Iñaki EGAÑA
Historiador
GAURKOA

La deuda

Acostumbrados como estamos a vivir en el filo de los límites de la nómina, de la pensión, incluso del paro o de ingresos irregulares para llegar a fin de mes, más aún con esta descabellada e inducida carestía de la vida, las deudas se han convertido en parte de nuestro diccionario cotidiano.

Tenemos deudas con el banco, algunos con prestamistas de barrio, colegas conocidos o empresarios al viejo uso. Pero también hay otro tipo de deudas, con la vida, con el entorno, con la tierra que nos vio nacer o con la que nos acogió para pacer. Entre estas últimas, las más etéreas, las que dejan huella en la naturaleza humana y en consecuencia no cuentan en los medios mercantilistas, se encuentran las deudas que acumulamos con nuestros antecesores, en especial con aquellas y aquellos que definieron su existencia para que las generaciones posteriores, nosotros, vivamos mejor que ellos.

Hace unas semanas celebramos en el parque al que popularmente apodamos con su nombre, el aniversario de la muerte de la ecologista Gladys del Estal a manos de un guardia civil en Tudela. Y, como en años anteriores, los organizadores acudieron a un orador para que dirigiera unas palabras a los presentes, por lo general, hombres y mujeres con la piel arrugada y los cabellos descoloridos por el paso del tiempo. Hombres y mujeres que conocieron a Gladys o que fueron participes de las turbaciones y luchas de la ecologista donostiarra. En esta ocasión fue un joven, Gorka Laurnaga, quien se dirigió a los concentrados.

Y lo hizo con unas frases que nos emocionaron de inmediato, que nos trasladaron a un escenario por el que apenas transmitamos. Sabemos que la memoria es muy selectiva, y que con ella hacemos juegos malabares para acostar nuestra existencia en parámetros positivos. Sabemos que las citas al pasado nos instruían los textos marxistas, se hacían por encima de las personas, incluyendo colectivos exclusivamente. Y sabemos, asimismo, que justo las generaciones más luchadoras de las últimas décadas han sido criminalizadas con un tesón inaudito por los resortes del poder. También, que sectores noveles que llegan a la arena política con una supuesta radicalidad por bandera, achacan a que «las generaciones anteriores pensaron en términos reformistas».

Con estos antecedentes, las palabras de Laurnaga fueron como un brote de primavera en medio de aquella polvorienta superficie en la que un tiro malintencionado concluyó con la vida de Gladys. Un soplo agitado, reconocido, lejos de los protocolos habituales.

«Tengo dudas si alguna vez os han dado las gracias. Por dejar que se blanquearan vuestros cabellos en las asambleas y reuniones interminables. Por los sabotajes a Iberduero, por las marchas bajo el sol. Gracias. Sois una generación muy especial. Acaso, muchos de mi generación no son conscientes, o están en Tik-Tok, pero yo os quiero dar las gracias en nombre de mi generación. Porque siempre estamos pensando lo mal que estamos… Pero podríamos estar peor. ¿Dónde estaríamos sin vuestro trabajo? ¿Cómo sería Euskal Herria?». Fue el inicio, en euskara, de la intervención de Laurnaga.

Y, a pesar de los años tecleando nombres, reseñas, contextos, hechos, dramas y alegrías, he de reconocer que apenas han desfilado por mis letras agradecimientos a esas generaciones que me han precedido, a esas otras que han compartido mi recorrido, incluso a esas otras que, más jóvenes, me han precedido. Sus luchas y su compromiso, como recordaba Gorka, nos han hecho ser como somos, me han hecho ser como soy. Mila esker.

Porque no podemos olvidar, en esta semana en la que ha muerto otra de nuestras referencias, Pilar López, de Tafalla, hija de un asesinado por un pelotón fascista, cuántas y cuántas mujeres guardaron en su zurrón el recuerdo de los suyos para que las generaciones posteriores supiéramos de ellos. La transmisión oral y clandestina de aquellas épocas, por lo que he podido observar en estas últimas décadas, ha sido casi exclusivamente femenina. A pesar de los pesares y de un contexto asfixiante.

No quiero, sin embargo, reducir a esa deuda con la historia que aún intentamos reponer. Sino a otra más importante. Porque, también es nuestra culpa, a veces nos quedamos congelados en la transmisión de nombres, apellidos, microhistorias y contextos necesarios para poner a salvo del olvido a los nuestros, olvidado y obviando que sus recorridos estuvieron marcados por luchas obreras, ecologistas, feministas, socialistas, anarquistas o simplemente municipales. Con unos objetivos a veces difusos, otras más definidos.

Y esa relación subversiva es la que parece haberse esfumado de las narrativas. A los saboteadores de Lemoiz les debemos, como recordaba Gorka, un país sin centrales nucleares, a los obreros acribillados de Gasteiz decenas de derechos laborales, a los muertos de Erandio la calidad del aire y de la ría de Bilbo, a las abortistas de Basauri las leyes del ramo, a los denunciantes de la tortura el retroceso en su aplicación, a los innombrables otra serie de objetivos también innombrables sin evitar el coste.

La lista de objetivos alcanzados en la mejora de las condiciones y calidad de vida sería tan extensa como el propio recorrido de la humanidad. Fuimos esclavistas y esclavos. Fuimos machistas y feministas. Fuimos religiosos y ateos. Fuimos hijos e hijas de cada época, revolcados en generaciones por hombres y mujeres que ejercieron de pioneros.

Razón que no debe ocultar, de la misma manera, ese horizonte repleto de objetivos para alcanzar el universal. Con pasos, a veces de gigante, otras más modestos. Pero con la certeza de que, para avanzar, siempre hay que sembrar. Sin siembra no hay recogida.

La deuda con numerosas generaciones de oro, entre ellas buena parte de las del siglo XX, es uno de nuestros grandes debes. Pero también hay que recordar que tenemos otra deuda de dimensiones gigantescas. Aquella con los y las que no pudieron alzar su voz. Si nosotros tenemos hoy las condiciones de hacerlo, es nuestro deber alzarla.