Miguel CARVAJAL SAIZ
Lesbos

LESBOS, OTRA MANERA DE AYUDAR ES POSIBLE PESE A LA CRIMINALIZACIÓN

En la isla de Lesbos, donde más de 30.000 solicitantes de asilo están atrapados, operan más de 50 organizaciones humanitarias, algunas de ellas gigantes corporativos. En el otro lado del espectro existen un puñado de proyectos fuera de los circuitos institucionales que plantean un modelo de trabajo más comunitario y autoorganizado. La creciente criminalización de la ayuda humanitaria y el nuevo Gobierno conservador dejan cada vez menos resquicios a este tipo de iniciativas.

En 2015, cerca de 800.000 personas pasaron por la isla griega de Lesbos y el sistema estatal de rescate y atención colapsó. Las precarias lanchas neumáticas seguían llegando a las playas, cuando no volcaban durante la travesía. La sociedad civil local, a la que se sumaron voluntarios de ultramar, improvisaron un campamento donde los recién llegados pudieran cobijarse antes de continuar su viaje.

El espacio se llamó Platanos y se autodefinió como un conjunto de «estructuras autoorganizadas para la recepción y el tratamiento de refugiados». Tenía su homólogo en Atenas, en el parque Pedion Aeros. Cuando en marzo de 2016 la ruta de los Balcanes echó el candado y miles de solicitantes de asilo quedaron varados, estos lugares de paso cristalizaron en una docena de espacios de acogida, como el hotel ocupado City Plaza. Platanos se disolvió en mayo del mismo año cuando una miríada de ONG e instituciones internacionales desembarcaban en la isla. Durante los últimos meses, la gran mayoría de estos espacios de acogida han cerrado sus puertas o han sido desalojados por el Gobierno heleno, que ha dado un ultimatum de 15 días para abandonarlos. Estas iniciativas tienen algo en común con las que operan hoy en Lesbos: representan una manera alternativa de responder a la emergencia humanitaria iniciada en 2015.

Dos miradas a una misma situación

«El pueblo ayuda al pueblo». Con esta frase encabeza uno de sus comunicados No Border Kitchen, colectivo que se formó tras la caía del Muro de Berlín para «trabajar con la gente que tiene problemas en situaciones de frontera» y que reparte en Lesbos la comida que les entrega Zaporeak.

Esece Natzab trabaja con No Border. «Nos da igual si la frontera está allí o allá, si han sido griegos o turcos quienes los han recogido, entendemos que hay personas minorizadas que han dejado su país de forma irregular para salvar la vida y es un derecho humano recibir asilo en un país seguro, […] nuestra forma implica un enfrentamiento con los estados», explica esta voluntaria navarra que lleva más de tres años trabajando con solicitantes de asilo en Grecia.

«El modelo vigente en los campos y organizaciones tiende a tratar a los solicitantes de refugio como si fueran estúpidos. El concepto es ‘tú no hagas nada porque ya lo hacemos nosotros’. Un europeo te dice a qué hora acostarte, qué comer y te da la ropa que te pones. La última decisión que pudieron tomar por sí mismos fue la de salir de sus países. […] Ellos son capaces de hacerlo por sí mismos», señala Natzab.

En una línea similar se mueve Inés Marco. Participa en el proyecto One Happy Family, que organiza todo tipo de actividades y talleres para y con los solicitantes de asilo. La voluntaria trabaja en el Espacio de Mujeres, que define como un «espacio de salud comunitario, comunicación y apoyo mutuo».

«¿Por qué gastar 300-500 euros en un billete de avión para venir a hacer té? Si soy una ONG y te doy y te doy, al final solo te doy a entender que no vales nada. […] Es un reflejo del colonialismo, de la figura del salvador blanco», señala esta doctora en Historia Económica de Barcelona. Incide en que es fundamental «trabajar con ellos y preguntarles qué necesitan», con el objetivo de ayudarles a «poder decidir».

Los agentes locales, clave

Lesbos siempre ha sido una isla de llegadas. En 2012, un grupo de locales formó Lesvos Solidarity, matriz de la que se ramifican dos proyectos: Mosaik y Pikpa. «Moria es un no-lugar. Las condiciones son tan extremas que es difícil que haya una reorganización constante. La prioridad es sobrevivir. Se alimenta un paternalismo creado por las ONG, la relación de dame. Nunca hubo un plan de cooperar con los locales, lo que provocó rechazo y suspicacias. La idea de Mosaik es que forme parte de la ciudad», apunta Joaquín O`Ryan, responsable de comunicación.

