Antxon Lafont
Peatón
GAURKOA

¿Patria? ¿Identidad?

Esos dos vocablos, antes correspondientes a nociones, no reflejan ahora más que conceptos de contenido, desprovisto de médula; o sencillamente replanteado, que entorpecieron y aún enredan una convivencia degradada agravada por el caos semántico de cada uno de los términos «patria» e «identidad».

Ambos conceptos que tuvieron su momento de esplendor a principios del siglo XX representan ambigüedades fundamentales provocadoras de gravísimos conflictos.

El concepto de patria, junto a los de nación y Estado, ha generado la confusión que conviene a defensores de su fabulación romántica. Ya al principio del siglo XX Otto Bauer solicitaba que se definiera científicamente el contenido del término nación, como paso más racional que el de patria, pero he aquí que se presenta el Estado atribuyéndose el derecho de homogeneizar jurídicamente el suelo y atribuirle la legitimidad de territorio generando una identidad real o de diseño político de síntesis. Stalin proponía que la nación era una comunidad humana estable, estructurada históricamente, basada sobre una congregación de lengua, territorio y de cultura afectada por particularidades psíquicas de los seres humanos reunidos en la nación. Stalin intentaba completar la clara afirmación de Otto Bauer para quien la nación era una comunidad de carácter generada por la comunidad de cultura y a su vez originada por la comunidad de destino. Bellas afirmaciones, ¿y? Humboldt atribuía a la lengua de un territorio el carácter aglutinante de una nación, constitutivo de la identidad nacional que hoy el jacobino A. Finkielkraut tanto añora sufriendo por su desintegración. Faltan también las afirmaciones de Renan que en su famosa conferencia en la Sorbona a finales del s. XIX (“¿Qué es una Nación?”) completaba la oferta general aportando su granito de arena, añadiendo a las definiciones citadas, la afinidad religiosa, los intereses y las necesidades militares. Constatamos que esas complementariedades poco contribuyen a iluminar nuestro despiste en el concepto de nación-patria.

Cuántas barbaridades irreversibles se han cometido en el nombre del concepto patria, sojuzgado por el Estado que sería un respiro para la humanidad prescindir del concepto patria! La Unesco intentó calmar el ambiente proclamando en 2003 una Convención de protección del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad sin citar el término patria, pero las solicitudes de protección debían transitar por los Estados. Vuelta a la casilla de salida.

Europa, ¡ay, Europa! En el baño de confusiones y buscando dificultades desde el día de la firma de su creación en Maastricht, en febrero 1992, la UE comprometía a los componentes de su suelo a ir más lejos que el tratado de intercambios comerciales del Mercado Común que entre ellos les liaba. Los padres fundadores de «la Europa» partieron de su ambición de transformar la suma de territorios de Estados en un territorio europeo. Hoy el objetivo no está ni mucho menos alcanzado y el territorio deseado no es más que suelo resquebrajado. Hay que considerar que los territorios europeos solo figuraron juntos en la historia de guerras o de paz de unos contra la paz de otros.

Cuando creíamos estar cercanos al final de la historia de las patrias, constatamos que en una atmósfera mundializada se exacerban reflejos nacionales e incluso patrióticos.

Si admitimos que territorio es igual a suelo más identidad, y si no somos capaces de examinar cada uno de los dos términos de la suma con objetividad, transmitiremos confusión a la noción de territorio tan celosamente abrigada por los patriotas con fronteras.

El término suelo lo asigna de manera inalterable la geología, pero el término identidad sigue su camino entre la niebla de su significado, lo que hacía afirmar simplemente a los sociólogos británicos David Mc Crone (Escocia) y Paula Surridge (Inglaterra) que se trataba de uno de los conceptos más polemizados pero menos comprendidos del siglo XX.

En cuanto a la determinación del contenido identidad, sociológicamente mutable, ¿en qué apoyarnos cuando nos han forzado a desdeñar la alteridad?

