Joxemari Olarra Agiriano
Militante de la izquierda abertzale
GAURKOA

Moción vs emoción

Son, para empezar por el final, unos demócratas de mierda. Y me refiero a todos los concejales del PNV, PSOE y de Podemos que se han prestado a representar el rol de indignantes necios al ofrecer un brindis a la cara oculta de la luna, pidiendo que no se permitan los recibimientos a los presos políticos vascos cuando, tras cumplir su condena, llegan a su casa, a las calles y avenidas de su pueblo, donde sus amigos y los vecinos que tengan a bien les den un abrazo, les saluden o simplemente les muestren su amistad, su respeto o les riñan, como hizo, de modo estricto y entrañable, aita José Miguel de Barandiaran a la salida de prisión de uno de sus convecinos de Ataun.

Los tres citados partidos, no se sabe bien si por falta de ideas o por miedo a su pérdida de peso político, han vuelto a rebuscar en el arcón de sus viejas proclamas y soflamas contra la izquierda abertzale algún elemento que les sirva de munición con la que neutralizar el innegable arrastre popular que la coalición mantiene con aquellos que en el pasado reciente, y todavía presente dramático, sostienen que existieron, existen y hasta que salga el último de ellos a la calle, fueron, son y serán prisioneros políticos. Tan dignos de respeto como otros que dispararon, hirieron y mataron por sus ideas y sus convicciones, nacionalistas, socialistas, anarquistas o comunistas en la guerra del 36. Porque matar, esté bien o mal, señor Urkullu, siempre ha sido el factor utilizado para cambiar la historia. Ha sido la lucha armada, la fuerza de las armas, independientemente de la ética y la moralidad, la partera de las naciones, de los Estados y de los sistemas políticos adoptados por estas naciones y por estos Estados.

La violencia armada, denostada hoy día por todos los partidos políticos sin excepción, fue utilizada por un tal Nelson Mandela, quien por sostenerla y ponerla en práctica dio con su huesos en la cárcel. Cumplida con creces su condena (menos años que muchos de los ciudadanos vascos que han pasado por las prisiones españolas), y sin que se arrepintiera de su trayectoria luchadora, fue recibido por un multitudinario «ongi etorri» de su pueblo que no solo se conformó con recibirlo como un héroe sino que lo nombraron su presidente. Este hecho sirvió para que estallara la paz y la convivencia en la encrespada sociedad sudafricana. Y el caso de Mandela, sin salvar ninguna distancia, sirve para ilustrar la loca jugada llevada a cabo en Euskal Herria por tres partidos ciegos que ya solo se mueven al olor del voto para salir de sus miserias, unos, y para parar el ascenso de la izquierda abertzale que amenaza su hegemonía gestora, otros. El triunvirato mencionado se ha puesto de acuerdo para volver a sacar la cabra a brincos y reeditar las viejas escenas que se vivieron en Euskal Herria con la trifulca de las banderas. Ya tenemos espectáculo con el que demostrar quiénes son los violentos y quiénes los demócratas de toda la vida.

Se antoja grotesco que, en contra de otros pueblos, en Euskal Herria se intente impedir el reconocimiento de la lucha –legal o ilegal, equivocada o acertada– de aquellos que combatieron con todas sus consecuencias por lo que, al margen de que lo fueran, creían justo, correcto y, sobre todo, necesario para la vida de su pueblo y de sus pobladores. Todavía hoy, recuerdan en Centroamérica la figura de Pakito Arriaran, un héroe que, tras comprometerse en Euskal Herria, ya en el exilio, dio su vida por la libertad de aquellas tierras y que, sin embargo, hoy, si su cuerpo fuera trasladado al camposanto de Arrasate vería su homenaje impedido por ediles pusilánimes. También Ernesto Guevara, «Che», fue muerto en la selva boliviana cuando intentaba mediante la lucha armada, con razón o sin razón, equivocado o no, alcanzar sus ideales de libertad. Y también, años después de su asesinato y de ocultar su cuerpo, sus restos fueron recibidos apoteósicamente por el pueblo cubano hasta plantarlo en un mausoleo.

Ahora, a rebufo del «buenismo» político, que solo admite la violencia del poderoso, por la cuenta que les va a los panzudos gestores de la gobernanza, desde el laboratorio de Sabin Etxea han elaborado la vacuna que mitigue el miedo que les corroe a perder su hegemonía y a que el independentismo avance hasta desnudarles y dejarles como lo que son, un partido simplemente autonomista. Sus mociones, coreadas por un lánguido PSOE y los podemitas venidos a menos, no son un tema de debate. Son un trampantojo político con el que juegan con las cartas marcadas por las leyes de España, con el que pretenden hacer olvidar la mala leche que les causa que la gente –mucha– acuda a los recibimientos por sentir que son hijos de su pueblo y que por este han luchado. Y porque entre sus tropas no existe ya ningún militante que diera con su cuerpo en la prisión por causa política. Pretenden despistar a la población y mantener la imagen de la corrección política que manda y ordena España. Y es que en los batzokis, mientras aumenta la calidad de la gastronomía, disminuye la calidad de militancia, hasta el punto de que ya no queda casi nadie que pueda mirarse al espejo sin pasar vergüenza al compararse con los expresos vascos que algunos de ellos son, incluso, hijos suyos. Vergüenza al comprobar que mientras muchos han pasado años en prisión, en el exilio y en la deportación, ellos se han convertido en políticos de pasarela y cementeras y que jalean sin mucha fuerza el independentismo una vez al año por puro automatismo. Como decía un conocido, el PNV quiere la independencia como los católicos subir al cielo, «cuanto más tarde mejor». Y ahora, con una moción intentan parar la emoción.