Ibon Cabo Itoiz
GAURKOA

Ocupemos el jardín

El jardín descrito en el romance del S. XII “Erec et Enide” de Chrétien de Troyes describe este espacio de la siguiente manera: «no tenía ni valla ni cercado, solo aire, por un hechizo el jardín estaba cerrado por todos los lados por aire, de manera que nada podía entrar ahí, como si estuviera rodeado de hierro». Un lugar imaginario muy curioso. Difícil de decidir si es público o privado. Difícil de evaluar su utilidad y su representatividad social. A la vez, una metáfora bonita que puede llevarnos a la siguiente reflexión sobre la propiedad privada, ¿es la titularidad de un lugar lo que le aparta de su posible función pública? ¿Se puede cambiar la propiedad en función del interés público? ¿Cómo funciona esta dicotomía en la esfera política española?

El socialismo y el comunismo sostuvieron durante décadas que la propiedad de los medios de producción debía estar al alcance del proletariado, de cualquiera. No se hacía referencia en ambas teorías políticas, a los objetos de uso como la casa o el coche sino a los medios de producción. El marxismo clásico defendía la autorrealización y centraba su definición de propiedad privada en los medios, olvidándose de la vinculación clásica de propiedad y tierra previa al desarrollo de la sociedad industrial. Posteriormente, Maslow le otorga a la autorrealización el nivel más alto de su pirámide o jerarquía de las necesidades humanas. Para alcanzar éste, el ser humano debe cumplimentar una serie de necesidades que van desde las más primarias (fisiológicas) hasta algunas de aspecto cualitativo como el reconocimiento. Esta visión aparentemente humanista choca de lleno con las paredes de aire de “Erec et Enide” o el techo de cristal en la vida laboral de las mujeres, pues la pregunta real auténtica y de respuesta necesaria, es saber si el ser humano puede de verdad, privatizando el espacio, el aire y la tierra, alcanzar la felicidad.

Así pues, el concepto de propiedad privada no está reñido a nivel teórico con el desarrollo personal. A pesar de esto, su uso y, en especial, el concepto de privatización, si está en la agenda política y en el debate público. Así pues, sobre lo que hay dudas actualmente en el sistema no es sobre la propiedad privada, sino sobre la privatización de lo público o la conquista de espacios para el bien común (la apropiación de lo ajeno). A este respecto en el verano hemos vivido dos polémicas interpretadas de una manera muy diferente en torno a la propiedad privada: el escándalo de los bienes apropiados por la Iglesia y la ocupación de espacios para la autogestión por parte de jóvenes.

El escándalo de los bienes apropiados por la Iglesia llegó a la Eurocámara en julio de 2015. Este último verano ha sido repescado por el PSOE y Podemos con la esperanza de llegar a un conclusión fehaciente de lo que ha sido el expolio eclesiástico para las arcas del Estado. La reforma de la Ley Hipotecaria de Aznar (1998) supuso la inscripción por parte de la Iglesia de miles de bienes a precio de ganga (Pedro Sánchez ha exigido recientemente el listado a la Iglesia Católica pero se calcula que pueden ser más de 4.500 propiedades). Especialmente sangrante al respecto fueron las sustracciones en Navarra. Así pues, la privatización de inmuebles supuso una restricción en el uso de lo público, un incremento del poder de la Iglesia Católica y una merma con respecto a la capacidad de las instituciones públicas de generar ingresos a través de su patrimonio. Aquí la apropiación siembra dudas en un lado y abnegación en el otro lado de la baraja.

Para mantener el espíritu de la utilidad pública en la Iglesia y su historia de servidumbre teórica, Aznar y la derecha pusieron encima de la mesa durante el debate que en la época del trienio liberal y la desamortización de Mendizabal la Iglesia perdió miles de inmuebles que habían sido levantados con arreglo a las arcas públicas o por las propias personas que residían en los lugares de construcción (sin contar todo el antiguo peregrinar de bulas e indulgencias para ricos y pobres). El objetivo, en aquel entonces, no fue la especulación ni el enriquecimiento, sino el impulso de la economía y el saneamiento de las arcas públicas. Justo el contrario que se produjo en la época de Aznar, que supuso una debacle de ingresos para muchas instituciones públicas. Así pues, una privatización, de lo considerado público entonces, supuso un impulso del uso y una diversificación de la propiedad privada y con ella, como no, del poder. También hubo amortizaciones previas sobre bienes de la monarquía y la nobleza con el mismo efecto. Así pues, dos modelos de privatización con un efecto en el uso público completamente diferente.

Durante este verano además, se ha vuelto a hacer hincapié sobre el debate de la ocupación. La ocupación de edificios privados o públicos para la autogestión y el desarrollo de actividades para los barrios en ciudades y pueblos ha sido siempre un asunto recurrente para la derecha española. La organización asamblearia y abierta al barrio es un elemento fundamental a la hora de definir la utilidad pública de estos espacios y alejarla del término reprivatización.

Hasta 1996 no existía una figura legal que penalizara la ocupación de espacios abandonados. Los ocupas reconocen la posesión (disfrute de un lugar) pero no la propiedad privada (tiene dueño porque lo marca la ley) dando a la ocupación el rango de motor de la transformación social y achacando a los partidos de izquierda vivir de rodillas ante un sistema imposible de cambiar si no se aborda el debate de fondo de la propiedad privada (cabe recordar que en 1995 el PSOE e IU penalizaron la ocupación). Ni que decir tiene que, por la derecha, ha sido criticada sin descanso, sin entrar a valorar nunca la utilidad pública que han demostrado centros como Astra (Gernika), Kukutza (Bilbo), Lavapies…

Así pues, se valoran las paredes como elemento de creación de límites en lo privado, pero solo se otorga esta capacidad, por parte de la derecha, a aquellas instituciones que han estado durante siglos en el poder. Al mortal, al habitante sin recursos de los barrios, se le niega la capacidad de dar a un espacio utilidad pública. Privatizar sí, pero en función de quién lo haga, así funciona este debate en la esfera política española. Estamos pues ante un debate superficial fundamentado en el reparto del poder y no en la cuestión de fondo que debería ser primar el bien común y la utilidad pública por encima de la propiedad legal. Aznar con su Ley Hipotecaria volvió a poner paredes de aire a la historia de los edificios públicos y la izquierda denunció pero no cambió fehacientemente una ley injusta que olvida lo principal: la autorrealización individual y colectiva. Sin embargo, sí tiene tiempo en mediar en procesos de ocupación para pedir traslados por el bien común. Hay un camino más sencillo que es la expropiación de todo aquello que siempre debió ser público, la desamortización a la francesa. Así pondríamos fin al debate sobre la propiedad privada y eliminaríamos de un golpe paredes de aire que no sirven más que para proteger a aquellos que siguen siendo dueños de las manzanas de oro. El debate debe acercar la propiedad privada a la autorrealización y a la utilidad pública y alejarla del consumo por el consumo y del poder por el poder.