Sufrimos en la península ibérica de los efectos de una dictadura que desde Primo de Rivera, pasando por Berenguer, hasta Franco ha durado cerca de la mitad de un siglo y que ha eliminado el espíritu de debate en cualquier lugar del suelo ibérico. Catalunya está intentando restablecer ese espíritu y aquí en la CAV el regionalismo del poder político busca, sin debate, la eliminación de la influencia de los verdaderos soberanistas vascos. Ese poder, en vísperas de campañas electorales, ofrece soberanismo con amplia generosidad, pero en fechas cercanas al comienzo de dichas campañas se transforma y desecha con cualquier excusa compromisos contraídos en sus alianzas soberanistas. Parece ser que se trata de opciones utilitarias a cambio de un plato de lentejas casi vacío que contiene la realización de acuerdos firmados y no cumplidos por un Estado que sigue proclamándose Estado de derecho a pesar de su incapacidad de respetar su palabra y sus firmas.

La identidad acaba por ser la respuesta de las derechas a los temores de la mundialización estructural y a las mutaciones debidas a manifestaciones de culturas «nacionales». Se trata de los últimos coletazos de historias cuya memoria conviene curar de las defensas nostálgicas del occidente cristiano. Esas reacciones están alentadas por una clase política senilmente conservadora por la que votan muchos individuos de 18 a muchos años acariciados por un buzz «intelectual mediático».

Un fenómeno imparable marca ya Europa y América: los movimientos de poblaciones. Asia vive el mismo fenómeno pero sus acciones se mantienen políticamente discretas. El encuentro de culturas variadas genera identidades rodeadas de poderes estatales que obran por la creación de una cultura de diseño común que elimine divergencias.

Antes de preguntarnos sobre el contenido de nuestra identidad respondamos a la pregunta ¿qué es cultura vasca, la que generan los vascos viviendo en Euskal Herria, la que generan los vascos que viven fuera de Euskal Herria, la que generan los no vascos, viviendo o no en Euskal Herria, comunicando sobre lo vasco…? Lo que sí es cierto es que la lengua vasca sigue siendo el valor supremo, y quizás único de la actual cultura vasca.

Antes de antes, «anteayer por la tarde», la identidad tenía connotaciones biológicas reprobables, hoy, el movimiento de poblaciones nos conduce a examinar la etimología del término identidad y corresponde al sentir de deseos idénticos de la mayoría de una comunidad expresados por su naturalmente intangible derecho a decidir. Si las multitudes eran sensibles a la emoción de la historia, como la suya propia junto a la del «otro», hoy el individuo siente la emoción de su historia individual a la que su ética, también individual, le invita a examinarla junto a sus «nuevos idénticos» también componentes del pueblo vasco.

Tiempos lejanos aquellos que hacían afirmar a Robespierre que la virtud es la esencia del pueblo, pero la historia nos ha mostrado que las características de esa virtud las determinaba el poder laico y/o religioso inmerso en un reflejo paranoico propio de las revoluciones, lo que explica las fases de terror.

Nuestra identidad se creará en los próximos 20 años bajo la influencia de los fenómenos migratorios y estará educada, durante muchos años más, a integrarlos en nuestra identidad. Todo marca, hasta el punto que el tiempo que pase sin dejar marca será un tiempo muerto.

Evitemos los «estándares» invariables de la razón. Queda por explorar el inagotable espacio de la sinrazón que condenamos sin conocerla. Feyerabend, filósofo y científico, nos aconsejaba ya en los títulos de parte de su obra, “Tratado contra el método” y “Adiós a la razón”, a no razonar con premisas ajadas.

Nuestros objetivos populares los alcanzaremos con menos nacionalismo políticamente estructurado y poco fiable y con más soberanismo civilmente exigido.

Cuando la bella durmiente, la sociedad civil, despierte nos educará con los valiosos recursos que detenta y que tanto tarda en manifestar.

Todos nos atribuimos dotes de resolución radical, por lo que dejo la palabra a Joxe Arregi que escribió que «la vida sería mejor sin fundamentalistas de ninguna religión, ideología o patria».