Koldo LANDALUZE
CRÍTICA «Earwig y la bruja»

Cuando la magia se perdió en habitaciones digitales

A distancia sideral de las grandes producciones de la factoría Ghibli, “Earwig y la bruja” es un filme de tercera fila en el que apenas se atisba un ápice de magia y cuyo interés se diluye progresivamente.

Desde la sombra y firmando como coautor del guion de esta adaptación de la novela de Diana Wynne Jones, el maestro Hayao Miyazaki ha delegado en su hijo Goro la labor de plasmar una odisea infantil que tropieza en cada una de sus intenciones. Tal vez la aportación del autor de películas tan fundamentales como “El viaje de Chihiro” se haya limitado al diseño de los protagonistas, que a la postre resulta lo más destacado de una propuesta apática y rácana en sus intenciones subversivas.

Para colmo de males, la opción tridimensional de la animación –la primera incursión de Ghibli en los paisajes digitales– ha provocado que el encanto natural de sus películas anteriores y bidimensionales, haya desaparecido por completo. Lo que pretende ser una celebración festiva e infantil termina por ser un caótico desconcierto debido a los constantes acelerones de una narración demasiado estirada. Es una lástima que los suculentos mimbres de la historia de la niña que quiere ser bruja, mediante un discurso bastante empoderado, y los singulares personajes que la rodean no tengan su correspondiente réplica en una película cortada por el mismo patrón que multitud de películas occidentales.

Sin identidad porque copia lo peor de ese tipo de cine que parece perpetrado en un laboratorio y carente de la poesía a la que nos tenía acostumbrada la compañía japonesa, al espectador tan solo le queda la opción y esperanza de intentar sorprenderse con lo que se oculta detrás de las puertas de las habitaciones invisibles que otorgan sentido al caserón fantástico.

Lamentablemente, lo único que asoma de ellas es el anhelo de recuperar la magia perdida.