Iker BIZKARGUENAGA
POLÍTICA MIGRATORIA Y DERECHOS HUMANOS

OCCIDENTE DELEGA LA GESTIÓN DE SUS OBSESIONES FRONTERIZAS

La pulsión securócrata que guía la política migratoria occidental, donde el control de las fronteras gana por la mano al respeto de los derechos y libertades, está alentando un marco de inestabilidad, represión y autoritarismo que nos acabará pasando factura.

El incesante recuento de muertes en el Mediterráneo nos provoca un persistente nudo en el estómago, y las imágenes de niños y niñas latinoamericanos enjaulados en puestos fronterizos de Estados Unidos generan sentimientos de rabia difícilmente contenida. Sin embargo, estas dos atrocidades son la expresión más cruel de una realidad que se extiende por todo el planeta y que nada tiene que ver con los impulsos de sociópatas como Donald Trump o Matteo Salvini. Al contrario, la obsesión por blindar las fronteras frente a la inmigración es un mal generalizado en el llamado primer mundo, y está fomentando el autoritarismo, la corrupción y la merma de derechos en el resto de países, sobre todo en aquellos que, por su cercanía a la tierra de destino, ejercen de tapón para millones de personas.

Esa externalización del «trabajo sucio» es una de las características de la política fronteriza occidental, y también uno de los elementos destacados en un reportaje publicado hace unos días en ‘‘Foreing Policy’’, que pone el acento en la inestabilidad que está causando esta estrategia. Los autores, Ruben Andersson y David Keen, llaman la atención, por ejemplo, sobre la represión que ejercen estados «subcontratados» por la Unión Europea, cuya única meta parece ser limitar la llegada de migrantes tras las cifras alcanzadas en 2015, las más altas hasta la fecha. En ese camino, las instituciones comunitarias han celebrado el descenso apreciado estos últimos años, sin detenerse a explicar qué se esconde detrás o profundizar sobre sus consecuencias. Sin embargo, para la publicación estadounidense, «este éxito espurio oculta un fracaso moral y político mucho mayor, que regresará para perseguir a la UE».

Solo beneficia a la extrema derecha

Y es que, desde los campos de refugiados de Grecia, donde se hacinan miles de personas, hasta las devoluciones de migrantes al «infierno libio», pasando por las rutas cada vez más peligrosas por el Sáhara y los ahogamientos masivos en el mar, la «lucha contra la inmigración ilegal» está alimentando abusos que, lamentan los autores, «socavan el papel global de la Unión Europea» y los valores que esta proclama a los cuatro vientos. Es más, apostillan que esta percepción cada vez más extendida de crisis migratoria está propiciando una sensación de «asedio» en la sociedad que solo beneficia a la extrema derecha. En este sentido, citan el ejemplo de Vox y sus hilarantes propuestas.

Don’t feed the trolls (no alimenten a los trolls) es un lema recurrente en las redes sociales, pero fuera de ellas el monstruo ultra está siendo alimentado a diario por una política de inmigración sacada de su libro de estilo, que antepone la protección de las fronteras a la defensa de las personas. Una agenda que propone sobre el papel «combatir la migración ilegal y la trata de personas a través de una mejor cooperación con los países de origen y tránsito», pero que a efectos prácticos supone externalizar el control fronterizo y con ello sus costes sociales.

Y si la ejecución de esa labor ingrata implica el pago, a veces en términos de reconocimiento o de concesiones políticas, a regímenes autoritarios y antidemocráticos, se abona y no pasa nada. Sobre todo, porque no trasciende a la opinión pública, salvo en ocasiones puntuales en los que la realidad es tan desgarradora que no se puede velar. Pasa de vez en cuando con los naufragios en el Mediterráneo –aunque, ¿quién se acuerda ya de Aylan Kurdi?– y ocurrió hace unos meses, cuando un bombardeo del general Haftar que mató a 53 personas sacó a la luz las condiciones horrorosas que se viven en los centros de detención de migrantes de Libia.

