Jaime IGLESIAS
MADRID
Entrevista
GIORGIO FONTANA
ESCRITOR

«No basta con ser feliz, es un ideal incompleto, hace falta ser justo»

Nacido en Saronno (Lombardía) en 1981 es, a pesar de su juventud, una de las voces más personales de la narrativa italiana actual. Sus obras, han recibido los más prestigiosos galardones como el Premio Campiello o el Leonardo Sciascia, autor con el que a menudo se le compara. Él, sin embargo, dice sentirse más próximo a Kafka en su evocación de la lucha del individuo contra el sistema.

“Por ley superior” y “Muerte de un hombre feliz” acaso sean las dos novelas más aclamadas de Giorgio Fontana. Ambas conforman una suerte de díptico sobre la búsqueda de la verdad en un escenario donde la ley y la justicia avanzan por caminos diversos y donde los fantasmas del pasado emergen amenazantes hasta materializarse implacables sobre la Italia de hoy. La huella del fascismo, las tensiones de los llamados ‘años de plomo’ y el anquilosamiento de un sistema judicial fuertemente burocratizado, son algunas de las cuestiones que planean sobre su obra.

Confrontarse con la verdad es casi como una exigencia en buena parte de los escritores italianos de hoy. Sus novelas, desde luego, se nutren de esa necesidad. ¿Por qué?

No me gusta aventurarme en hipótesis antropológicas ni generalizar demasiado, pero resulta evidente que en el carácter italiano hay un fuerte componente de representación. Expresiones como “l’arte di arrangiarsi”, que forman parte de nuestra identidad, hablan de un instinto de supervivencia vinculado al fingimiento, al engaño. Visto así, tenemos una relación problemática con la verdad. Lejos de ser asumida como algo absoluto, para nosotros es un concepto relativo, flexible. Basta con ver el periodismo que históricamente se ha hecho en Italia, un periodismo cargado de opinión, de emotividad, que se conforma con aproximarse a la verdad en lugar de desvelarla. Mucha de la literatura que se hace hoy en Italia trata, precisamente, de revertir esas dinámicas.

 

Usted ha llegado a decir que el problema de Italia es que no fue capaz de expulsar al fascismo de las instituciones. ¿En esa incapacidad estaría el origen de esa relación conflictiva con la verdad?

Es una cuestión delicada. Es verdad que recién terminada la II Guerra Mundial, Italia, lejos de depurar responsabilidades con su propio pasado, lo que hizo fue aprobar apresuradamente una amnistía que posibilitó que algunas personas que habían trabajado para el fascismo continuasen desempeñando una función relevante en las instituciones. Eso, a la larga, trajo consigo un clima de laxitud moral y una preocupante falta de ética pública. Por mucho que se diga que el fascismo es cosa del pasado, continúa estando presente en nuestra sociedad. Muta, como si fuera un virus, pero no ha llegado nunca a erradicarse.

 

De hecho, hoy en día el fascismo, no solo en Italia, también en el resto de Europa parece haber resurgido sin complejos.

Sí y es algo que obedece a diferentes razones. De un lado, la crisis económica ha socavado la confianza en las instituciones, la gente comienza a dudar de que nuestras democracias sean el sistema más efectivo de cara a garantizar un cierto bienestar social. Esa pérdida de confianza también ha afectado a la Unión Europea hasta el punto de que actualmente hay una tentación muy fuerte de volver al modelo de nación-Estado que imperaba antes de la II Guerra Mundial. Ese hecho, unido a la distorsión que se ha hecho del fenómeno migratorio, convirtiendo algo cuya incidencia sobre nuestras sociedades es mínima en una suerte de amenaza global, ha terminado por generar un clima de violencia, de miedo y de odio que es el caldo de cultivo para el auge de extrema derecha.

 

¿Y no cree que ese auge es producto, también, de la necesidad de obtener respuestas claras ante cuestiones complejas?

Absolutamente. Cada vez somos más propensos a buscar una figura paterna, un líder carismático al que confiar la resolución de todos nuestros problemas. Eso tiene un efecto perverso como es el de la pérdida de la responsabilidad individual. Al delegar nuestra toma de decisiones en aquel al que reconocemos como líder dejamos de razonar de acuerdo con nuestros propios criterios e intereses. Hoy por hoy la misión de los escritores, de los intelectuales, es contagiar al ciudadano la pasión por el razonamiento, demostrar que no hay que tener miedo a usar el propio cerebro. Todo un reto en una época donde los procesos de comunicación parecen dominados por la superficialidad ¿no le parece? Sí, lo cierto es que vivimos tiempos difíciles para articular discursos o razonamientos complejos. Hoy en día todo es blanco o negro, se reclama adhesión o rechazo a una idea sin que quepan los matices, únicamente pulgar arriba o pulgar abajo. No hay más.

 

¿Ese hecho no ahondaría en la dificultad para confrontarse con la verdad?

No creo que las nuevas tecnologías incidan en la conformación de una ciudadanía más estúpida o menos atenta. De hecho, mucho más perverso fue el efecto que tuvo la televisión sobre la sociedad italiana de los 70 y 80. El problema que se da hoy en día en los procesos de comunicación no tiene tanto que ver con los medios que se usan como con la dificultad de ciertas voces para hacerse oír, para hacernos llegar su mensaje.

