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HISTORIA DEL LARGO SILENCIO AL QUE DESTERRARON A LAS MUJERES

En los siglos XVII y XVIII la norma eclesiástica lo impregnaba todo, y las mujeres no debían hacer más que acatarla y guardarse en su hogar, anónimas y silenciosas. La escritora Charo Roquero nos acerca a esta época en «Historia de las Mujeres en Euskal Herria (II)».

La cotidianeidad, marcada por férreos criterios eclesiásticos, bien podría ser, entre los siglos XVII y XVIII, la más incansable enemiga de las mujeres. Encorsetadas por la moral cristiana, impartida en sermones de los predicadores más célebres y desde los confesionarios puritanos, y enraizada profundamente en la sociedad, la mujer vasca debía ser limpia, consecuente con las leyes del hogar y de la crianza, respetar la castidad prenupcial y apostarlo todo en la dote, pues en muchos casos, de esta dependía su prestigio social. Las mujeres vivían, según detalla la historiadora Charo Roquero Ussía en su libro “Historia de las Mujeres en Euskal Herria (II)”, «en permanente situación de juicio de la comunidad».

El de Roquero es el segundo tomo de una serie que emprendieron las hermanas Ana y Rosa Iziz Elarre de la mano de la editorial Txalaparta; una detallada investigación con el subtítulo “Prehistoria, Romanización y Reino de Navarra” (2017), y que Roquero continúa con “Del Viejo Reino al Antiguo Régimen” (2019). En el prólogo, la antropóloga Teresa del Valle dice de este libro que es «de gran interés para los estudios en el marco de la crítica feminista», necesario para repasar la historia de las mujeres vascas y entender así el presente.

Contrato de supervivencia

Basándose fundamentalmente en documentación sobre pleitos rescatados de los Archivos Generales de Gipuzkoa y Nafarroa, del Archivo Diocesano de Iruñea y de varios archivos municipales guipuzcoanos, Charo Roquero ofrece un acercamiento al comportamiento de las mujeres que vivieron una época hostil, cuando los malos tratos, como relata la escritora en una entrevista al editor de Txalaparta, Jon Jimenez, «se justificaban en relación a que es función del marido ‘corregirla’, y la de ella cumplir su papel en el hogar, con sumisión y respeto total al varón».

«Siempre coinciden en los defectos que ‘proliferan en todas las mujeres’, que son los de murmuradora, mentirosa, mandona, gritona, llorona, presumida, voluble, enredadora, manipuladora e incluso dada al vino», relata Charo Roquero en el libro. Todo ello se presuponía a las mujeres de la época, además de que fueran silenciosas, obedientes, pasivas, oscuras y estuvieran condenadas al anonimato. El padre Lizarraga, famoso orador en aquellos tiempos, proclamaba en un sermón en 1782 que «la mujer debe estar callada y hablar solo en momentos precisos».

Huelga decir que todos estos tópicos e imposiciones sociales influyeron notablemente en el comportamiento de las mujeres y en el control que ejercían los hombres sobre ellas. Solamente gobernaban en sus hogares y debían cumplir con la responsabilidad de ser transmisoras de esa misma moral que las amordazaba, como un legado envenenado que heredaban sus hijas. Al igual que el matrimonio, que era la única manera para muchas de adquirir cierto prestigio social y liberarse de la miseria económica, pero que condenaba a algunas de ellas –muchas sí que se casaban por amor– a permanecer bajo el mando de un extraño. Un contrato vitalicio de supervivencia.

Violencia de género

«La violencia doméstica ni era rara ni censurada», relata el libro, donde se recoge que «las justificaciones masculinas tras agredir a una mujer son siempre similares: ‘que su intención era corregirla, por ser de vida demasiado libre’, ‘porque no le respeta suficiente como marido’, que ‘si alguna vez le ha castigado ha sido por desobedecerle y faltarle al respeto que le debe como marido, ‘porque ella es una deslenguada’, ‘porque le vocea’ o ‘porque no tenía la cena preparada’».