Libia: un agujero negro en el caos

El país norteafricano representa uno de los ejemplos más lacerantes de esta política. Arrasado por la guerra, con el territorio repartido entre facciones en constante lucha por el poder, la Unión Europea, con su parte alícuota de responsabilidad en el caos, no ha tenido empacho en delegar en Libia el papel de stopper de la inmigración, haciendo la vista gorda sobre unas instalaciones donde nunca se ha oído hablar, ni como hipótesis lejana, del respeto a los derechos humanos.

De ello puede dar fe el máximo responsable de la agencia de la ONU para la Inmigración (UNHCR), William Lacy Swing, que el año pasado cursó una visita para conocer de primera mano la situación en esos centros. Allí, escuchó «historias personales de dolor absolutamente terribles», y emplazó al primer ministro, Fayez al-Sarraj, a que no se envíe a los inmigrantes a este tipo de lugares, así como que no se detenga a las personas que han sido devueltas tras intentar cruzar el Mediterráneo. Lo que ocurre es que ese es precisamente el cometido que desde la otra orilla se les ha encomendado a las autoridades –en plural, porque no hay una autoridad– libias: detener el flujo de inmigrantes.

Y en ello andan. Por tierra, y también por mar, a través de la llamada Guardia Costera que no es sino un compendio de milicianos armados que tienen el placet de la UE para actuar como lo que no son. Las denuncias por su brutalidad, no solo con los migrantes sino también contra los voluntarios que les socorren, se acumulan una tras otra, pero sin embargo ahí siguen, pescando personas.

El chantaje turco

Libia o Marruecos, otro gendarme de la región, son zonas de paso para quienes desde África ansían llegar a Europa, pero hay un país donde se cuentan por millones las personas que tienen ese objetivo: Turquía. El estado euroasiático, que siempre ha sido lugar de tránsito entre ambos continentes, ha convertido a la enorme cantidad de refugiados del conflicto sirio en una herramienta de disuasión frente a posibles represalias ante su creciente autoritarismo. En octubre, Recep Tayyip Erdogan amenazó con «abrir las puertas» en caso de que los estados de la UE se opusieran a su incursión militar en Rojava. Salta a la vista que el chantaje funcionó.

Esta política de laissez faire se ha extendido a otros países. Como Sudán, donde se ha dado patente de corso a grupos armados vinculados con los yanyauid, milicias de infausto recuerdo en Darfur, para frenar la llegada de migrantes de Somalia, Eritrea o Etiopía. Lo mismo sucede en otros puntos del Cuerno de África y del Sahel, donde Europa reparte fondos y reconocimiento a grupos y gobiernos de dudoso lábel democrático.

Ocurre por ejemplo en Níger, cuyo presidente, Mahamadou Issoufu, pidió públicamente mil millones de euros para detener la migración hacia el norte, un dinero que, señalan desde ‘‘Foreing Policy’’, le fue proporcionado «mostrando a cualquier posible socio la nula importancia que la UE concede a sus valores, e ignorando el fracaso del Gobierno en proporcionar elecciones libres e imparciales». «Níger es un polvorín gracias en gran parte a las medidas de seguridad impuestas por Europa», censura.

Por supuesto, esta no es una política exclusiva de la Unión Europea. Estados Unidos no solo levanta muros y enjaula a familias, sino que presiona a México y a los países de Centroamérica para que hagan de policías fronterizos. Y Australia utiliza a estados pobres del Pacífico como contenedores de personas por tiempo indefinido. El objetivo es el mismo: mantener alejado ‘el problema’.

Lo que ocurre es que este no hace más que agravarse a causa de la represión, el autoritarismo y la corrupción que propagan estas políticas en esos países. Y más allá del efecto que tienen sobre la vida de millones de personas, que es lo más dramático, es probable que desencadenen movimientos migratorios mayores. Apagar un fuego con gasolina.

Otra política migratoria es posible, pero exigiría atajar sus causas en origen, generar expectativas de desarrollo en los países afectados, dejar de financiar –y armar– a gobiernos autoritarios y corruptos, no azuzar conflictos por motivos geoestratégicos y, junto a esto, cambiar el pensamiento occidental respecto a la migración. No solo el de los gobiernos, también el de quienes los eligen.