Iker BIZKARGUENAGA
1968: ESTADO DE EXCEPCIÓN EN GIPUZKOA

Cuando el franquismo abrió la veda del «rojo-separatista»

De verano de 1968 a primavera de 1969 Gipuzkoa sufrió un draconiano estado de excepción, que multiplicó detenciones, torturas y destierros. La dictadura quiso erradicar la insurgencia vasca, pero fue como atrapar el agua con la mano. Un libro lo detalla ahora.

Entre mayo de 1962 y abril de 1975 Hego Euskal Herria sufrió nueve estados de excepción, periodos en los que la vulneración de los derechos humanos, ya en barbecho durante la dictadura, aumentó de forma considerable. Especialmente duro fue el que se vivió en Gipuzkoa a partir del 3 de agosto de 1968, cuando el franquismo, rabioso tras la muerte en acción de ETA del torturador Melitón Manzanas, multiplicó su represión.

Aquellos meses dejaron una honda huella en la sociedad guipuzcoana y en el conjunto del pueblo vasco, tan profunda que la Sociedad de Ciencias Aranzadi y la UPV han querido evocar lo ocurrido en un libro. Javier Buces, Juantxo Egaña, Francisco Etxeberria, Jon Mirena Landa, Laura Pego y Rakel Pérez son sus autores, y ayer fue presentado en el campus donostiarra de la universidad.

Persecución del «vasco-separatista»

La obra comienza con la contextualización del momento, caracterizado por un intento de apertura económica del régimen que, sin embargo, mantuvo inalterable su carácter represivo. Aquello conllevó inevitablemente a un alto grado de confrontación laboral, social y político entre una generación que no había vivido la guerra y no estaba atenazada por aquel trauma colectivo y los instrumentos policiales y judiciales del franquismo.

En ese contexto, el atentado contra el viejo colaborador de la Gestapo desató una respuesta brutal en la que se emplearon a conciencia el Cuerpo General de Policía, la Policía Armada y la Guardia Civil. El objetivo, según se señala en el libro, era «la persecución ideológica del nacionalismo e independentismo vasco en cualquiera de sus vertientes». Con todo, aquello no fue sino un acelerón en una estrategia que ya se estaba aplicando y que «se basaba fundamentalmente en la persecución violenta del ‘vasco-separatista’». «Las fuerzas policiales y los fiscales de la dictadura volvieron a generalizar la tan recurrente acusación de ’rojo-separatista’», apuntan los autores, refiriendo «una especie de nostalgia represiva que, en la práctica, se tradujo en la violación sistemática de derechos humanos fundamentales contra la resistencia activa al régimen».

El estado de excepción entró en vigor el 3 de agosto de 1968, y se prorrogó por tres meses más el 31 de octubre. Pero, además, el 24 de enero la dictadura declaró el estado de excepción en todo el Estado, también para tres meses, de modo que Gipuzkoa permaneció en esa situación de excepcionalidad durante nueve meses seguidos. La justificación hacía referencia a «las reiteradas alteraciones de orden público y hechos de carácter delictivo», pero era evidente que las autoridades pretendían vengarse de la muerte de Manzanas, y del guardia civil José Pardines, fallecido en un enfrentamiento el 7 de junio.

El abanico de las personas susceptibles de ser detenidas o represaliadas fue muy amplio e iba mucho más allá de los responsables de la muerte de ambos uniformados, con el foco puesto sobre todo en aquellos que profesaban una ideología abertzale. El carácter vindicativo de aquella actuación quedó de manifiesto en un escrito publicado en el periódico “Pueblo” que concluía con un elocuente: «Ahora empieza la caza».

