Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Liberticidios a la francesa

Perdonen la licencia. La Real Academia de la Lengua (española) no acepta como vocablo el título de este artículo. Sí, en cambio, la palabra liberticida: «el que mata o destruye la libertad». Tampoco la francesa, que traslada al adjetivo liberticide, una expresión literaria: «El que destruye la libertad». Los italianos, siempre más pragmáticos, la tienen en su diccionario: «Violaciones, la supresión de toda libertad». No invento algo nuevo, transmito solamente.

Hace unas semanas, nos visitó el francés Laurent Bonelli, profesor de Ciencias Políticas: «Hay que alertar del peligro liberticida de las leyes de excepción». Nada menos que 15 leyes sobre antiterrorismo desde 1986. La crónica «seguritaria» viene de lejos. El liberticidio se sostiene desde la V República, bajo el manto del mantra revolucionario: liberté, égalité, fraternité.

Creo, sin embargo, que el liberticidio francés no es cosa de 2015, ni siquiera de 1986, aunque echar la vista atrás siempre corre el riesgo de perder la perspectiva del presente. Francia tiene un potente aparato perfectamente engrasado, como ya denunció Vincent Nouzielle, destinado a ejecutar por todo el mundo a disidentes, que hace que la realidad sea más real, valga la redundancia, que la ficción.

A comienzos de 2015, Nouzielle escribía unas frases tremendas: «François Hollande tiene en su despacho del Elyseo una lista de personas cuya eliminación ya ha sido aprobada. El presidente aprueba regularmente operaciones en escenarios exteriores, en Malí, en Centroáfrica, en Oriente Medio. No se trata de eso, es otro concepto que sobrepasa la noción tradicional de la guerra».

Tras los ataques salafistas radicales de París, el presidente Hollande ha declarado el estado de excepción para Francia (incluidos sus territorios de ultramar, con el apoyo de 551 diputados frente a siete, hasta febrero de 2016). Se suspende la separación de poderes y la Policía se hace con la gobernanza de la vida cotidiana. Cazeneuve, ministro del Interior, se convierte en el director del Estado.

Los primeros resultados ya nos han llegado: cientos de detenidos en las calles, más de 300 en arresto domiciliario, sin cometer delito alguno, solo por ser «sospechosos». No solo islamistas. Entre ellos también, varias decenas de ecologistas.

Los valores de la democracia francesa que dicen defender Hollande y Cazeneuve siempre han sido pantalla para azucarar una situación de facto en la que el Estado policial ha sido el dominador nato. Ahora, se alzan voces, intelectuales suman su firma a manifiestos contra el Estado policial. Pero el terrorismo del Estado francés, no ha conocido coyunturas.

En octubre de 1961, y por desmentir con una noticia que apuntaba a que los atentados del ISIS en París eran los que más víctimas habían causado desde la Segunda Guerra Mundial, una manifestación que protestaban contra el toque de queda étnico (racista) impuesto únicamente a los magrebíes, fue disuelta a tiros. En París. Lo sucedido fue negado oficialmente por Francia hasta 2012, cuando el presidente francés hizo una declaración pública en nombre de la República reconociendo la «sangrienta represión en el curso de la que fueron muertos...». Fue la represión de Estado más violenta provocada jamás contra una manifestación en Europa. Hubo 11.000 detenidos. Jean-Luc Einaudi en La Bataille de París, identifican a 140 muertos (entre ellos 66 desaparecidos) y la Enciclopedia Larousse señala que, según las fuentes, la Policía de París pudo matar a 285 personas. Los responsables de la matanza, represión y ocultamiento fueron Maurice Papon, prefecto, Michel Debré, Primer Ministro, Roger Frey, ministro del Interior y el presidente de la República, el general Charles De Gaulle. Papon fue condenado en 1998 a diez años de cárcel, pero no por la matanza de París, sino por colaboracionista con los nazis durante la Segunda Guerra mundial.

