Asun Lasaosa
KOLABORAZIOA

Estigma y prejuicios

Leo un artículo de Itziar Gandarias y Amaia Zufia titulado “Cuando cuidar cuesta la vida” y, como persona con un diagnóstico psiquiátrico severo, quiero hacer algunas puntualizaciones. El escrito trata de una madre de 72 años que murió asesinada a manos de su hijo de 45 el pasado 23 de agosto en el barrio de Iturrama de Pamplona. Ocurre que el hijo que mató a la madre lo hizo al parecer afectado por un brote psicótico de la esquizofrenia paranoide que tiene diagnósticada, por lo que, a partir de ahí, concluyen que cuidar de una persona con problemas de salud mental es deporte de alto riesgo y pasan a indicar cómo se deberían afrontar los cuidados desde una perspetiva feminista.

No es de rigor que se haya puesto tanto el foco en que el asesino tiene un diagnóstico psiquiátrico, porque ello lleva a pensar que las personas con trastornos psíquicos somos más peligrosas que el resto, y nada más alejado de la realidad. La OMS ha desmentido hasta la saciedad que las personas con sufrimiento psíquico extremo tendamos a la agresividad más que la población que no lo padece. El porcentaje de personas violentas entre las diagnosticadas no es mayor que entre las que no han sido psiquiatrizadas nunca. Y sin embargo, en el texto se incide una y otra vez en que el peligro y el riesgo, el horror más espantoso, se debe al hecho de que se trate de una persona con problemas de salud mental, como si los «cuerdos» no mataran.

Somos conscientes de que nuestro trastorno puede provocar un gran impacto en quienes nos cuidan y que familias y profesionales padecen a veces unas cotas de incertidumbre, temor y dolor elevadísimas. También sabemos que es labor de las instituciones sacar al entorno más próximo de la orfandad y la falta de conocimiento para dotarlo de los medios necesarios para poder transformar su papel doliente en un factor positivo en la recuperación de la salud.

Pero con todo, el planteamiento que convierte a las personas diganosticadas en seres con los que hay que estar en estado de alerta permanente resulta tremendamente dañino para quienes padecemos sufrimiento psíquico, porque contribuye a mantener y perpetuar el estigma que tanto daño nos hace. No somos muchas las personas que contamos con naturalidad que nos han diagnosticado una esquizofrenia o un trastorno bipolar (por citar algunos diagnósticos) pero los trastornos severos crónicos afectan al 9% de la población. Más que los casos de cáncer. Y pese a lo abrumador de la cifra, vivimos escondidas porque en el mejor de los casos se nos ve como diferentes y provocamos como mínimo prevención. Es una actitud prejuiciosa que nos hace mucho daño, porque somos personas más frágiles y más vulnerables, y tenemos peores condiciones psíquicas. Además, el prejuicio de la peligrosidad social no sólo provoca sufrimiento, sino que conduce también muchas veces a una vulneración intolerable de nuestros derechos, que se ven cuestionados, cuando no suprimidos, sólo por causa de nuestro diagnóstico.

Por otra parte, a la hora de establecer una estrategia para los cuidados es imprescindible también escuchar las voces de las propias personas diagnosticadas, que reivindicamos nuestro derechos a participar en la toma de decisiones que afectan a nuestra salud. No queremos nada sobre nosotras sin nosotras. Debemos ser parte activa del proceso que se ponga en en marcha para mejorar las condiciones de vida tanto de cuidadores y cuidadoras como de nuestras propias vidas.