La mayor parte de los detenidos nada tenía que ver con la muerte de Manzanas, como queda de manifiesto en la columna publicada en el “Abc” el 7 de agosto, donde se decía que al medio centenar de personas arrestadas hasta la fecha se les acusaba de «estar implicadas en actividades de índole separatista» aunque «ninguno de ellos sea sospechoso del reciente acto criminal cometido en Irún». De hecho, las fuerzas represivas tiraron de archivo para detener a gente que estaba en su radar. Sólo el 5 de agosto fueron detenidas 42 personas. Otra muestra de lo indiscriminado de aquella actuación es lo ocurrido el 1 de octubre, cuando la Guardia Civil irrumpió en una cena de amigos en Hernani y detuvo a treinta comensales.

Se ha identificado con nombres y apellidos a 279 personas represaliadas, pero los autores del libro destacan que la cifra real seguramente será más alta, pues no todas las detenciones quedaron registradas.

Al menos 279 represaliadas en 1938

Con el estado de excepción fueron suspendidos los artículos 14, 15 y 18 del “Fuero de los españoles”, que aludían a la libre fijación de residencia, la inviolabilidad de domicilio y el periodo máximo de detención, que era de 72 horas. Así, las personas detenidas permanecieron entre 8 y 10 días incomunicadas en dependencias policiales, aunque hubo casos de 12, 14, 15 y 17 días. Y en el puente de mando de aquella razzia estuvo el gobernador civil de Gipuzkoa, Enrique Oltra Moltó, figura clave durante aquellos meses.

El libro dedica un capítulo entero al destierro que sufrieron nada menos que 56 de los detenidos. La Ley de Orden Público permitía a la autoridad gubernativa ordenar el desplazamiento forzoso y temporal del lugar de residencia de las personas sospechosas de actividades subversivas, y así se hizo con este medio centenar largo de vascos, que fueron emplazados en diversos puntos del Estado. En ese grupo se hallaba Elixabete Recondo Beotegi, que contaba con 17 años. De hecho, los cumplió estando incomunicada en los calabozos de la Guardia Civil.

La mayoría fueron detenidos en la primera semana, a 50 desterrados se les vinculó con organizaciones nacionalistas y a 35 de ellos se les señala, sin rodeos, como de «ideología nacionalista vasco separatista». Los otros seis fueron relacionados con actividades del Partido Comunista o tildados sencillamente de «comunistas». La mayoría fueron conducidos en grupos, en autobuses compartimentados en jaulas de metal y esposados de dos en dos hasta un lugar intermedio a partir del cual eran trasladados individualmente. Veinticinco fueron llevados a pueblos de Andalucía, once a Extremadura y otros tantos a Castilla y León, siete a Castilla-La Mancha y dos acabaron en Aragón. Muchos sufrieron enormes penurias económicas, igual que sus familias. En el libro se detallan las circunstancias de todos ellos.

Otro de los capítulos se centra en la tortura, práctica común, sistemática, para los detenidos –79 denuncias en 1968–, con casos aterradores como el de Andoni Arrizabalaga, y el del sacerdote Juan María Zulaika. También se detallan las protestas y manifiestos de denuncia, como el suscrito por ANV, PNV, PSOE, UGT, ELA y CNT, o las cartas enviadas por Nemesio Etxaniz al gobernador civil de Gipuzkoa. «En cuanto han ingresado los detenidos en las checas de su policía han empezado a oírse gritos de dolor de los desgraciados jóvenes», explica en una de ellas.

El último capítulo lleva la firma de Jon Mirena Landa y se centra en el lugar que ocupan las víctimas del Estado, constatándose su carácter secundario frente a las «víctimas de primera», las ocasionadas por la actividad armada de ETA, «entronizadas» por el armazón jurídico y político estatal. Landa hace un repaso de los avances legislativos de los últimos años, siempre acotados y limitados, y tras señalar que «la transición española quiso dejar atrás el pasado, pasar página, pero sin leerla», señala «el sinsentido de que víctimas de graves violaciones de derechos humanos, crímenes contra la humanidad o crímenes de guerra, queden en la cuneta de la historia». Un error imperdonable que obras como esta pretenden paliar.