Jaime IGLESIAS
MADRID
Entrevista
LEILA SLIMANI
ESCRITORA, GANADORA DEL PREMIO GONCOURT, 2016

«La función última de la literatura es la de meterse en la piel del otro»

Nacida en Rabat en 1981, vive en París desde los 18 años. Empezó trabajando como periodista en medios como «L’Express» y «Jeune Afrique» hasta que en 2014 publicó su primera novela, «Dans le jardin de l’ogre», sobre la adicción sexual femenina, consiguiendo gran repercusión. Su segunda obra, «Canción dulce», recién publicada en castellano, la hizo acreedora del prestigioso premio Goncourt.

Tomando como base un suceso real, el asesinato de dos niños por parte de la canguro contratada para cuidar de ellos, Leila Slimani, orquesta una narración poderosa y precisa donde el misterio no radica en conocer la identidad del homicida (algo que sabemos desde la primera página), sino en comprender las razones que pueden llevar a alguien aparentemente respetable a ojos de sus semejantes a cometer el más terrible de los crímenes. En este sentido, “Canción dulce” es una novela que bebe de las fuentes de la prosa naturalista en su deseo por explorar el mal como síntoma de la miseria moral que impregna a toda la sociedad.

Su novela es una invitación a ponerse en el lugar del otro, a comprender sus razones aún en la realización de los actos más execrables ¿Le gusta navegar a contracorriente del discurso dominante?

“Canción dulce” concluye con la reconstrucción policial del crimen con el que arranca el relato. En ese capítulo final la inspectora me representa a mí como escritora porque, más allá de coyunturas sociales, creo que todo novelista tiene la obligación de comprender los hechos que narra. Pero esa capacidad para empatizar no debe confundirse con la necesidad de juzgar las acciones de los personajes, eso es algo que no le corresponde al autor hacer. El escritor es el policía pero el tribunal lo conforman los lectores.

Pero desde ciertas tribunas mediáticas se nos quiere hacer creer que comprender una acción equivale a respaldarla.

Sí, incluso después de los atentados de París de 2015, el primer ministro, Manuel Valls, dijo que “comprender es justificar”. No estoy de acuerdo y ese tipo de discursos me sirven, además, para poner en valor la literatura como forma de expresión, pues su función última es la de meterse en la piel del otro, la de intentar comprender incluso a aquellos que son capaces de cometer los actos más abyectos. El mal forma parte de nuestra esencia como individuos y esa idea, que hoy en día nos cuesta tanto asumir, ha inspirado a muchos grandes autores como, por ejemplo, Dostoievski.

Llama la atención su habilidad para construir personajes huyendo de los arquetipos. En ningún momento caracteriza a los protagonistas de «Canción dulce» apelando a su perfil ideológico, racial, religioso o  cultural, sino que deja que sean sus sentimientos y acciones los que les definan.

Sí, yo tiendo siempre a desmontar los clichés, pero pienso que también se trata de algo inherente a la literatura frente a otras formas de expresión como, por ejemplo, el periodismo, donde hay una tendencia a presentar situaciones problemáticas bajo formas simples. A través de mis novelas aspiro a demostrar que las personas son mucho más complejas de lo que nos quieren hacer creer, por eso en “Canción dulce”, Myriam, la burguesa, es de ascendencia árabe y la mujer a la que contrata de niñera es una representante del proletariado blanco. Pero con eso no pretendo hacer una crítica social ni forzar una lectura en clave política, únicamente busco huir de los arquetipos.

Esa crítica al periodismo sorprende viniendo de alguien que, antes de dedicarse a la literatura, tuvo una destacada labor como articulista.

Es que cuando te dedicas al periodismo estás obligada a trabajar en un registro mucho más simple, porque tienes que hacer comprender al gran público asuntos complicados de manera un tanto esquemática. Por eso prefiero escribir novelas que artículos, porque la literatura me da la libertad de aventurarme mucho más lejos, de construir relatos más prolijos. Dicho lo cual, no reniego de mi trabajo en los medios porque, si algo he aprendido trabajando como periodista, es a desarrollar un sentido de la observación que luego me ha sido muy útil para escribir novelas. Yo he sido reportera y cuando trabajas a pie de calle tienes la oportunidad de mirar y de escuchar, de prestar atención al detalle, de comprender que muchas veces resulta más elocuente lo que alguien calla que aquello que cuenta.

 

Tras recibir el premio Goncourt usted dijo que veía en su concesión un carácter simbólico por partida triple al ser joven, mujer y musulmana. ¿En los veinte años que lleva viviendo en el Estado francés se ha sentido víctima de los arquetipos sociales?

