Isidro Esnaola

La gestión capitalista de los riesgos y los bienes sociales

La gestión de lo público siguiendo criterios empresariales ha debilitado todas las estructuras colectivas que permiten a una sociedad afrontar las contingencias extraordinarias que surjan. La pandemia está dejando en evidencia la total falta de gestión de los riesgos colectivos.

En un artículo anterior afirmaba que el sistema bancario es en general insolvente. Varias personas me han preguntado al respecto y no se me ocurre mejor prueba que la lluvia de liquidez y avales lanzada al unísono por bancos centrales y Gobiernos a cuenta de la crisis del coronavirus.

En cualquier caso, el fundamento de la insolvencia es bastante sencillo. Los fondos de un banco provienen básicamente tres fuentes: el capital que han invertido los accionistas y las reservas (ganancias sin repartir); las cuentas corrientes en las que se puede disponer de su dinero en cualquier momento y los depósitos a plazo en los que la gente mantiene sus ahorros durante un periodo fijo de tiempo.

Los bancos asignan esos fondos a tres grandes negocios. El capital se invierte en valores considerados seguros –con garantía del Estado– y en depósitos obligatorios en los bancos centrales. En teoría, activos sin peligro de pérdidas. En segundo lugar están los créditos que se dan a los clientes, algunos con garantía –una hipoteca, por ejemplo– y otros sin ella. Y por último, está el efectivo que se mantiene en caja para poder devolver el dinero a aquellos clientes que lo necesiten.

Fuera de ese balance –supervisado por los bancos centrales– está otra parte que se llama precisamente activos fuera de balance, algo así como cuentas que gestiona el banco pero que no son exactamente suyas. Como no son suyas no se contabilizan a la hora de valorar el riesgo; pero como las gestiona, indirectamente suponen también un riesgo. Una parte que crece y nadie sabe lo que esconde. De ahí viene su nombre: banca en la sombra.

La proporción fundamental que debe respetar un banco es que el capital sea al menos del 10% del total de activos o inversiones que tenga. Antes de la crisis de 2008 la ratio era todavía menor. Ese capital es el dinero que tiene el banco para responder a las pérdidas: cuando no recupera un préstamo, el dinero perdido se descuenta del capital y las reservas. A juicio de los políticos, un porcentaje tan pequeño es suficiente para asegurar la solvencia de la banca.

Con tan poco capital, los bancos no prestan su dinero sino el de los ahorradores. Y lo hacen gracias a que todo el mundo no retira su dinero al mismo tiempo. Si un banco anda escaso de efectivo porque mucha gente ha sacado dinero, otros bancos que sí tienen se lo prestan y así van cubriéndose unos a otros; y si no, siempre queda el recurso al BCE. Por otro lado, en el caso de que algún cliente no pueda devolver un préstamo o se retrase, el banco cubre esa posible pérdida haciendo una reserva en el capital. Si finalmente, el préstamo resulta fallido, se resta del capital del banco y los ahorradores no pierden su dinero.

El problema surge cuando todos los clientes necesitan su dinero a la vez, como por ejemplo ahora con el confinamiento por la COVID-19. En ese caso, no se puede echar mano de otros bancos –todos están igual– y además el dinero que los clientes reclaman es el que se ha usado para dar préstamos a otros clientes. El dinero realmente disponible en un banco para responder a esa demanda es apenas ese 10% del total, el capital que pusieron los accionistas. James Stewart explica muy bien esta mecánica de la banca en «Qué bello es vivir».

En una situación de alarma, el edificio cae como un castillo de naipes. Ni los bancos son solventes, ni los test de estrés sirven para nada. Si vienen mal dadas, un banco puede cubrir aproximadamente la décima parte del balance (ese 10%). Con esas reglas son insolventes por definición; lo que ocurre es que así se les permite tener grandes beneficios prestando un dinero que no es suyo y cobrando por ello.

El sistema funciona porque los bancos calculan riesgos individuales: a principios de mes habrá más salida de efectivo, de cada cien, un cliente no podrá devolver el crédito, etc. Y, en un escenario más o menos estable, con esos cálculos se manejan bien. Pero cuando una crisis o un tsunami sacude, la pirámide se cae. La banca no calcula el riesgo colectivo.

