juego retórico. Y para ello debemos abastecer ese frente con posturas y frases inductoras de un cambio radical como la de Proudhom: «La propiedad es el robo» o con frases como la de Tomás Moro, que hoy resucita un cristianismo de vanguardia: «El sólo y único camino hacia el bienestar público está en declarar la comunidad de bienes». Ambas frases tienen un alto valor simbólico y de convocatoria para colocar sobre un pedestal el trabajo de las masas, que crea el justo modelo de vida. No se trata de que la propiedad sea un robo penalmente hablando, aunque sí en infinidad de casos, sino de la forma en que se produce y sostiene esa propiedad, sobre todo la gran propiedad. La propiedad ha de ser la forma individual de protagonizar equitativamente lo colectivo, de poseer e impulsar con responsabilidad lo que apareció como común y que esencialmente sigue siéndolo la comunidad de bienes de que habla Tomás Moro. De enriquecer aquello que, fruto del trabajo, es socialmente lo que crece con el esfuerzo común –¿con qué otro esfuerzo puede darse el honrado crecimiento?– y con la pretensión de acrecentar lo que, demos las vueltas que demos a la cuestión, tiene un origen y un destino comunitarios.

Pues quedamos en que la propiedad especulativa es el robo. Un robo cínico que se vale en estos momentos de algo tan repugnante como que la minoría que ya lo tiene todo se apropie de los llamados «recortes» sociales y salariales. Grecia se ha levantado contra eso, o muchos pueblos americanos, africanos u orientales, pero el desconcierto producido ha sido enfrentado desde la cumbre con la represión, con lo que las minorías poderosas no sólo detraen más dinero de la pobreza sino que se quedan con los mismos pobres como munición asignada a múltiples carnicerías: trabajo sin continuidad, salarios miserables, privatización de asistencias sociales… Todo desecho vale, aunque el «robo» denunciado por Proudhom empieza a mostrar sus últimos límites –escribía Engels que «los árboles no crecen hasta el cielo»–, frente a los cuales valen ya poco para sostenerlos las cínicas peticiones de ley y orden. Las obligaciones del pobre se constriñen ya a su liberación sea cual sea el camino a seguir. Son los caballeros de la «deuda» quienes lo deben todo y son esos caballeros, por tanto, los que