Iker BIZKARGUENAGA
Bilbo
UN EXPERIMENTO EN TELA DE JUICIO

STANFORD: HITO DE LA SICOLOGÍA MODERNA O UNA FARSA RENTABLE

«La vida es sueño» es una obra de Calderón de la Barca que trata sobre la libertad del ser humano para conducir su propia vida sin dejarse llevar por el destino. Tres siglos después, un experimento quiso probar que nuestra forma de actuar viene determinada por roles y situaciones. Pero aquello también fue teatro, puro teatro.

Era el anochecer del 16 de agosto de 1971 y Douglas Korpi, un joven de 22 años licenciado en Berkeley, fuera de sí y desastrado, se hallaba encerrado en un cuarto oscuro del sótano de la Facultad de Sicología de Stanford. Su cuerpo apenas iba tapado con un delantal blanco que lucía el número 8612. Gritaba, mientras aporreaba la puerta. «¡Por Jesucristo, me estoy quemando por dentro! ¿Es que no lo veis? ¡Quiero salir, no puedo pasar una noche más aquí, no puedo aguantar!». Aquel fue uno de los momentos álgidos de un experimento que casi cinco décadas después sigue generando debate.

Conducta: situación vs personalidad

Toda persona que haya cursado Sicología o que se haya acercado a esa disciplina ha estudiado o ha oído hablar del “Experimento de la cárcel de Stanford”, dirigido en 1971 por Philip Zimbardo, ya que se trata de uno de los trabajos más controvertidos en este campo. Probablemente el más conocido junto al “Experimento de Milgram”, llevado a cabo en 1963 en la Universidad de Yale por Stanley Milgram, colega y amigo de Zimbardo.

El estudio, financiado por la Armada estadounidense, pretendía asentar la teoría de la atribución situacional de la conducta humana frente a la atribución disposicional, o dicho de otro modo, que la conducta del ser humano depende en mayor grado de las situaciones a las que se ve sometido o los roles que se le atribuyen que de su propia personalidad o su carácter individual. Coincidía en su presupuesto con el estudio de Milgram, en el que gente corriente administraba descargas eléctricas –o lo que pensaban que eran descargas eléctricas– a otras personas cumpliendo órdenes, incluso electrocuciones que a sus ojos podrían ser fatales.

El experimento y su puesta en escena son conocidos: una veintena de jóvenes californianos, hombres blancos de clase media, fueron seleccionados para desempeñar dos roles muy diferentes: presos o carceleros. El trabajo, llevado a cabo en Stanford –la cárcel estaba ubicada en un sótano del Departamento de Sicología–, debía constatar la obediencia y la asunción de ciertas actitudes cuando a alguien se le proporciona una ideología legitimadora y apoyo institucional.

Para ello, Zimbardo fijó algunas condiciones con las que esperaba provocar la despersonalización y el gregarismo de los participantes (que cobraban 15 dólares diarios, unos 90 al cambio actual, una buena paga). Los guardias, que recibieron porras y uniformes de inspiración militar, además de gafas oscuras para evitar el contacto visual, trabajarían por turnos y regresarían a sus casas en sus horas libres. Por contra, los prisioneros debían vestir batas de muselina, sin ropa interior, y sandalias incómodas. Se les designaría por números en lugar de por sus nombres, deberían llevar medias de nylon en sus cabezas y una cadena en torno a sus tobillos.

Los guardias fueron instruidos en una reunión previa, donde se les dio barra libre para actuar según consideraran oportuno con la excepción de que no podían infligir daños físicos. A los demás únicamente se les dijo que esperaran a que llegara el momento. Una noche, fueron arrestados en sus casas por policías reales de Palo Alto que colaboraron con el proyecto, sometidos a toda la parafernalia que acompaña a una detención (esposas, toma de huellas, etc.), imputados por robo a mano a armada y encerrados.

A partir de ahí, tocaba ver qué ocurría.

Duró menos de una semana

Y la versión oficial de lo sucedido es que el experimento se descontroló en menos de una semana. Los guardias no tardaron en aplicar un trato sádico y humillante a los presos, muchos de los cuales desarrollaron graves trastornos mentales. La higiene y las mínimas nociones de hospitalidad fueron abandonadas, se obligó a los presos a hacer sus deposiciones en cubos, se les forzó a dormir en el suelo de hormigón, se les exigió ir desnudos y limpiar los retretes con sus manos desnudas. Hubo motines, una huelga de hambre… El experimento no duró ni una semana, fue cancelado a los seis días, ocho antes de lo previsto, después de que una estudiante de posgrado observara in situ los cauces por los que estaba discurriendo.

