Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Europa

Desplazado por las hegemonías económicas, acogotado por el ascenso del neoliberalismo, anticuado en la modernización cultural, inoperante en la gestación de equilibrios geoestratégicos, pereciendo con los efluvios del pasado y, sobre todo, cayendo en el error atávico de considerarse en centro del universo, el Viejo Continente jadea de agotamiento. Lo queremos porque formamos parte de su territorio. Porque nuestros antepasados se dejaron la piel entre sus rastrojos, florestas y asfaltos. Porque nuestros nietos hostigarán las sendas que cuartean sus valles.

Antes de ser una denominación geográfica, península de ese gran continente que llamamos Eurasia, fue seducida por Zeus, el dueño del Olimpo, y convertida en la primera dama de Creta. Esparció sus semillas y sus tres hijos, Minos, Radamantis y Sarpedón, en un sueño que aún alcanza nuestros días.

¿Pero qué sería de Europa sin sus hombres y mujeres? Un trozo de tierra, piedras abrasadas por antiguos volcanes, pizarras volteadas por terremotos esporádicos, praderas enlodadas por la lluvia, bosques aromatizados por la fragancia de musgos, enebros y moras. La nada. Porque el territorio toma relevancia con nuestra presencia, con las canciones de nuestros jóvenes, con la templanza de nuestros mayores.

Y esa Europa habitada, calurosa y fría, reaccionaria pero también revolucionaria, belicosa y pacífica, obstinada y remisa, intransigente y tolerante, solidaria, jacobina, implacable, humana… es nuestra patria. La de un pequeño país que dividieron con una muga ficticia, que aplacaron con idiomas extraños y que negaron hasta su parte del Olimpo de la que descendieron sus progenitores, Aitor y Amaia.

Hace unos días Europa evocaba compungida el aniversario de uno de sus hitos más vergonzosos. La liberación de los prisioneros del campo de exterminio de Mauthausen, uno de los iconos del nazismo, del holocausto. Y entre fastos, volandas hispanas y discursos acartonados, recordé a mis amigos, a mi familia que nunca conocí, vascos como mis hijos, algunos del norte del Bidasoa, otros del sur, de quienes no hay siquiera una placa de reconocimiento a su tragedia.

Porque no tuvieron la suerte de pertenecer a esa elite mediática que, al parecer, es la única con derecho a subrayar sus apellidos. Y los cito porque ellos también fueron gaseados en Mauthausen, ahondando ese desasosiego que me acompaña desde que recuperé sus nombres: Jean Astagarre (Mitikile), Bernard Castoreo (Irulegi), Beñat Daguerre (Baiona), Pierre Elgoyen (Aloze), Javier Escartin (Donostia), Jean Espel (Sohüta), Antonio Heppe (Bilbo), Josemari Irusta (Deba), Arthur Lecuona (Biarritz), Gerardo Moro (Barakaldo), Jean Oddos (Ündüreiñe), Juan Redondo (Donostia), Gustavel Subsol (Baiona)…

Hace unos días, asimismo, en un entorno más reducido, se celebraba el 74 aniversario de la caída del nazismo en Europa. La toma de Berlín por el Ejército Rojo, ese que tuvo más de 9 millones de sus soldados muertos en la contienda, defendiendo un territorio que sufrió la pérdida de otros más de 23 millones de civiles, hombres, mujeres y niños, la mayor tragedia jamás ocurrida en nuestro Viejo Continente.

Y nuevamente me ahogó la congoja del recuerdo de los nuestros, de los niños de ese pequeño país que elevaron a la categoría de poesía nuestros bardos Iparragirre, Xaho o más recientemente Maialen Lujanbio o Amets Arzallus. De aquellos niños que salieron en un barco de nombre caribeño y años más tarde, apenas con 15 o 16 años murieron en la defensa de Leningrado. Sé que es una petulancia acordarse de apenas una veintena de nombres en un entorno como el asedio de Leningrado en el que murieron más de un millón de personas. Pero son mi familia y yo también reivindicó el derecho de llorar a los míos.

La mayoría nacidos en Bilbao: Julio de la Fuente, Enrique Echevarría, Jesús Erice, Enrique Escudero, Julio Fernández, Epicuro García, Antonio García Lacunza, Francisco Gómez, José Luis González, Juan José Iriondo, Josemari Laparra, Pedro López, Ignacio Moro, Pedro Nieto, Antonio Ochoa, Marcelino Peña, Teodoro Pérez, Manuel Pérez, Manuel Renovales, Ramón Rial, Arsenio Rivas, Jesús Salazar, Alejo Vela, Cayetano Velasco… Apenas unos niños.

Por eso también y, sobre todo, Europa es mi patria. Mi sueño. Como la de tantos otros, italianos, rusos, bávaros, escandinavos, bretones, griegos, escoceses, búlgaros, irlandeses, bohemios, eslovenos, flamencos, letones, moldavos, corsos, franceses o españoles. No debemos juzgar a los pueblos por sus gobiernos y elites económicas y sé de sobra que entre esos estados que tanto daño y con tanta prepotencia nos han tratado, las excepciones de sus súbitos han dignificado la condición humana.

Me refiero, entre otros, a ese manido concepto que a veces empleamos para referirnos a «españoles» y «franceses». No hacemos justicia si generalizamos. Porque aún resuenan los ecos de mil y un batallas contra los tiranos, protagonizadas por hombres y mujeres en los campos de Castilla, en los peñascos de León, en las calles empedradas de París, en las minas de Asturias o en los montes de Vercors.

La solidaridad con nuestros presos se fraguó en decenas de lugares anónimos, comités en Puerto de Santa María, iglesias en Vallecas, viviendas repartidas por trayectos eternos. El compromiso militante, como el de Txiki, llegó desde lugares como Zalamea de la Serena y hasta en el barranco Gérgal de Almería supieron del precio de ser vasco.

Llegan nuevamente elecciones locales, forales… europeas. Tenemos un modelo económico que nos oprime. Una Europa robada, sumisa a las directrices de quien se proclama gestor único del planeta. Y, en este escenario, volveré a depositar mi voto en una urna porque sigo soñando con esa Europa distinta, con esos valores que me transmitieron unas y otros, comprometidos con voltear el futuro. Un voto republicano, internacionalista, solidario, antifascista, abertzale y de izquierdas.