Karlos ZURUTUZA

¿Quiénes se matan en Libia?

Se libra la tercera guerra en Libia desde 2011 –la segunda fue en 2014 –; eso si es que el conflicto armado llegó a apagarse alguna vez en este rincón del Magreb. Lo cierto es que seguimos sin saber quién es quién y por qué combate. El que busque líneas sectarias (chií/suní) no las encontrará en Libia, como tampoco la que divide a los insurrectos de 2011 de los seguidores de Gadafi. Si bien estos últimos se agruparon bajo el paraguas del Gobierno del este en 2014 (bajo el ala de los saudíes, entre otros), el antiguo tejido tribal sobre el que se apoyó tanto el linchado líder libio como sus predecesores (el rey Idris y los ocupantes italianos) está hoy ya muy deshilachado.

Tras la guerra de 2011, el de las milicias tribales libias ha sido un fenómeno complejo que ha crecido ante la traumática ausencia de un Gobierno capaz de gestionar el Estado así como la crisis de identidad dejada por la desintegración de este. La idea de «Libia» se desdibujaba en sus tribus y sus milicias, cada una de las cuales podía incorporar nuevos elementos como «revolución», o «islam» a su esquema identitario; conceptos que acabarían combinando y ajustando en su propia agenda.

Para Kemal Abdallah, analista egipcio y un gran experto en Libia, las tribus son tan parte del problema como de la solución. Aduce que las interacciones entre clanes siguen patrones de alianzas sólidas, como las llamadas «tribus beduinas», que incluyen a los Warshafana, Gadafa, Warfala y Awad Suleyman, antes leales a Gadafi y luego alineadas bajo el paraguas del gobierno del este. Gadafi insistía en que las tribus no tenían ningún papel en el Gobierno pero lo cierto es que siempre fueron una fuerza central en estructuras políticas estratégicas cuyas máximas figuras eran Warfala y Magharha. Al mismo tiempo, tribus de la Cirenaica –la provincia oriental– como los Kargala, Tawajir y Ramla quedaban sistemáticamente excluidas del aparato del Estado. Conviene recordar que uno no tiene que necesariamente que nacer en Misrata para ser «de Misrata», y da igual que un Gadafa venga al mundo en las playas de Sirte, o en lo más profundo del desierto

Gadafi se limitó a gestionar poderes que existían desde siempre. Ya en un mapa publicado en 1955, Pierre Rondot, general de división francés, detallaba una red de alianzas entre las tribus libias que se podría trasladar, casi sin cambiar ni una sola flecha, a la coyuntura actual. O casi. El propio Haftar, caudillo del este, es miembro de la tribu Ferjani, uno de los clanes de la zona de Tajoura, en el oeste del país –dicen que le delata hasta su acento– y lo que el llama Ejército Nacional Libio no es más que un contingente más o menos bien equipado y entrenado en el este de Libia, pero que compra apoyos en el oeste entre escuálidas milicias que no siempre respetan una cadena de mando.

Por ejemplo, cuando se dice que las tropas de Haftar controlan el estratégico aeropuerto de Watiya (entre las montañas de Nafusa y Zuwara), solo significa que parte de una milicia del oeste afín tiene el aeródromo bajo control. Hablamos de Zintán, una de esas «tribus beduinas» hoy con lealtades repartidas entre Trípoli y Tobruk.

Por supuesto, los apoyos se obtienen a base de talonario, y hoy más que nunca debido al colapso de la economía libia y a la falta de liquidez –«el dinero está en el ordenador, pero no en la mano», repiten siempre los libios–. Dichas lealtades también se pueden construir por rivalidades entre comunidades vecinas, e incluso intestinas entre milicias, que pugnan por el negocio del tráfico de armas, combustible o personas. Las tribus libias siempre estuvieron y están ahí, es cierto, pero la asfixia económica del país las ha convertido en víctimas de sus propias milicias. Bandas a sueldo de mamporreros internacionales.