Antonio Álvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

Muerte de una clase

He repasado con bastante detalle los programas electorales de los partidos existentes y compruebo de inmediato que no hay en ellos un solo perfil político que pueda convertir a nadie en protagonista de una nueva sociedad. Son programas de ofertas variadísimas apretadas en volúmenes que recuerdan hasta cierto punto las guías especializadas para hacer mejor el café. Cierto es que una gran parte de estos presuntos electores no quiere entrar en meditaciones que les restan tiempo para seguir su partido de fútbol o para repasar las revistas que ofrecen a la señora Pedroche dando las campanadas de fin de año para informarnos con la debida transparencia. En resumidas cuentas, programas para gente que todo lo más haya hecho los debidos cursos de doctorado o másteres en manejos ministeriales.

En suma, programas para avisar simplemente al elector que las organizaciones que envían estas mastodónticas publicaciones informativas siguen ahí, trabajando por el futuro del país en treinta o cuarenta páginas que trasladan su propósito de seguir en el poder para completar el crecimiento de España. Programas atractivos, eso sí, por el bajo precio de su contenido democrático, que dispensa al ciudadano de hacer ninguna clase esfuerzos críticos, cosa que aparte de conservar la salud de la visión no dificulta la vida sencilla de los españoles. Como he escrito reiteradamente, al español no le gusta leer. Es un sujeto agreste que tiene elaborado su pensamiento desde hace siglos.

El cuaderno de oferta intelectual y política es, pues, de una elementalidad increíble. Como decía antes, sus autores sólo subrayan dos datos esenciales: la gratuidad del envío y la portada con la denominación del partido, que constituye el dato fundamental del programa. Yo creo que esta escasez de profundidad identifica el programa político con los desplegables nebulosos que anuncian las liquidaciones en los grandes almacenes: «Tome esta sopa y no tomará ninguna otra».

Todo esto que les describo sin ninguna calidad científica denota, creo, un preocupante desequilibrio psíquico en la población civil española. Dejo aparte la Policía, la Guardia Civil y los funcionarios de la Agencia Tributaria. Yo he visto en unas rebajas, a las que fui para comprar un plumier a un ahijado mío, cómo dos señoras, vestidas elegantemente con abrigos de piel de gasolinera, discutían ardorosamente si comprar unas deliciosas braguitas Dior o un paraguas chino con un llameante dragón en verde, ambos productos quizá amontonados juntos por el subconsciente. Me parecieron dos señoras votantes de «Ciudadanos», pero sería indecente insistir sobre esta observación sin poseer más datos.

Pero volvamos a la política. Un buen programa, como ya he escrito muchas veces, debe reducirse a no más de un folio que exponga deseos fundamentales de la ciudadanía así como la forma de conseguirlos. Por ejemplo: «Si eres socialista ¡Vota República!». No me vale que después sigan veinte páginas explicándonos que de momento hay que apoyar a la monarquía porque los españoles la votaron hace cuarenta años en un referéndum en el que ya había votado Franco con voto de calidad. Por otra parte hay que calcular que algo más de un treinta y tantos por ciento de aquellos votantes han muerto ya. Y otros viven avergonzados de aquel evento en que no se celebró a un rey vivo sino a un genocida muerto. No sé por qué, pero a los españoles les tira mucho eso de los muertos, a no ser que sean muertos socialistas que honraron el progreso de España con su sacrificio por los ideales republicanos. Aún me resquema que al menos dos jefes de gobierno socialistas hayan pasado ahora sus vacaciones de Navidad en palacios reales, aunque me consuelan las declaraciones del señor Sánchez en las que ha aclarado que su descanso en uno de esos paraísos ha supuesto sólo un desembolso público de menos de trescientos euros. Lo que posiblemente sea así porque la gasolina del avión real la haya regalado Rusia dentro del marco de sus operaciones siniestras para destruir el Occidente cristiano.

Un buen programa político no consiste en mejorar definitivamente las pensiones en los años cuarenta, ya que hasta que lleguen esos días los pensionistas seguirán chupando palo dulce, como hacíamos los niños que aguantábamos los bombardeos diarios de los fascistas llegada la hora de comer.

Un buen programa político no permite que a los ancianos les concedan un mes más en el procedimiento de desahucio mientras se están vendiendo cientos de miles de viviendas sociales a los fondos-buitre. Esos ancianos no solamente merecen seguir en sus casas sino que los equipos de auxilio militar, a cuyos miembros envío un fuerte abrazo republicano, estén ya colocando los andamios para hacer del hogar pobre un refugio luminoso. Un país como España sólo puede ganar esas guerras.

Un buen programa político ya me tendría que haber arreglado mi ojo hipermétrope, que me obliga a estudiar y escribir como si fuera tuerto, a fin de aprovechar el otro ojo miope como si fuera el visor de un submarino en operaciones. Conste que ahora solicito un poco de corrupción para al menos no quedar incorrupto en la cola del INEM.

Un buen programa político acordaría eliminar el paro –¡ya!– nacionalizando la banca e invirtiendo sus inmensos caudales secretos en hacer seres humanos dignos de tal nombre en vez de invertir la rapiña en fabricar robots monárquicos. Al menos, que funcione el tren mongol de Extremadura.

En fin, un buen programa político cabe en un folio de papel bien aprovechado, como acabo de demostrar.

Lo que no puedo entender es que la clase trabajadora se haya escindido en dos: una clase que trabaja algo huye de los parados y los parados que no huyen porque los vigilan en el campo de concentración del paro a la espera de que funcione un tsunami que limpie la playa social. Como decía San Juan de la Cruz cuando le ponían el cuenco de judiones delante de sí en el convento y a la hora nostálgica de la colación: «Y tan alta vida espero / que muero porque no muero». Porque a los santos también hay que saber leerlos.

Quizá la historia decida seguir cerrando autopistas, enviando turbiones, reconstruyendo corazones y no espere a las elecciones que restauren los presupuestos. Afortunadamente la historia no es lo que ya ha pasado, que no existe, sino lo que está por llegar. Que yo creo que está llegando. Asomaré entonces al borde del agujero y diré alegremente en catalán: «N’hi ha per llogar-hi cadires». Hay para alquilar sillas.