Asier Vega
Alternatiba
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Fascistas de libro

Quienes manejan los hilos del Estado agitan el espectro del terrorismo mientras saquean lo público; España, agraviada por terroristas infiltrados en los tribunales europeos y en el sistema educativo

De un tiempo a esta parte, a más de uno le viene a la cabeza el término fascista para calificar a quienes manejan los hilos de este tinglao. Tras la reprobación del uso parlamentario de tal palabra, ilustres del PP decían que la Ley Navarra de Víctimas del franquismo era perniciosa por «establecer buenos y malos». No sorprende que ciertos grupos defiendan a los verdugos que liquidaron a 3.000 personas lejos de un frente de guerra; está claro de quién descienden, pero ¿es incorrecto afirmar que heredaron su ideario?

El fascismo, a principios de siglo, buscaba instaurar un corporativismo estatal totalitario y una economía dirigista. Ahora, las corporaciones transnacionales buscan instaurar estados totalitarios para dirigir la economía hacia la maximización de su beneficio. Estado y oligarquía económico-financiera son una misma cosa; presidentes y ministros saltan del gobierno a las multinacionales y viceversa.

La banca paga al partido y el partido devuelve el favor multiplicado hasta 40.000 millones con cargo a los presupuestos. Las empresas entregan sobres, el Gobierno adjudica, a cambio no se recibe ni impuestos ya que el holding de turno tiene domicilio fiscal en Delaware. Se legisla ad hoc para reabrir nucleares, se tolera la concertación de precios de los hidrocarburos, se monopoliza la energía usando la mentira del déficit tarifario y se reforma la legislación para que la patronal más ladrona de Europa ensanche sus bolsillos.

Para ello, el fascismo se sirve de un nacionalismo fuertemente identitario con componentes victimistas o revanchistas que conducen a la violencia contra los que el Estado define como enemigos. Sirva de ejemplo el uso de ciertas víctimas para forjar una identidad colectiva española negadora de cualquier otro referente nacional.

Quienes manejan los hilos del Estado agitan el espectro del terrorismo hasta el esperpento mientras saquean lo público; España está agraviada por los terroristas que se han infiltrado en los tribunales europeos y en el sistema educativo y que instiga a vascos y a catalanes a romper la patria común e indivisible.

Sin embargo, el desfalco es tan enorme que la eficacia de la propaganda es limitada. No estamos solo ante un recorte en empleo, salarios y derechos laborales, sino ante un proceso sin precedentes de liquidación de la protección social. Se arroja a buena parte de la ciudadanía al abismo de la precariedad y se les quita además la red; se depaupera la educación, se cierra el acceso a la justicia, se privatiza la sanidad... La insaciable oligarquía quiere acceder a esferas de la economía hasta ahora vetadas a su negocio. Para ello no cabe sino liquidar servicios públicos, poco importa dejar en la indigencia a millones de personas, para eso están Cáritas y la Conferencia Episcopal. Aflora así otro rasgo distintivo del fascismo meridional; el nacional catolicismo.

Crucifijo y religión en las escuelas, manuales para mujeres sumisas, reforma del aborto para castigar a las descarriadas, inmatriculaciones, chanchullos inmobiliarios y exenciones a discreción. No extraña que Rouco acuda a los púlpitos en auxilio de sus hermanos de cruzada llamando a preservar la unidad de España y la Constitución. Concluyeron hace tiempo que el tal Jesús era un perro flauta.

Pero ni dios ni patria son suficientes para enmascarar al régimen y lo del autogolpe para tirar del comodín monárquico ya no cuela. Empiezan a fallar incluso los grandes medios de comunicación que, con voces distintas, lanzan un único mensaje idiotizante y criminalizador de las protestas. Es el mensaje de sus propietarios. Aun así, el régimen se descompone y, cuando empieza a oler a muerto, es tradición fascista tirar de pena de muerte o de sucedáneos compatibles con los tratados internacionales. Ha llegado el momento del terror penal.

Herederos de Torquemada, Gallardón y Fernández Díaz compiten elevando el ritmo y los planes de castigo. El uno propone la cadena perpetua «hasta que a mí me dé la gana» -permanente revisable dicen los entendidos- y el otro la muerte en vida. ¡Sanciones! -proclama el ministro. Hasta 30.000 euros por pancartas y actos que «ultrajen u ofendan» a España, y amagan con multas similares por insultar a un servidor armado del régimen, y hasta 600.000 euros por importunar a sus señorías frente al Congreso. El pringao al que le toque está arruinado para siete reencarnaciones. Confían en el poder paralizante del miedo y, sin embargo, desde hace más de dos siglos se sabe que el terror penal no tiene efectos disuasorios.

Por si acaso se ensancharán las plantillas policiales, contratarán controladores y escuchas, y subvencionarán las ETTs especializadas en antidisturbios. Con camisa azul, o con cuello blanco, no se puede negar que al final van a crear empleo.