El espacio alberga varias iniciativas como talleres de confección, clases de idiomas e informática. La mitad de los trabajadores son solicitantes de asilo. Igual que el resto de proyectos de su clase se financia mediante donaciones particulares seleccionadas. «Consideramos que los gobiernos son culpables por lo que no aceptamos donaciones de ellos», aduce O´Ryan.

El proyecto Lesvos Solidarity comenzó en 2012 con la apertura del espacio Pikpa, un antiguo conjunto de bungalows de propiedad municipal para organizar campamentos de verano que se reutilizó para alojar a unas 100 personas migrantes y refugiadas con perfil vulnerable. «El objetivo era demostrar que no era necesario meterlos en campos», explica María Albero, valenciana que trabaja en el proyecto desde 2016.

«Es un modelo basado en la construcción de comunidad. La organización horizontal es un reto pero fomenta la autonomía y la integración. Les da la oportunidad para que puedan hacer las cosas por sí mismos», resalta. Pierre Gagarin, de la carpintería de One Happy Family, afirma que «supone una inyección de autoestima para ellos».

El fantasma de la deportación

Zekria Farzad se acomoda descalzo en el suelo de su tienda y se dispone a beber té. La estructura, de lona y plásticos, es un espacio limpio y ordenado de unos 12-15 metros cuadrados localizado en el llamado Campo de Olivos, los suburbios por donde se desparrama el recinto oficial de Moria, que sobrepasa en ocho su capacidad oficial. Farzad es el fundador de Waves of Hope, un proyecto educativo autoorganizado por los propios solicitantes de asilo dentro del campo. Graduado en Periodismo y Relaciones Internacionales, Farzad era profesor en la Universidad de Kabul, de donde tuvo que huir el febrero pasado por estar amenazado, tanto por los talibanes como por el Gobierno. El nombre del colegio no es casual. «Cuando navegábamos entre Turquía y Grecia hacía muy mal tiempo. Fueron esas ‘olas de esperanza’ las que nos trajeron a la costa. También perdimos a un niño de diez años que cayó al agua. Fue la peor noche y el peor día de mi vida», confiesa el profesor.

«Lo primero que intenté fue escolarizar a mis hijos. Me dijeron que había una larga lista de espera. Esperé 20 días y me di cuenta de que era imposible, que era una situación común a casi todos los niños de la isla. Compré una pizarra y algunos rotuladores y empecé a dar clases de inglés de forma itinerante dentro de Moria. En un momento dado quedó claro que necesitábamos un aula fija, hoy tenemos tres. El día de matriculación vinieron más de 600 personas», relata.

No obstante, la iniciativa no gustó a las autoridades, que requirieron su presencia. «Su mensaje era: tu posición aquí no es más que la de un refugiado, no puedes hacer esto si no es oficial. Cuando les expliqué mis buenas intenciones, me hicieron firmar un compromiso de responsabilidad», asevera. Farzad ha sufrido un segundo rechazo en su solicitud, lo que abre la puerta a su deportación. «Hay un sentimiento general de que si te significas tu caso será rechazado».

Con su abogado sigue peleando su caso cada vez con menos esperanzas. Pese a ello asegura que «deberán matarme aquí porque no pienso dejar Europa».

Siempre que hay revueltas o estallidos de rabia en los campos a las autoridades no les tiembla el pulso. El caso más significativo es el de los 35 detenidos arbitrariamente después de unos disturbios en Moria en 2018. Solo dos fueron absueltos. «Este es el caso más visible pero pasa constantemente y muchas veces no sabemos ni por qué les incomunican», asegura Lorraine Leete, asesora legal del Lesbos Legal Center.

En setiembre, el nuevo Gobierno griego comunicó que harán todo lo posible para acelerar los trámites burocráticos, que ahora se dilatan al menos entre uno y dos años. El fin es aumentar las deportaciones a Turquía y descongestionar las islas. El Ejecutivo ha anunciado que cerrará Moria y los demás campos abiertos y los sustituirá por CIES.

«El Gobierno es capaz de construir y mantener un centro de detención. Pero no es fácil, el gobierno local de la isla decidió en asamblea que no quieren un centro de detención», señala Leete.

Desde 2015, la economía de la isla depende cada vez más de los 85 euros que recibe cada solicitante de asilo adulto y de toda la infraestructura que gira en torno a ellos.