Koldo LANDALUZE
CRÍTICA «Los años más bellos de una vida»

El inexorable paso del tiempo

Claude Lelouch prolonga la senda fílmica y vital que inició con su exitosa “Un hombre y una mujer” (1966) y que prolongó en “Un hombre y una mujer, veinte años después” (1986) en esta tercera entrega en la que Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée vuelven a reencontrarse, pero esta vez en el otoño de sus vidas.  Tomando como referencia un simil directo, podría decirse que este filme se revela menos elaborada que la trilogía “Antes del...” firmada por Richard Linklater.

Lelouch, que inició la trilogía compartiendo la edad que por entonces tenían sus intérpretes, guarda distancia prudente a la hora de dotar de sentido a este reflejo de un espejo inexorable en el que si bien adquiere una lógica importancia el inevitable y cruel paso del tiempo, en su trastienda se advierte una saludable intención de afrontar este capítulo crepuscular desde una óptica de sana alegría y complicidad.

Los comentarios en tono desenfadado que salpican los diálogos relativos a los estragos mentales y físicos que causa el movimiento de las manecillas de nuestro reloj vital, adquieren una especial importancia para una pareja que exhibe sus arrugas con total naturalidad ante una cámara que se toma su tiempo para captar cada uno de sus matices.

Cincuenta y tres años después de aquel primer encuentro, en “Los años más bellos de una vida”, también topamos con un Lelouch que reivindica el espíritu de aquella Nouvelle Vague que subvirtió los estereotipos del cine y que se nos descubre juguetón cuando se atreve a experimentar con diferentes fragmentos de su obra pasada. De esta manera, del flamante coche deportivo pasamos a la pausada silla de ruedas en un metraje que se muestra respetuoso con sus protagonistas y en el que impera el contraste entre el evidente deterioro que padece Trintignant y el saludable otoño que transmite la mirada y la sonrisa de Aimée.