No, al contrario. Cuando pronuncié aquellas palabras lo que quise decir, justamente, es que no hay que dejarse encasillar. Efectivamente, soy mujer, soy joven y soy magrebí, pero rechazo de plano que eso me convierta en una víctima, en todo caso ser esas tres cosas me aporta singularidad como autora. A menudo nos vemos atrapados en un cierto discurso victimista y yo creo que lo más inteligente es huir de él. Por otra parte, yo no quiero ser símbolo de nada, no desde un punto de vista político, desde luego. En todo caso me complace que a través de mí se haya querido premiar a los autores de una cierta generación, pues bien es sabido que los escritores menores de 40 años rara vez obtienen este tipo de galardones. También me halaga el hecho de que se esté empezando a reconocer el talento literario de las mujeres.

En su novela, de hecho, reflexiona sobre la condición femenina en la sociedad actual, poniendo el foco en temas como la conciliación o el sentimiento de culpabilidad que arrastran muchas mujeres a la hora de vivir la maternidad. ¿Diría que esto es algo que define a las mujeres de su generación?

Yo creo que esa sensación de estar desbordada ante las exigencias que te plantea tu trabajo y las que te impones tú misma como madre es un fenómeno muy de nuestros días, pero no creo que constituya algo que defina a nuestra generación. Lo que, sin embargo, sí creo que sea propio de nuestra generación es el hecho de vivir esa tensión pensando que hemos logrado la igualdad entre hombres y mujeres, cuando en realidad dista mucho de ser así. De ahí ese sentimiento de culpabilidad ya que, a menudo, sentimos no estar a la altura de lo que se espera de nosotras sin plantearnos que muchas de esas expectativas son infundadas.

¿Diría que cada vez somos más rehenes de las expectativas que generamos en los demás?

Sí, y creo que esa es una de las razones que nos impiden confrontarnos con el otro. Vivimos rodeados de personas que se nos parecen, solo hablamos con gente que piensa como nosotros. Por poner un ejemplo, se ha hecho un estudio en Francia que muestra que los jóvenes, a través de las redes sociales, se relacionan, casi exclusivamente, con personas con las que comparten las mismas ideología, el mismo estilo de vida. Cada vez tenemos más tendencia a aislarnos, a recluirnos en guetos, buscando evitar la violencia que genera la confrontación entre individuos distintos, entre etnias diversas, entre grupos sociales divergentes. A veces creo que mi generación carece de los códigos para comunicarse con el otro, con el que es diferente.

Eso además nos lleva al despiste y a gestionar mal la frustración que nos asalta, por ejemplo, ante unos resultados electorales no previstos entre nuestra comunidad de afines. ¿No le parece?

Exactamente y eso es algo que hemos visto en las últimas elecciones francesas. Nos hemos dado cuenta de que existen dos Francias que viven de espaldas una a la otra, que no se hablan, que apenas se conocen. Una Francia terriblemente conservadora que permanece encerrada sobre sí misma, pensando que la solución a sus problemas está en salirse de la Unión Europea y en no relacionarse con el otro, y otra Francia que, siendo más abierta y más tolerante, sin embargo, repudia a la otra mitad del país, a esa Francia rural con la que no quiere tener nada que ver. Y eso es algo que, por desgracia, me pasa también a mí: me siento mucho más próxima a alguien que viva en Brooklyn o en un barrio bohemio de Madrid que a la mayoría de quienes habitan en la campiña francesa. Es terrible ser prisionero de tus propios prejuicios.

En medio de una ciudadanía que vive, cada vez, más cerrada sobe sí misma, ¿dónde encuentra el escritor a su público?

Paradójicamente, hoy la gente tiene más necesidad de literatura que nunca porque la ficción te permite establecer un diálogo con la realidad que, de otra manera, nos cuesta llevar a cabo. Cuando te confrontas con los hechos directamente, sin filtros, lo normal es que se produzca un debate vehemente, apasionado; sin embargo, la literatura impone un tamiz de atemporalidad que permite una confrontación más sosegada, menos urgente. Y eso es algo que atañe también al escritor. Yo cuando escribo ficción no apelo a mi condición de mujer, ni de árabe, únicamente soy narradora.

 

Con todo, es curioso que tanto «Canción dulce» como «Brújula» de Mathias Enard, las dos últimas ganadoras del Premio Goncourt, sean novelas que profundizan en la necesidad de conocer al otro.

Después de los atetados de París, en Francia comenzó a darse un gran debate sobre cómo la miseria social y la exclusión conforman un caldo de cultivo indiscutible para que emerja la desesperación y sobre cómo la desesperación, inevitablemente, conduce a la violencia. En mi novela, de hecho, son la soledad y la marginación las que conducen a Louis a actuar como actúa.

 

El modo de describir esa miseria moral la aproxima al estándar de representación naturalista de la novela del XIX. ¿Tan poco hemos cambiado desde entonces?

Cambia el decorado, antes había calesas, hoy tenemos coches eléctricos, pero la esencia del ser humano es inmutable: amamos de la misma manera, sufrimos de la misma manera. Es por eso que no me interesaba hacer una novela sobre el aquí y el ahora, sino algo que fuera universal y atemporal.