Apenas dos meses después, el director del estudio expuso sus conclusiones al Comité judicial de los Estados Unidos en calidad de experto para la reforma del sistema de prisiones que se estaba debatiendo en el Congreso. Durante su alocución, Philip Zimbardo sostuvo que los custodios no habían sido aleccionados, sino que habían sido libres de crear «sus propias normas para mantener el orden de la ley y el respeto», apostillando que «una amplia mayoría de los participantes no fueron capaces de diferenciar claramente entre su rol en el experimento y su ser verdadero». «La experiencia del encarcelamiento deshizo, aunque fuera temporalmente, toda una vida de aprendizaje; los valores fueron suspendidos, los autoconceptos fueron desafiados y el lado más feo, básico y patológico de la naturaleza humana emergió a la superficie», concluyó ante los congresistas y repitió después durante años.

Sin embargo, aquel experimento innovador que llegó pronto a las facultades y se ha invocado para “explicar” comportamientos inhumanos como la masacre de My Lai en Vietnam, el genocidio armenio, el Holocausto nazi o las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, ese estudio que ha sido representado en obras de teatro, novelas, películas –como “The Stanford Prison Experiment”, de 2015, ganadora de varios premios, por ejemplo en el prestigioso festival de Sundance– y series de televisión, resultó ser una engañifa.

Hablan los protagonistas

Al poco de conocerse el trabajo salieron a la luz algunas críticas profesionales sobre su fiabilidad. La principal, que su promotor no ejerció de observador neutral, limitándose a analizar el desempeño de las personas seleccionadas, sino que desempeñó un papel activo, como “superintendente” de la prisión ficticia y azuzó algunos comportamientos de sus subordinados. Sobre estos, se dijo que podían haber actuado según se esperaba de ellos, siendo siempre conscientes de que se trataba de un experimento y en un contexto, los años 60-70, en el que se produjeron disturbios carcelarios y se denunciaron bastantes casos de brutalidad policial. Por tanto, alguien seleccionado para participar «en un experimento sicológico sobre la vida en las cárceles» podía tener una idea preconcebida de lo que se buscaba en él, y modeló su actuación en función de esos estereotipos.

Uno de los críticos fue Erich From, uno de los principales renovadores de la teoría y práctica sicoanalítica del siglo XX, que puso en cuestión si se podrían generalizar las conclusiones del estudio con una muestra tan pequeña. También se reprochó que las observaciones fueron muy subjetivas, que las condiciones del experimento eran difícilmente reproducibles, y que se generalizaron las conclusiones cuando, si bien algunos guardias actuaron de forma cruel, otros fueron amables con los prisioneros.

Académicos como Banuzazizi y Movahedi (1975), Carnahan y MacFarland (2007) o McGreal (2013), han expresado en varios informes su desacuerdo con las conclusiones.

En cualquier caso, estos reproches eran de carácter técnico, metodológico. Pero fue al empezar a hablar los protagonistas cuando el castillo comenzó a derrumbarse. Hace año y medio, John Mark, uno de aquellos jóvenes guardias, explicó que todas las polémicas desatadas en la cárcel habían sido promovidas por Zimbardo. «Se esforzaba en crear tensión, con cosas como forzar a los prisioneros a quedarse despiertos toda la noche, se estaba pasando de la raya. A mí no me gustaba molestar constantemente a los presos, ordenarles que recitaran su número de prisionero, confinarlos…». En parecidos términos se han expresado otros guardias; no es que desarrollaran una actitud cruel, es que fueron impelidos a actuar de tal forma.

¿Y qué opina la otra parte, los prisioneros? Pues en este punto regresamos a Korpi, a aquella noche de agosto, a su estado catatónico, al borde del colapso. El pasado 7 de junio, el investigador Ben Blum publicó un reportaje sobre este caso donde descubre que aquella cobaya humana era en verdad un consumado actor. «Cualquier profesional habría sabido que estaba mintiendo», le confesó en la primera entrevista concedida en años. O quizá Korpi, que precisamente hoy es sicólogo forense, tampoco fuera tan excelso: «mi interpretación tampoco es tan buena. Hice un trabajo bastante aceptable, pero aparezco más histérico que sicótico».

En la entrevista dice que aceptó participar en el experimento para preparar sus exámenes de graduación, pero explica que cuando le negaron los libros de estudio decidió que aquello ya no le interesaba y buscó una salida. Primero simuló un intenso dolor de estómago, y como no funcionó, interpretó su ruptura emocional. Lejos de sentirse traumatizado, afirma que disfrutó de su corta estancia. «El primer día fue ameno, la rebelión fue divertida, sabíamos que los guardias no podían hacernos daño, eran unos chavales como nosotros, y que la situación era segura. Era un trabajo», concluye Korpi.

