Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

Modos de otros tiempos

La política de Madrid respecto a Euskal Herria «no es presentable hoy en día», dice el veterano periodista, que en este artículo afirma pretender introducir el buen sentido en ese Madrid «que con un monarquismo terriblemente demodé ha conseguido que los Borbones lleguen a nuestros días». Reclama «madurez en los gobernantes y en los gobernados», que utilicen la palabra como el instrumento de comunicación que es, porque «mantener una constante de rencor u odio quema inútilmente calorías de bienestar personal y social».

Otto y Fritz fueron dos colosales personajes del humor alemán. Recuerdo la aventura de Otto espiando a la mujer de Fritz y a su posible amante para informar a su angustiado y celoso amigo. «Les seguí -relataba Otto- hasta el hotel en que entraron. Subí sigilosamente tras ellos. Apliqué el ojo a la cerradura de la puerta. Vi como se desnudaban...». Fritz no podía más: «¿Y?... ¿se acostaron?». Otto acabó su historia: «No lo sé, porque entonces apagaron la luz». Fritz bajó los brazos con desaliento y solo acertó a decir: «¡Terrible duda!...».

Yo tengo también una terrible duda. La duda de que por causa del presente artículo me cataloguen en la Corte como entorno de ETA. Y acabe en los brazos de Parot. Cuando empecé hace días a escribir este papel lo titulé «Modos de otros tiempos», tal como figura en el encabezamiento. Y cuando lo terminé, ETA publicaba una nota recriminando a Madrid su política respecto a Euskal Herria, que condenaba como hecha con «criterios de otros siglos». Con la luz apagada ambas frases tienen un fondo coincidente. ¿Qué hacer? ¿Escribir otra cosa? ¿Pedir perdón?

A mí me parece que, ETA aparte, la política de Madrid respecto a Euskadi en particular y a Euskal Herria en general no es presentable hoy en día. Ni en el fondo ni, muchos menos, en las formas, que son ramplonas, intelectualmente impresentables. Euskal Herria, o Pueblo de los Vascos, cree que su viaje por la existencia, ya sea la pasada y, sobre todo, la presente, resulta incompatible con el viaje español. Incompatible en todos los sentidos: el cultural, el económico, el político. Y Euskal Herria dice tal cosa no emitiendo un juicio de valor sobre lo que piensan y hacen los españoles, sino publicando las diferencias esenciales que separan a ambas naciones, cosa muy clara, por ejemplo, si se leen los «emails» que publican los lectores de «El Mundo» o los editoriales de «La Razón» o la sesuda y extensa cháchara veteroburguesa de «Abc». ¡Qué se va a hacer! Son dos colectividades absolutamente distintas. A Catalunya le ocurre lo mismo. Y tal cosa hay que razonarla con tranquilidad, con un lenguaje ilustrado, con argumentos que permitan el divorcio y a la vez la afirmación de una amistad posible. A mí me parece que la España «una, grande y libre» puede seguir existiendo sin tener las esposas puestas a vascos y catalanes. «Una» significa que solo hay una España, no como sucede ahora, que hay cien por el empeño en no clarificar la cuestión. «Grande» es una afectuosa visión personal del espacio; para mí grande es Andorra, puesto que cuando estoy allí mi corazón respira con otro latido. Lo de «libre» ya es más difícil de entender, pues la libertad es únicamente una chispa sutil que los gnósticos ven desprenderse del pleroma divino. En cualquier caso el problema más abstruso consistiría en volver a los pasaportes y eso no sucederá porque, como dice sensatamente Tamara, llevar o no llevar medias no es una cuestión del frío sino de la moda. Y la moda actual europea es no tener pasaporte.