Las «operaciones quirúrgicas» aplicadas ahora por Hollande, la «razón de Estado» a la que se refería Charles Pasqua, aquel ministro de infausto recuerdo, se han repetido con una cadencia rotunda y han sido avaladas por los últimos presidentes, desde Mitterrand a Chirac, desde Sarkozy a Hollande. Los cuerpos de élite se han tomado la justicia por su mano a lo largo del mundo, como si el estado de excepción fuese consustancial a la naturaleza de la V República.

La memoria se esfuma. En Libia, en Kosovo, en las Comores, en Beirut, en Guyana, en Nueva Zelanda, en Nueva Caledonia, en Congo, en Yibuti... Francia no ha entrado en guerra el 14 de noviembre pasado como no se cansa de repetir Hollande. Francia lleva en guerra varias décadas. Y no solo con sus intervenciones directas (Libia, Malí, Siria, las más cercanas), sino en esa no declarada, la denunciada por Nouzille, la que avergüenza a la supuesta patria donde surgieron los derechos humanos. Y que, por eso, la esconden bajo la alfombra.

En la cercanía, al margen de esa estrecha colaboración en casos como el BVE, los GAL, las entregas con torturas aseguradas, aún está por reconocerse la muerte de Pierre Goldman, un viejo resistente que fue abatido por un mercenario que lo reivindicó en nombre del «Honor de la Policía». Jean Louis Maione, el mercenario, según reveló el diario “Libération” en 2006, trabajaba para los servicios secretos franceses y su muerte fue encargada por «españoles, ya que Goldman simpatizaba con la causa vasca».

Por eso de que Cataluña está ahora en el punto de mira de servicios secretos y agentes de todo tipo, también «urge» aclarar por El Elíseo a quién fueron a matar aquellos dos agentes de la DGSE (agencia de inteligencia exterior francesa) que fueron detenidos en Manresa y Barcelona por los Mossos d’Esquadra en 2002. Dos agentes que reproducían aquel ataque en Auckland contra un barco de Greenpeace, que informaba y protestaba por las pruebas nucleares francesas en Mururoa y que produjo la muerte del fotógrafo Fernando Pereira.

Detenidos en un control rutinario con fusiles de mira telescópica y nocturna, los dos agentes provocaron un terremoto diplomático en el que París jugó fuerte, continuar con la implicación en la lucha contra ETA a cambio de la libertad de los dos detenidos. Mariano Rajoy, entonces ministro del Interior, y Michèle Alliot-Marie, aquella concejal de Ziburu que terminó siendo ministra de Defensa cuando los hechos, saben mucho de aquello. Como el general Philippe Rondot, el capo de los servicios secretos franceses, que llegó a visitar al juez catalán encargado del caso.

Por supuesto que los dos agentes quedaron en libertad, y Francia siguió persiguiendo a la disidencia vasca. Nunca se ha sabido quién era el objetivo de los dos agentes. De lo poco que se ha filtrado, a través de “Libération” y de “El País”, al parecer el objetivo era un independentista... corso.

Las razones para tanto liberticidio no habrá que buscarlas en las declaraciones oficiales. Francia puede soportar, y de hecho lo hace, asesinos en serie bajo el paraguas de la «lucha contra el terrorismo». Su opinión pública está horrorizada con los atentados del 13 de noviembre. Que serán aireados una y otra vez para justificar sus guerras paralelas y ocultas.

En París fue muerta Dulce September, delegada en Europa del ANC, cuando Francia vendía armas a la Sudáfrica del Apartheid. En París, Sakine Candiz, fundadora del PKK kurdo, junto a dos compañeras, hace ahora dos años, fueron muertas a plena luz del día. Manuel Valls, entonces ministro del Interior, prometió que su Policía aclararía de inmediato el magnicidio. Hasta hoy.

No es, como dicen los medios, una «lucha contra el terrorismo». Se trata de un todo multidisciplinar. El liberticidio francés defiende su estatus político, su posición geoestratégica en el mundo a través de sus aliados, sus intereses económicos, sobre todo. No hay estado de excepción desde hace tres semanas. La excepcionalidad viene desde lejos, muy lejos.