Estos ‘motivos’ eran suficientes para justificar agresiones físicas y sicológicas contra las esposas, derivadas de la idea de sumisión y obediencia al marido que defendía la doctrina de la Iglesia, por lo que se le recomendaba a la mujer «callar y no responder».

Además, no era fácil para la cónyuge separarse de un marido maltratador, pues si se resistía a volver donde él, el fiscal y la Iglesia prácticamente la obligaban a reiniciar su vida marital, bajo amenazas de excomunión, terrible castigo en esos tiempos.

Sin embargo, el apoyo de la comunidad social ante situaciones de malos tratos era habitual y parcheaba el desamparo que padecían las mujeres maltratadas. Expone Roquero que los vecinos y vecinas se involucraban de diversas maneras, «acuden a las demandas de auxilio, a los ruidos de golpes, se prestan a testimoniar en los pleitos, ofrecen su domicilio y amparo a la maltratada», entre otras muchas respuestas que hoy calificaríamos de sororidad.

En aquellos tiempos, además, era sistemática la violación sexual extramatrimonial. En el Fuero de Donostia, de alrededor de 1150, se legislaba así sobre la violación: «Si la forzare, la pague, o recíbala por esposa. Y si la mujer no es digna de ser la esposa de aquel que la hubiere forzado, debe de darle por marido como si fuese tan honrada como antes que él la hubiese forzado». La gravedad de la agresión, determinante para la indemnización que debía abonar el violador, estaba condicionada por diversas particularidades de la mujer como edad, doncellez, belleza, laboriosidad, linaje o si estaba casada o no, entre otras.

Pero el juicio contra la mujer empezaba antes aún de que la denuncia estuviera en proceso, ya que «una denuncia por violación significaba deshonrar a la denunciante, lo cual es muy importante si consideramos que la virginidad marcaba la frontera entre las mujeres que cuentan y las que no: la condición tácita de acceso al matrimonio». Lo más grave es que a veces las mujeres que habían sido violadas se valen del juicio para que el violador se case con ella. «Seguramente, dada la férrea moral católica imperante en la época, no tenemos duda de que lo que más temían los protagonistas de estos ignominiosos sucesos era la deshonra pública», aclara la escritora.

Resistencia y supervivencia

La publicación de Charo Roquero Ussía muestra que la época comprendida entre los siglos XVII y XVIII era difícil de habitar para las mujeres. Dependían del hombre para ascender de rango socialmente y debían acatar las órdenes eclesiásticas, diseñadas igualmente por varones.

La influencia que ejercía la familia, la Iglesia y el costreñimiento social imposibilitaba la autonomía o libertad de ellas, aunque no por ello dejaron de intentar escapar del peso de la iglesia o de las leyes, a veces por supervivencia, otras veces por subversión, sobre todo si eran mujeres a las que el sistema exluía totalmente, como las prostitutas. «Esa combinación del contexto social, de la ideología, de las creencias, de las normas que dictan conductas donde se encarna lo que pueden considerarse prácticas de resistencia y estrategias de subversión, se produce en medio del orden que proviene de la tradición, la jerarquía eclesiástica, las leyes. Y que, a pesar de su impronta, y tal como lo relata la autora, las mujeres revierten el orden en muchos casos», recoge en el prólogo Teresa del Valle.

En la mima línea, Roquero comenta que «las mujeres, conscientemente o no, ejercieron una presión y una resistencia a la estrechez moral que las constreñía, que consistía más bien en aprovecharse de los huecos del sistema para escapar de él y tratar de hacer su propia vida. Y, poco a poco, a fuerza de forzar rutas de escape, estas acabaron convirtiéndose en aceptables y, finalmente, en admitidas socialmente».

También es cierto que, ya en el siglo XVII y sobre todo en el XVIII, se pueden vislumbrar cambios «en lo que concierne a ideas y pensamientos». Pero esos no son más que tenues lumbres en comparación del halo de la religión que todo lo impregnaba y que relegaba a la mujer a un eterno segundo plano.