 

Le preguntaba esto porque en sus novelas subyacen visiones encontradas sobre la naturaleza de la justicia atendiendo a razones de índole generacional. ¿Qué le resulta interesante de dicha confrontación?

Tiene que ver con lo que acabo de comentar. Italia es un país con una población envejecida y estancada donde apenas hay movilidad física e intelectual. Los roles sociales y las ideas se perpetúan y no hay renovación a la vista. Es inevitable que una persona de 65 años tenga una visión del mundo distinta a la de alguien de 25. Eso en sí mismo no es algo negativo. El problema viene cuando el punto de vista de un varón, blanco, de 65 años, se asume como la única voz autorizada para contar la realidad. Eso nos lleva a una falta de pluralismo alarmante y a que haya perfiles ciudadanos a los que, directamente, se margina. Por eso en mis novelas me interesa confrontar distintos puntos de vista, porque uno no puede conocer la verdad si no escucha todas las voces.

 

Otro elemento básico en su narrativa es la exploración de esa relación difusa que existe entre la ley y la justicia.

Sí, es algo que me interesa desde un punto de vista filosófico, pero también social ya que, en los últimos años, en Italia se ha extendido una visión de la justicia cercana a la idea de venganza, en el sentido de considerar la ley un instrumento para que el más fuerte reafirme su poder ante el más débil. Partiendo de que en un país democrático la justicia no debería percibirse así, lo cierto es que la ley y la justicia son dos conceptos que poco tienen que ver entre sí y eso es precisamente lo que trato de indagar en mis novelas. A lo largo de los siglos ha habido multitud de leyes terriblemente injustas y no solo eso, sino que, en ocasiones, un sentido elevado de la justicia te puede llevar a desafiar las leyes, como hicieron los partisanos que combatieron al nazismo o como están haciendo, ahora mismo, los alcaldes italianos que están llamando a la desobediencia civil contra el Decreto de Seguridad aprobado por el gobierno que impide a los inmigrantes inscribirse en el registros municipal.

 

De hecho, todas sus novelas giran en torno a un conflicto de conciencia, algo que resulta, también, una tendencia evidente en la actual narrativa italiana ¿no cree?

El enfrentamiento entre tu propia esencia y aquellos estímulos que recibes del mundo exterior es un tema apasionante y un argumento inagotable. A mí, desde luego, me apasionan este tipo de conflictos y todas mis novelas se alimentan de ellos, es cierto. Tengo la sensación de que, últimamente, somos varios los autores que reflexionamos sobre el ideal de justicia a partir de la experiencia de unos personajes que buscan en dicho ideal un designio elevado frente a ese imperativo social tan extendido y, en el fondo, tan banal, de que el fin último de todo ser humano es ser feliz. Yo creo, como decía Kant, que ser únicamente feliz no basta, es un ideal incompleto, hacer falta además ser justo, virtuoso. Si uno basa su existencia en lograr la propia felicidad puede convertirse en un auténtico monstruo.

 

En el fondo, se trata de un argumento que tiene mucho de kafkiano.

Sí, es cierto, Kafka es un autor paradigmático a la hora de ilustrar las tensiones que se dan entre el ser humano, en su singularidad, y una estructura social montada para destruirlo. A mí es un autor que siempre me ha inspirado a la hora de intentar profundizar en las razones íntimas de cada individuo en su enfrentamiento con el sistema. Pero no es el único autor que me ha influido. Pienso que en mi narrativa también hay ecos de Dino Buzzati, de Leonardo Sciascia o de Giovanni Testori, un autor milanés del que me atrae mucho el modo en que describe la ciudad.

 

En sus libros la ciudad de Milán no es un solamente un escenario, sino que emerge como un protagonista adicional ¿por qué le resulta tan fascinante?

A mí me encanta describir el espacio urbano y Milán es una ciudad que conozco bien, crecí cerca de ella y he vivido allí largas temporadas. Pero, al margen de eso, creo que ajusta perfectamente a mi propuesta de relato, ya que se trata de una ciudad severa que no resulta cautivadora a simple vista, como pueden serlo Roma o Florencia. Milán tiene una belleza oculta que hay que saber encontrar y no es sencillo porque es una ciudad fría donde resulta fácil sentirse solo. Eso tiene su parte mala, pero también puede ser positivo en la medida que te brinda tiempo para encontrarte contigo mismo mientras recorres sus calles. Esa secuencia de pensamientos que tiene lugar en el interior de mis personajes sería imposible de desarrollar en cualquier otra ciudad.

 

¿Por qué cree que sus novelas han tenido tanto impacto en Italia tanto a nivel de crítica como de público?

No lo sé, es algo que me sume en la perplejidad. Me gusta pensar que han sido bien acogidas porque tocan temas que están en el aire, que nos conciernen a todos y que lo hago apelando a un estilo de escritura limpio y conciso. Por otro lado, creo que en Italia hay un deseo de ajustar cuentas con el pasado. En este sentido, cuando publiqué “Muerte de un hombre feliz”, muchos me hicieron notar que era la primera vez que una novela evocaba los ‘años de plomo’ desde el punto de vista de una víctima de la lucha armada. Creo que hay una necesidad de confrontarse con la verdad de aquel período.