M.Ubiria-I.Eraso

Un sábado de agosto que parece «un lunes de noviembre, con sol» en Biarritz

El joven vendedor de la pescadería l’Ecallerie nos ofrece la frase perfecta para resumir el ambiente que se respira este sábado en Biarritz. Una jornada de temporada alta, alterada de cabo a rabo por una cumbre internacional. En un largo paseo, en los márgenes de la zona azul, hemos pulsado la visión de muchos vecinos de la ciudad balnearia. Estas son sus palabras.

Policías ante una tienda cerrada en las cercanías del Puerto Viejo de Biarritz. (Guillaume FAUVEAU)
Policías ante una tienda cerrada en las cercanías del Puerto Viejo de Biarritz. (Guillaume FAUVEAU)

Antes de entrar a la zona azul, un primer síntoma de la anormalidad impuesta a Biarritz. Excepto kioscos y panaderías, desde la salida del barrio de la Negresse se apunta a una jornada extraña. A la entrada de la zona cerrada, el diagnóstico se hace palmario. La vida de Biarritz se ha ralentizado, aunque haya que apuntar con la vista a la zona roja, de la gran playa, para encontrar esa ciudad muerta, en la zona azul menos restrictiva, buena parte de los peatones con que nos cruzamos viven mal la situación, con un punto de dolor.

Christine, a las puertas de una farmacia no comparte ese sentimiento. Biarrota de toda la vida, desde hace dos meses se ha ido adaptando a los cambios que acarrearía la cumbre, pero estima que todo está bien organizado, y secunda el optimismo oficial respecto a los dividendos que reportará a la ciudad una cumbre que cuenta con un presupuesto global de 36,4 millones de euros.

«No entiendo las quejas, son sólo cuatro días, y no creo que lo que ningún negocio vaya a perder, sea para tanto», afirma. Sin embargo, su diagnóstico de normalidad se ve matizado de inmediato, al confesar que «mucha gente se ha marchado, y un amigo que tiene un comercio me ha dicho que va a rebajar precios para tratar de atraer a la clientela». Gesto comercial poco compatible con un 24 de agosto en la capital turística de la costa vasca.

No estamos todavía al borde del mar, y a apenas unos metros de la Gare du Midi, Adeline nos señala, en una farmacia en que deambulan unos pocos clientes, que ha abierto porque «como profesional de la salud me debo a los ciudadanos». Su jornada será larga, porque tiene guardia de noche. «En el último momento se han dado cuenta de que debe haber una farmacia de guardia en cada zona, y nos ha tocado a nosotros», apostilla.

El mercado, más bien tristón

El Mercado de Biarritz es un hervidero por estas fechas. En el exterior suele haber una treintena de puestos de alimentación, pero hoy no había ni media docena. Jean-Louis Laduche, ex alcalde de Azkaine, ha venido «como hago durante todo el año», a vender los productos del caserío Herasoa.

«Para los que no vivimos en Biarritz ha sido complicado obtener la tarjeta de acreditación –nos relata en euskara- pero una vez conseguido el pase, todo ha sido más fácil». Entre Azkaine y Biarritz no ha encontrado demasiados problemas, pero a la entrada de Biarritz ha debido pasar los controles que se han convertido en una constante para los vecinos de la localidad.

En uno de los check-point, en la avenida Maréchal Foch, una comerciante nos atiende, apresurada, porque tiene que abrir su tienda, situada en la zona roja, la que acoge los centros de reunión y hospedaje del G7.

Los policías parecen agentes de aeropuerto, ya que piden sacar de los bolsos los recipientes con líquidos. A las mujeres les repiten con insistencia «perfume, perfume» como si al sexo masculino les estuviera vetado acicalarse, dónde y en la glamurosa Biarritz.

En el mercado se aspiran otros aromas. Frutas, queso, pescado... y una cuidadosa preparación de los puestos llama a llenar el cesto de la compra. Salvo que casi no hay clientes. Con todo una vendedora nos sonríe, mientras corta jamón, «no sabe muy bien para quién».

En la pescadería, nos confirman el balance catastrófico. Se han curado en salud y han pedido menos mercancía. Con todo, tras el mostrador de una de ellas, el pescatero nos señala que «esto parece un lunes de noviembre, con un poco más de calor», mientras se explaya con las reporteras de NAIZ, porque no se atisba clienta alguno en las cercanías.

Alrededor del mercado encontrar un lugar en que sentarse para echar un café suele ser misión imposible en estas fechas. Esta mañana de sábado las terrazas estaban prácticamente desiertas, y en no pocas calles era difícil cruzar a una sola persona. Un páramo en el centro de una normalmente agitada ciudad.

La sensación no mejora del todo ni quiera al borde del mar. En la playa del Puerto Viejo, no tan renombrada como la hoy clausurada Gran Playa, pero coqueta y familiar, tampoco el ambiente se corresponde con esta soleada mañana de agosto.