Por qué no hablar con sencillez, únicamente tributarios a una razón informada? Seamos socráticos sin temer a la cicuta madrileña. La existencia es algo que depende de la costumbre y del amor. Y esas dos cosas están situadas en una interioridad que no admite el juicio ajeno para existir. Quizá el Sr. Rajoy no me entienda porque es un gallego dudoso. Si fuera un verdadero gallego, no necesitaría tenernos a todos encerrados en Madrid. Los gallegos de verdad respiran de otra forma. Son gente que cree en las naciones en libertad y poco preocupada por la Constitución, que es aprieto más bien propio de la gente de Valladolid. Sin dar un cuarto al pregonero, mientras España perdió su imperio, los gallegos conservan muy entrañablemente Portugal, Brasil y algunas tierras en la India. Dicen que eso de la España, Una, Grande y Libre es una cosa de Franco, que aunque nacido en El Ferrol del Ídem no era gallego, sino judío.

Con todo este modesto discurso no pretendo sino introducir el buen sentido en ese Madrid que con un monarquismo terriblemente demodé ha conseguido que los Borbones lleguen hasta nuestros días sin mover el trasero del trono, pese a haber tenido España las ocasiones civilizadas de José Bonaparte y Amadeo de Saboya.

En fin, no entro aquí en si ETA anduvo a tiros o si los GAL y los del Batallón Vasco-Español dispararon contra todo lo que se movía por encargo de los que dirigían los famosos desagües del Estado. Sobre todo la existencia de esos desagües nos pone ante la triste consideración de una hidráulica cenagosa que desvela la incapacidad de los dirigentes políticos para conducirnos por las sendas de la moral. Me repugna el pragmatismo de lo inmundo. Cuando una sociedad convive con esa podredumbre y la comparte, pierde el derecho a formular juicios de valor. En definitiva, lamento ese pasado de violencias, lo que condujo a ese pasado y lo que mantiene el hervor de ese pasado. Lo que quiero reclamar, dada la existencia de estas patologías, es una modernización del discurso político para que en la Zarzuela se puedan dar almuerzos como el reciente de Isabel de Inglaterra en Buckingham Palace. Al fin y al cabo, la historia consiste, más que en contar cosas, en enterrar ciertas cosas para que supervivan la libertad y las emociones vitales. Esas emociones que son las que nos ayudan a ser nosotros mismos, que es lo que pretenden vascos y catalanes ante los españoles reticentes. O los escoceses ante los ingleses, celtas ante sajones. O los corsos a la sombra de los franceses. Como cristiano, me gustaría que estas dos naciones, Euskal Herria y Catalunya, y la gallega por añadidura, rezasen a Cristo en las lenguas suyas y procediesen luego a arar su tierra. Como comunista, me complacería que la verdadera libertad de los pueblos nos permitiera una Internacional de la diferencia. Lo afirmo casi in extremis y dando la espalda a todos aquellos que se complacen en las grandes y vacías construcciones que al fin no tienen otra finalidad que dar cobijo seguro a su dinero.

A estas alturas de la historia reclamo madurez en los gobernantes y los gobernados, ya que no espero en vida que gobernantes y gobernados sean la misma cosa. Exijo que el lenguaje sea utilizado para lo que verdaderamente nació: para la comunicación inteligente. Requiero la palabra y desprecio el gruñido. Quizá habrá quien confunda mis oraciones y estime que aspiro a una república de filósofos. No es eso. Me basta con la república de Temístocles, hecha de una sociedad reunida en el Foro. ¿Es tan audaz pretender una ciudadanía decente?

En fin, en todo y por todo, sencillez. Trato directo frente a una taza de café o una copa de vino. No se puede resolver un conflicto de identidad amenazando con armas y leyes venenosas. Estas conductas producen confusión mental. Considero, además, que mantener una constante de rencor u odio quema inútilmente calorías de bienestar personal y social. Incluso me repele esa pertinacia con que tratamos de hacer un Dios a nuestra imagen y semejanza. Creo que la única forma de conocernos, en muchos casos, consiste en rebajar tensiones al permanecer amicalmente separados, lo que permite objetivar. Recurramos a la autoridad de Eduardo Spranger acerca de la comprensión social: «Solo a nosotros mismos nos vivimos directamente. Solo comprendemos a los demás en virtud de objetivaciones». El trabajo de respetar a los ajenos empieza verdaderamente en ese esfuerzo de objetivación.