El desprestigio de los posgrados en el Estado español era previo a la polémica generada en torno a los estudios de los líderes políticos españoles –o mejor dicho, a su falta de estudios adornada con infinidad de títulos impostados–. Solo que no se decía claramente porque había intereses en mantener un sistema como mínimo deficiente y como máximo fraudulento. Lo que históricamente pertenecía al ámbito de la excelencia académica se ha convertido en un plazo muy corto de tiempo casi en condición para presentar un currículum de cierto nivel destinado a competir en el mercado laboral. No es que antes todos los programas cumpliesen con el rigor que se les suponía, ni mucho menos, pero al convertirlos en cierto sentido en estudios básicos se desvirtuó gran parte de su sentido científico y en consecuencia de su valor profesional. Como títulos valían, cada vez menos y cada vez dependiendo más de cuestiones de clase, pero como estudios en muchos casos eran mediocres.

Esta obsesión por los títulos ha tenido otros efectos perversos. Por ejemplo, ha reproducido un clasismo despreciable del que además ahora hemos conocido otra faceta: ni siquiera hacían los estudios, compraban los títulos. Otra cuestión a tener en cuenta es que un máster no es necesariamente la mejor formación que necesitan las empresas y las organizaciones, que requieren de otro tipo de conocimientos y competencias.

Eso no supone en ningún caso una crítica a los departamentos y profesores que hacen un importante esfuerzo para llevar adelante estudios y proyectos de formación e investigación de gran interés. Menos aún a los y las alumnas que los han cumplimentado con sacrificio. Es momento de reivindicar ese esfuerzo y ponerlo en valor. Simplemente el sistema los mezcló con una inmensa oferta destinada a financiar redes clientelares tanto dentro como fuera de la universidad. Las universidades vascas saben que servir a esas redes puede valer para salvar ciertos criterios a corto pero impiden crecer en calidad y prestigio.