«John wayne», el más cruel de todos

Lo único que perturbó a Korpi y a otros presos, como Richard Yacco y Clay Ramsay, también entrevistados, fue que no pudieron abandonar el experimento cuando quisieron. De hecho, Ramsay emprendió la huelga de hambre en señal de protesta y la representación de Korpi tuvo el mismo objetivo.

En conversación con Zimbardo, este negó tal cosa a Blum, pero al final admitió que era cierto, aunque sostuvo que al iniciar el estudio acordó con los participantes una frase para poder abandonarlo –«dejo el experimento»– y que ninguno de ellos lo expuso así, literalmente. «Dijeron ‘quiero irme’, ‘quiero un doctor’, ‘quiero a mi madre’… pero nadie dijo ‘dejo el experimento’», se excusa. Pero esa frase no consta en la documentación académica relativa a aquel trabajo.

De hecho, su negativa a dejarlos marchar contra su voluntad pudo tener implicaciones penales, y Korpi admite que una de las cosas de las que se arrepiente ahora es de no haber demandado a Zimbardo por aquello.

Blum, asimismo, desmonta la tesis de que los guardias no fueron aleccionados, pues David Jaffe, un universitario que actuó como «alcaide», fijó las normas que debían aplicarse en base a un estudio realizado por él mismo anteriormente, y Carlo Prescott, exprisionero en el penal de San Quintín que ejerció de asistente, confirmó que les orientaron para actuar como lo hicieron.

Blum también ha hablado con Dave Eshelman, el guardia más conocido, a quien apodaban John Wayne por su acento sureño y su crueldad. Y Eshelman, que estudió interpretación, admite que tanto su acento como su sadismo fueron tan falsos como la crisis de Korpi: «me lo tomé como un ejercicio práctico, pensaba que estaba haciendo lo que los investigadores esperaban de mí y que lo hacía mejor que ningún otro gracias a mi caracterización de guardia implacable».

Y sí, lo hizo muy bien. Tanto que su actuación, como la de Korpi, sirvió para construir una ficción que ha durado décadas. Como la del propio Zimbardo, alabado como académico –en 2001 fue elegido presidente de la Asociación Americana de Sicología– y encumbrado como estrella, cuando aquel verano de 1971 probablemente sólo mostró gran maestría como escenógrafo y tramoyista.

un primo ladrón, un héroe familiar y una investigación cada vez más inquietante

El acercamiento de Ben Blum, doctor en Informática por la Universidad de Berkeley e investigador en la Fundación Nacional de Ciencia, a la obra de Philip Zimbardo no ha sido casual, sino consecuencia de un drama familiar con final feliz gracias, precisamente, al trabajo desarrollado por el sicólogo.

Ben Blum es primo de Alex Blum, quien en 2006, con apenas 19 años de edad y siendo miembro del cuerpo de Rangers del Ejército de Estados Unidos, cometió junto a un oficial superior y otros tres individuos un robo a mano armada en la sucursal del Bank of America de Tacoma. Para ello utilizaron pistolas y rifles automáticos AK-47.

Blum fue detenido tres días después en su domicilio de Denver, Colorado, y sostuvo ante su familia que participó en aquel atraco pensando que formaba parte de un ejercicio de entrenamiento y que había seguido órdenes de su superior sin ponerlas en cuestión. En el juicio correspondiente, la defensa del militar apeló a un prominente experto para que testificara que su actuación no fue consecuencia de su libre albedrío sino que estuvo condicionado por una «poderosa razón situacional». Aquel experto, claro, fue el doctor Philip Zimbardo. Alex Blum, explica su primo, recibió una pena «extraordinariamente indulgente» y Zimbardo se convirtió en el héroe de aquella familia.

En octubre de 2010, Ben Blum tuvo ocasión de ver a Zimbardo utilizar en un programa de televisión el caso de su primo para difundir la teoría de que los malos actos son más resultado de las situaciones que una elección propia, y fue en el curso de ese programa donde oyó por primera vez lo ocurrido en Stanford. Al menos, la versión del sicólogo, que usó el mismo argumento en torno a las torturas de Abu Ghaib.

Pero unos años después, cuando se decidió a escribir un libro sobre el caso de su primo –«Ranger Games»–, Blum descubrió que su familiar no les había contado la verdad, que realmente estaba informado del robo al banco y que había decidido participar en él. Explica que para Alex «fue liberador» aceptar su responsabilidad, pues aun eludiendo la cárcel estuvo años sintiéndose atrapado en un papel de víctima que no le correspondía.

Para escribir ese libro, Blum habló por primera vez con Zimbardo y empezó a indagar más profundamente en su experimento. «Y cuanto más descubría más inquieto me sentía», explica. Poco a poco empezó a tirar del hilo y descubrió que el doctor tenía de héroe lo que su primo de inocente. I.B.