Las compañías de seguro también evalúan así el riesgo, solo para el conjunto de sus clientes. No hay duda de que calculan bien porque obtienen importantes ganancias. Tasación de riesgos individual y ganancia privada. Sin embargo, las aseguradoras tienen otra instancia para las catástrofes. En esos casos, se hace cargo de las indemnizaciones el consorcio de compensación de seguros, un ente en el participan las aseguradoras junto con el Estado. Esto es, las compañías de seguros cubren solo ciertas contingencias, pero para los riesgos colectivos está, en última instancia, el Estado. Ellas también se aseguran.

No considerar todos los riesgos y, por tanto, tampoco todos los costes, es algo propio de todas las empresas privadas, no solo bancos y aseguradoras. Las compañías privadas ganan mucho dinero porque el Estado se hace cargo de la formación de trabajadores, de las infraestructuras, de la sanidad y también de la investigación fundamental, la más cara. Nada de eso entra en sus balances pero de todas esas inversiones públicas se benefician. Es la lógica de lo que ahora llaman colaboración publico-privada, que no es otra cosa que dejar que la administración abone los gastos generales y se haga cargo de los riesgos globales y las empresas privadas, liberadas de esas cargas, se dediquen a ganar dinero. Resumiendo, la fiesta la organizan ellos y los desperfectos los pagamos entre todas y todos.

Lo peor de este sistema es que cuando las urgencias globales obligan a tomar decisiones que afectan a su negocio privado, no se cortan ni un pelo en amenazar e insultar. Si la sociedad corre con las contingencias generales, empresas y empresarios deberían subordinarse al interés general sin rechistar. Tanto han encarecido su valía los empresarios, que han olvidado que la riqueza que dicen crear es de naturaleza social, la crean los trabajadores; y por eso, ahora que han tenido que quedarse en casa, andan tan alterados.

Al calor de la colaboración público-privada, esa mentalidad de gestionar los riesgos como lo hacen las empresas capitalistas ha calado profundamente en la administración y de ahí el caos de estos días. Si el cálculo que se hace es que en sanidad el pico de ocupación se produce por ejemplo con la gripe estacional y todo lo que exceda ese máximo es superfluo, y por tanto prescindible, la sanidad no está preparada para atender ninguna emergencia. A partir de ese cálculo se va recortando en personal y número de camas, se optimiza la gestión de stock siguiendo criterios empresariales y cuando ocurre un acontecimiento extraordinario, todo queda desbordado: ni personal, ni camas, ni equipos de protección, ni nada. En las residencias de ancianos, las trabajadoras han denunciado repetidamente que se atiende a los residentes como si fuera una cadena de montaje. Evidentemente, cuando un acontecimiento imprevisto obliga a alterar las rutinas y a tomar medidas complementarias, la falacia queda al descubierto: no hay personal, no hay capacidad, las personas ancianas se infectan, las trabajadoras se infectan también y el caos se apodera de todo.

Otro tanto se podría decir de la alegría con la que se han deslocalizado empresas y se han cerrado manufacturas en nuestro país, y que ahora resultan esenciales para producir esos elementos de protección que escasean y que tienen unos precios desorbitados. O la apuesta por las grandes infraestructuras y la especialización del territorio, que ha provocado una metástasis urbanística que obliga a todo el mundo a moverse continuamente y a transitar por los mismos sitios, con lo que se hace imposible cualquier control de una epidemia que no pase por encerrar a todo el mundo en casa. O la apuesta por un turismo masivo que ha dejado en evidencia la debilidad y la volatilidad de nuestra economía.

El capital, para obtener beneficio, necesita grandes masas informes que consuman compulsivamente las mismas cosas y en los mismos sitios. Y por esa avenida se cuela y se volverá a colar cualquier coronavirus.

Nos va a salir muy cara esta crisis a causa de que la Administración vasca ha gestionado lo público y los riesgos colectivos como si de una empresa privada se tratara. Y cuando han llegado los problemas globales no había medios; no había tejido productivo y no había forma de organizar cortafuegos. Un país que se precie debe elaborar una estrategia de seguridad nacional que analice los riegos globales y se prepare para hacer frente a las amenazas para las que, visto lo visto, cada vez tienen menos utilidad los Ejércitos y las armas, y cada vez más los denostados servicios públicos, el tejido productivo local y un urbanismo que cree cercanía.