Francisco Letamendia
EHU-ko irakaslea
GAURKOA

Soberanía permanente y derecho a decidir

El concepto de soberanía que está emergiendo en los últimos años en el Occidente (Quebec, Escocia, Catalunya, Euskal Herria) como elaboración teórica y como proyecto de acción se identifica con la soberanía permanente: lo que quiere decir que es un concepto paraguas y un objetivo práctico calidóscópico no vinculado a ningún momento o acto, por importante y necesario que sea este.

La construcción teórica y práctica de la soberanía ha atravesado tres fases: una fase no relacional, la de los primeros estados modernos, en la que la soberanía se concentraba en el estado; una segunda fase relacional, la de la Revolución francesa y demás revoluciones burguesas, la cual vinculaba la soberanía del pueblo-nación con la construcción nacional del estado; una tercera fase también relacional pero conflictiva, la que aquí nos ocupa, en la que la construcción de la soberanía por el pueblo-nación sin estado se enfrenta al estado, cuyo carácter nacional se contesta.

Las primeras teorizaciones de la soberanía ignoran como se ha dicho este carácter relacional: surgido el concepto en los albores de la Edad Moderna europea con la instalación de un sistema de estados territoriales, emerge, en la obra de Bodino entre otros, como la expresión última de la autoridad, encarnada en la persona del monarca.

La Revolución Francesa, al transformar al súbdito en ciudadano (citoyen), desplaza el foco de la soberanía del monarca al pueblo-nación. Pero la imagen de la sociedad formada por la «voluntad general» de los ciudadanos es indivisa, sin que entre el estado y ellos existan cuerpos intermedios. Por ello no se concibe la diversidad territorial, y aún menos la nacional: el estado emprende la tarea de uniformizar, «nacionalizándolos», a los ciudadanos de un territorio que se pretende nacionalmente homogéneo.

Alo largo del siglo XIX, y contra la ficción de Locke y de Rousseau de la uniformidad del territorio nacional, empieza a hacerse evidente la existencia de grupos territoriales «diferentes» al grupo nacional dominante, o volkstaat, por su lengua, cultura, origen étnico o religión, que se ven por lo mismo discriminados en la provisión de bienes políticos, económicos o culturales del estado.

Estos grupos desarrollan en una primera fase estrategias de defensa de su diferencia lingüístico-cultural, y persiguen en una segunda fase una institucionalización política de sus territorios que haga posible la supervivencia de tales diferencias, en un eje estratégico que va, dependiendo de las respuestas del estado, del regionalismo al nacionalismo, y de este al independentismo.

Así, la soberanía, al descender de las alturas de la autoridad política última a la sociedad civil que se enfrenta a ella, deja de ser un principio teórico para convertirse en una praxis enormemente rica y compleja, en un campo específico de acción colectiva estratégica.

Un campo tan vasto exige una representación mental unificada, la cual adquiere la forma de la «nación imaginada», concepto puente entre soberanía y cultura. La «nación imaginada» abarca todos los elementos de la cultura política, identidades políticas, ideologías como pensamiento de acción, e integra, en su labor de creación de valores, símbolos y rituales compartidos, los aportes procedentes de esos campos ingentes y en perpetuo estado de autocreación que son el arte, la religión (o la irreligiosidad) y la ciencia. Pero lo «imaginario» no equivale, en las naciones sin estado, a lo irreal o fantasmático. Todo lo contario: estas naciones tienen como soporte la base objetiva de su diferencia, histórica, lingüística, étnica, religiosa...

El territorio de la «nación imaginada» es el del espacio en el que se comparte la diferencia. Ello es evidente en los casos de naciones transfronterizas como la vasca, donde la diferencia compartida queda dividida por las fronteras de distintos estados. Los movimientos lingüísticos y culturales, como Korrika y otros, que implican a la sociedad civil en la construcción de la soberanía más allá de las fronteras, contribuyen poderosamente a la representación mental de la nación.

La soberanía no se reduce tampoco en los estados-naciones al principio último de la autoridad: la negación de la soberanía de la sociedad civil por estados al servicio de poderes opresores externos (mercados, organismos de la globalización neoliberal) produce reacciones soberanistas entre sus propios ciudadanos para los que, sin embargo, no es problemática su identidad nacional: véase el caso de Syriza en Grecia, de Podemos en España, de los numerosos movimientos «indignados» a lo largo y ancho del mundo. Ello abre una base objetiva de lucha en común entre ellos y los ciudadanos de las naciones sin estado que sí contestan el carácter nacional del estado.

Tras el fin definitivo, en 2011, de la lucha armada de ETA, la izquierda abertzale civil se ha insertado en la dinámica de un proceso multicolor y plural imposible de encapsular. Son su fotografía los lip-dubs soberanistas recientes, que dibujan, como en el de Herrira en Durango, una nación imaginada formada por actores culturales y académicos, músicos, bertsolaris, asociaciones deportivas, dantzaris, guerreros de antaño, gigantes y cabezudos folklóricos, distintas generaciones, sillas vacías en recuerdo de los presos y refugiados ausentes...

El fin unilateral de la violencia no ha acabado con los conflictos internos entre fuerzas soberanistas. Subsisten enfrentamientos sobre la unilateralidad del proceso soberanista -actitud de la izquierda abertzale- o la bilateralidad propugnada por el PNV y el Gobierno Vasco actual -contar previamente con el acuerdo del Estado-, sobre la implementación del proceso de paz -el PNV y su Gobierno plantean el fin de la excepcionalidad represiva que se está perpetuando más allá del fin de la violencia de ETA; la izquierda abertzale, además, la justicia transicional con modificación del marco jurídico-político-, sobre las políticas sociales... Estas divergencias no deberían afectar al proceso soberanista si son normalizadas y encauzadas, como ha ocurrido en Escocia y Catalunya, y como está ocurriendo en Ipar Euskal Herria; al no serlo, pueden afectar negativamente al proceso soberanista y limitar su penetración en los segmentos vascos no nacionalistas, situando la agenda del plebiscito en una fase previa a la alcanzada en Escocia y Catalunya.

La cerrazón hostil de los gobiernos españoles a toda reconciliación y proceso de paz abre sin embargo una vía de acceso a los segmentos vascos no soberanistas: la de la democracia. El discurso del derecho a decidir de organizaciones transversales y no partidarias como Gure Esku Dago es por ello sobre todo democrático: la soberanía equivale al derecho a decidir sobre todas las expresiones de la vida política, social, cultural, de todo colectivo, lo que abarca a todos los ciudadanos del país, nacionalistas o no.

Este derecho democrático, que desborda los cauces político-institucionales, se está convirtiendo en la bandera de la soberanía vasca. Configurado en forma de red, o de rizoma todos cuyos elementos son autónomos, incluye un haz de derechos imbricados los unos en los otros: el derecho de las mujeres a liberarse de toda dominación patriarcal, el derecho al bienestar y al trabajo decente, el derecho al mantenimiento del tejido productivo del país, el derecho al apoyo y fomento de la lengua, cultura y tradiciones propias, el derecho a concluir el proceso de paz ya iniciado, el derecho a convocar un plebiscito de autodecisión que contenga todas las opciones, y por supuesto la de la independencia.

Este múltiple derecho a decidir es actualmente la expresión en Euskal Herria de la soberanía permanente.