Mikel CHAMIZO
DONOSTIA
OBITUARIO

La voluntad transformadora de un compositor inconformista

En sus 91 años de vida, el bilbaino Luis de Pablo ha aportado a la historia de la música vasca y estatal un corpus de composiciones vastísimo, heterogéneo y ardientemente original, resultado de una curiosidad insaciable por cada aspecto del inabarcable arte de los sonidos y de una preocupación constante por la reinvención de su propio lenguaje. Su catálogo, que supera ampliamente las doscientos cincuenta obras, desconcierta a veces por su polimorfismo en cuanto a formas, estéticas y técnicas compositivas, pero está siempre unificado por un peculiar e inconfundible sentido poético que recorre cada una de sus páginas y que es, en última instancia, la verdadera llave de acceso a una personalidad única e independiente que nunca se dejó atrapar por escuelas o manifiestos. «Soy como un perro de caza que sigue el rastro de la liebre. Yo he seguido mi camino y, cuando he encontrado la liebre, me la he comido», afirmaba De Pablo, en una máxima que ha guiado siempre su periplo creativo y vital.

Luis de Pablo podría ser el ejemplo paradigmático de un artista que, lejos de centrarse en su creación y aislarse del mundo, necesita transformar el contexto en el que vive para hacer realidad sus visiones artísticas. Nacido en Bilbo en 1930, le tocó crecer durante la oscura etapa de la guerra civil española y los primeros años de la dictadura, un ambiente en el que la vanguardia musical que se estaba fraguando en otros países de Europa era completamente desconocida. De Pablo, que había comenzado sus estudios musicales en Hondarribia, pronto se dio cuenta de que para desarrollarse necesitaría trazar su propio camino, así que se instaló en Madrid, estudió de forma autodidacta, y viajó y entró en contacto con compositores como Maurice Ohana o Max Deutsch. Gracias a esta inquietud, terminó trayendo hasta el Estado español, a mediados de los años 50, corrientes musicales tan pujantes en Europa como el serialismo o la aleatoriedad, con las que, según sus propias palabras, quería «romper abiertamente con la así llamada tradición española: una tiranía de la mediocridad y la ignorancia nacida como mera postura defensiva».

En los años siguientes, y mientras crecía su prestigio, De Pablo persistió en su activismo de la música de vanguardia fundando grupos como Nueva Música, Música Abierta o Tiempo y Música. Asumió también la presidencia de Juventudes Musicales de España y comisarió la Bienal de Música Contemporánea que se celebró por primera y única vez en Madrid, en 1964. Todo eso, y mucho más, mientras traducía al castellano libros sobre compositores como Schoenberg o Webern, impartía innumerables cursos y conferencias, y viajaba por toda Europa para dar a conocer su música.

Durante todo este proceso, su figura, que unos años atrás había sido vista casi como la de un extremista de la vanguardia, fue tiñéndose de cierta oficialidad en paralelo al giro que las instituciones culturales franquistas realizaron en los años 60, para transmitir una imagen internacional del Estado como un país «abierto y moderno». De Pablo se convirtió así en una figura conveniente, y el régimen le otorgó los más diversos cargos y representaciones de confianza. El grado de seducción de De Pablo llegó hasta tal punto que, en junio de 1964, participó con la obra “Testimonio” en el Concierto de los 25 años de paz franquista que se celebró en Madrid. Más tarde negaría cualquier connivencia con la ideología franquista, pero este capítulo es uno de los más controvertidos en la biografía del compositor.

En 1965, De Pablo dio un paso fundamental hacia el fortalecimiento de la música electrónica en el Estado español con la fundación de Alea (1965), primer estudio español de música electroacústica. Algunas de sus obras más hermosas nacerían aquí, como “WE”, una creación de carácter documental que es paradigmática del espíritu universalista del autor, ya que reúne voces, cantos e instrumentos folclóricos de una veintena de países y culturas musicales. Es importante señalar también que la apertura de miras del compositor no se ceñía solo a la propia música, y que buscó siempre la colaboración con otras artes. Es bien conocido su trabajo para el cine, con bandas sonoras fundamentales como las de “La caza” (1966), de Carlos Saura o “El espíritu de la colmena” (1973), de Víctor Erice. Pero también colaboró con artistas como José Luis Alexanco, con quien atravesaría uno de los momentos más difíciles de su carrera en 1972: la dirección de los Encuentros de Pamplona, cuyo desarrollo fue amenazado por ETA.

De Pablo huyó de aquella experiencia pasando unos años en America del Norte, principalmente en Ottawa y en Buffalo (EEUU), donde impartió clases de composición. Durante aquel periodo se embarcó en una serie de obras muy diferentes de las que venía realizando anteriormente, inspirado por los extensos paisajes del norte del continente americano. Una de ellas fue “Zurezko olerkia”, una de sus creaciones más carismáticas. En ella, la txalaparta, en gran medida improvisada, se mezcla con otros instrumentos de percusión de madera, creando un colchón de sonidos orgánicos sobre los que el coro vocaliza los fonemas de la palabra «askatasuna».

Aunque su vida transcurrió principalmente en Madrid y nunca llegó a impartir clases en Euskal Herria, De Pablo mantuvo el contacto con los círculos musicales vascos más progresivos y trabó amistad con jóvenes compositores como Ramon Lazkano o Gabriel Erkoreka, y con intérpretes como el acordeonista Iñaki Alberdi.

La relevancia de su producción para cinta magnética de los años setenta y primeros ochenta ayudó también a impulsar el interés por la música electroacústica y mixta en las nuevas generaciones de compositores vascos. Pero, siendo una de las grandes figuras de la vanguardia, De Pablo fue, ante todo, el compositor al que acudían las grandes instituciones musicales vascas en ocasiones señaladas.

Él fue, por ejemplo, el destinatario del primer encargo de una composición de corte vanguardista que realizó la Quincena Musical tras más de treinta años evitando este repertorio. Aquel concierto en el Teatro Victoria Eugenia fue recibido como una provocación. «Un alto cargo del Gobierno Vasco me reprochó mi osadía y falta de respeto por organizarlo», recordaría José Antonio Echenique, director del festival donostiarra en aquel 1984.

Esta anécdota refleja la ambigüedad de una figura que ha sido omnipresente en la música estatal de las últimas décadas pero que, al mismo tiempo, parece inasible.

En el plano institucional, De Pablo recibió todos los reconocimientos habidos y por haber, culminando el año pasado con el León de Oro de La Bienal de Venecia a toda su trayectoria. En cuanto a su música, que nunca ha dejado de interpretarse en todo el Estado español, queda mucho por valorar para los intérpretes, musicólogos y para el propio público. Su catálogo es enorme y en su interior conviven creaciones de gran belleza con otras de calidad desconcertante, una irregularidad que quizá haya sido el precio a pagar por su inconformismo creativo e intelectual.