Los bilbainos echan en falta el ambiente

Una pareja bilbaina, con un hijo pequeño en silleta, nos confiesa que «el cambio que ha sufrido la ciudad en estos días nos ha causado bastante sorpresa; esto está muy cerrado, y se ha vaciado de gente», explican, comparando esa imagen de Biarritz desangelada con el ambiente que había hasta hace sólo unos días. Les da pena, pero aprovecharan la oportunidad, seguramente irrepetible, de colocar los trastos en la playa sin tener que codearse con gente.

La tranquilidad reina en la calle que toma su nombre del puerto. Terrazas vacías, y colocación cuidadosa de cubiertos en las mesas, en la esperanza de que lleguen comensales.

Al otro lado de la acera, una sucesión de pequeños hoteles que han resistido, mal que bien, a la avalancha de grandes cadenas. Todos cuelgan el cartel de completo. Un poco raro, porque no se ven turistas en los alrededores, y las recepciones nos atienden tranquilamente, sin los apretones propios de las fechas.

Una empleada nos aclara el enigma: en esa calle Quai d’Orsay ha requisado varios hoteles para que alberguen a delegaciones extranjeras. En su establecimiento -hotel Marbella- está la delegación nipona.

En el hotel de al lado, nombrado Familia Palym, se alberga parte de la delegación francesa. Han salvado el agujero, ya que, aunque hasta mediados de semana la ciudad a tope, tras el cierre del aeropuerto y de la estación de tren, la llegada de turistas se ha acabado.

Todos comparten esa sensación, comprensible por el hecho de que sus establecimientos hayan quedado atrapados en una zona restringida a toda persona que no sea residente, comerciante o periodista.

«Hemos constatado menos demanda y ha habido algunas cancelaciones de clientes por el G7», confirma Marie-José, patrona del Marbella.

Fisgoneando a Macron

Desde puntos altos del barrio se puede observar, aunque muy parcialmente, una zona roja cerrada a cal y canto, y en la que se ven calles, plazas y terrazas desiertas. Un bello escenario para una cumbre de poderosos, pero una ciudad muerta.

Nos confirman la impresión dos señoras de edad que viven en un lugar privilegiado. Su casa mira al Hôtel du Palais. Ahí es nada.

Nos reconocen que sus vecinos se han escapado de Biarritz. Y nos confiesan que, pese a la prohibición en curso que obliga a los residentes en la selecta zona a cerrar contraventanas, para no perturbar la calma de los líderes, ellas no se han podido resistir a echar alguna que otra ojeada con mucho disimulo y unos prismáticos.

Creen haber visto –pero la vista a veces engaña- en la terraza de entrada del hotel de superlujo al presidente Macron.

Despedimos a las simpáticas damas y nos replegamos, completado el circuito azul, hacia la Gare du Midi. Hemos ganado el café de la mañana, que tomamos en tête a tête en una terraza cercana, al lado de una popular pizzería, cuya propietaria está de brazos cruzados y nos confiesa que no tiene pedidos.

Ante el panorama, ha dicho a los empleados que contrata en verano que no vengan. Apunta a que otros comerciantes habrán hecho lo mismo, «para perder menos». Otra afección de la cumbre que iba dejar tantos réditos a la ciudad: muchos contratos de trabajadores de temporada no han alcanzado hasta el final del verano.

Las palabras quejosas de los comerciantes citan por activa o por pasiva a los responsables de traer a Biarritz una reunión internacional que ha llevado a parapetar una ciudad abierta al visitante, aunque lo más locuaz son las decenas de puertas cerradas en los comercios.

Oficina turística en el desierto

Salta a la vista que el Ayuntamiento y el alcalde Michel Veunac lo han puesto todo de su parte para tratar de que, pese a las vallas, los controles, los paneles para cerrar a la vista los espacios de la cumbre, y la ingente cantidad de agentes uniformados…, en Biarritz no todo aparezca cerrado.

Aunque algunas decisiones son más bien forzadas. En la Gare du Midi, templo de la danza, han plantado un centro de información turística.

Eric, de Biarritz Tourisme reconoce que «es del todo incongruente» que se ofrezca tal servicio dentro de una zona a la que no pueden acceder los visitantes, sólo las personas registradas y con pase.

Otra de propaganda: en la plaza del conocido teatro se ofrecen bicicletas de hidrógeno exclusivamente para los periodistas. Un toque verde al pie de una avenida en que hemos visto pasar a toda mecha potentes -y contaminantes- vehículos de la Policía y el Ejército, y otros con el cartel «organización» tras cuyos cristales ahumados viajaban uno o dos pasajeros, dotados de pinganillo.

El largo paseo concluye en la misma parada en que nos depositó horas antes uno de esos flamantes vehículos articulados, Tram’Bus, que ha encargado la Mancomunidad Vasca al grupo Irizar y que nos devuelve al centro internacional de prensa, campamento base de los entorno a 1.500 periodistas que seguirán la cumbre.

Es la sala Iraty, aquí ya no cuentan las palabras y sentimientos de los habitantes de la bunkerizada Biarritz o de una Baiona a la que le han impuesto, hoy a última hora, una vasta zona de exclusión. Aquí han llegado periodistas de todo el mundo a cubrir otra cumbre más.