Aitxus Iñarra
Profesora de la UPV-EHU
GAURKOA

La igualdad como mito

Al igual que otros principios, el de igualdad, en la especie humana, está ligado a la naturaleza, afirma Iñarra, pero se le ha conferido la naturaleza propia de un mito y, de este modo, se oculta su condición natural y se suprime su carácter de realidad y, en consecuencia, la posibilidad de materializarse, «renunciando a la posibilidad de fluir en las relaciones», de lo cual surge desigualdad, la división de la humanidad en seres inferiores y superiores. Y mientras la desigualdad no es un mito, sino «una realidad planificada y practicada día a día que se expresa en las diversas formas de relaciones de poder», la igualdad, a pesar de ser un derecho de toda persona, queda fuera de esa práctica. Hasta que «un cambio de conciencia libere el principio natural todavía velado».

La Atlántida, los dioses, el grifo y el unicornio, seres y lugares extraños, inverosímiles. Gorgonas o centauros, allí donde se cruzan humanos y bestias, espacios donde emerge cualquier otra naturaleza teratológica. Todos ellos construidos de fábula y de sustancia de realidad, más próximos al sueño que a la vigilia. A esas imágenes narradas y evocadas recurrentemente en la historia de la humanidad las llamamos mito.

El mito apunta, en ocasiones, más a lo real que la llamada realidad. Aquel guarda algo que responde a una necesidad de explicar(se), allí donde la exactitud y precisión de la ciencia no llega. Ese ámbito inoperante para la razón y por ello indiscutible, perdido en el no tiempo, posee algo de eterno e inmortal. Y a medio paso entre lo divino y lo humano, porta, aun guardando retazos de materia de la memoria, un mensaje que no es rescatable por la mutable historia, una verdad oculta que sobrevive.

Pero hay, además, hechos o más bien principios, como la humedad del agua o el calor del fuego, la entropía de la materia o el paso del tiempo, que están ligados a la naturaleza o a su movimiento. De la misma manera en la especie humana existe, connatural a su especie, el principio de igualdad al que se le ha otorgado la naturaleza propia del mito. Tal operación sobre la equidad conlleva, por un lado, la ocultación de su condición natural y, simultáneamente, debido a la sobreimposición de la mitificación conferida, se le niega el estatus de ser un hecho práctico. Burla, en definitiva, su derecho a ser una realidad y por lo tanto la posibilidad de materializarse renunciando a la posibilidad de fluir en las relaciones. Esto da como resultado la desigualdad, es decir, la división de la humanidad en dos grupos, los seres inferiores y los superiores.

Las relaciones de desigualdad han conformado tipos de organización social tales como la esclavitud, las castas, la jerarquización de sexos, la diferenciación de las edades o la rígida división del trabajo, lo que da como resultado la valía de uno sobre otro: hombres sobre mujeres, ricos sobre pobres, buenos sobre malos, normales sobre inadaptados... Todo esto se ha ido conformando, a lo largo de la historia, con el desarrollo de una cultura de la supervivencia y del dolor. Un acontecer social y político que ha impuesto su lógica racionalizadora y su ética fundamentada en el miedo y la obediencia. Ha engendrado, pedagogizado y justificado, actualmente con formas más sutiles, las relaciones serviles. Y ha suscitado una mentalidad homogénea sustentada en la necesidad de la competitividad y la alienación.

De esta manera el individuo queda apresado por un mundo mental perturbador, pues se socializa y aprende a interpretar al otro desde el desdén, el resentimiento o el temor a reconocerse idéntico al otro. Pero la desigualdad, lejos de ser un hecho fortuito o un mito, es una realidad planificada y practicada día a día que se expresa en las diversas formas de relaciones de poder. Un discurso actualmente inherente a la ideología dominante, que propicia el antagonismo de los humanos y que desde antiguo ha sido legitimado. Así, su expresión y sus sentidos se despliegan desde la violencia sobre el otro penetrando y divulgándose, ininterrumpidamente, en el espacio social. Un discurso que desarrolla la pedagogía del servilismo y la degradación, y modela, además con éxito, las conductas individuales, jerarquizando las relaciones humanas.

La igualdad, ciertamente, es un derecho de cualquier persona. Pero un derecho que se halla postergado en la praxis social, y en la cotidianeidad, frecuentemente, acaba siendo silenciado. Pertenece más al universo de lo que debiera ser o llegar a ser. Si bien forma parte del sentir de diversas expresiones reivindicativas, estas nunca terminan de cumplirse: igualdad económica, de género, laboral, u otras como la igualdad en la participación del conocimiento o la referida a las inteligencias de los individuos.

J. Rancière lo expresa de un modo conciso y lúcido en la exposición que hace de las ideas J. Jacotot, defensor de la emancipación y la igualdad de las inteligencias, en su obra «El maestro ignorante»: «La pasión por la desigualdad es el vértigo de la igualdad, la pereza ante la tarea infinita que esta exige, el miedo ante lo que un ser razonable se debe a sí mismo. Es más fácil compararse, establecer el intercambio social como ese trueque de gloria y de menosprecio donde cada uno recibe una superioridad como contrapartida de la inferioridad que confiesa. Así la igualdad de los seres racionales vacila en la desigualdad social».

La igualdad es una realidad inestimable que suscita el vínculo común propio de la especie humana. Y más que una creencia, una opinión, una reivindicación o algo propio de un destino amable, posee un gran potencial inteligente para crear otras formas de organización y relación humana. La cualidad de la igualdad es un hecho que está ahí. Un arte terapéutico disponible en todo momento de relación con el otro y que emerge en su propia realidad natural. Cuando se comprende la igualdad, uno no desea inmolar la diversidad de los individuos, ni sus diferentes potencialidades, es decir, sus dones e inteligencias para capitalizarlas en pro de un economía utilitarista que le apremia a ser un sujeto útil y productivo. No participa de la serialización, ni de la estricta ficción concertada de la superioridad. La inteligencia que participa en el reconocimiento de la igualdad no busca producir individuos productivos, pero sí creativos.

Cuando el individuo se despoja de su propia disociación, de los cínicos rituales de la vanagloria, el estatus, el dinero y el poder, entonces, solo entonces, se establece una comunicación novedosa en tanto se deja de ser esclavo de la mentalidad despectiva de la desigualdad. La igualdad por la simple razón de ser un hecho natural, posee la invulnerabilidad y la certidumbre de lo que es en sí mismo. Cuando se expresa la igualdad con el otro, se descubre una nueva percepción, ocultada tras las ideas y las concepciones distorsionadas sobre el individuo. La igualdad, expresión sana del afecto, es el reconocimiento del otro como par y necesario para una relación amigable. Y en ese instante, precisamente, el mundo del otro pasa de ser algo distante y externo a sentir que somos con él un mundo compartido.

Y entretanto, la dialéctica de «uno más que otro» sigue escribiendo la relación de los humanos con su potencial cruento. Hasta que, en un momento que esperamos próximo, un cambio de conciencia libere el principio natural todavía velado, congelado en el imaginario, sin plazo e irrealizable. Una conciencia reflexiva de un receptor colectivo, que sea capaz de escucharlo y acogerlo, es decir de comprenderlo y actualizarlo.