Víctor Esquirol

Crónica de un estado embrionario

[Crítica: 'A Dark-Dark Man']

Victor Esquirol
Victor Esquirol

En una de las regiones más remotas de la muy remota Kazajistán, se ha cometido un delito de naturaleza atroz. Por suerte, los agentes de la ley ya están tomando cartas en el asunto. Dándose un agradable paseo por los terrenos que rodean a la escena del crimen, uno de ellos ha encontrado a un pobre imbécil que, inconsciente de lo que se le viene encima, acepta participar en un pacto perverso: a cambio de una ridícula suma de dinero, deberá aceptar figurar en los informes oficiales como el culpable del asesinato de la persona cuyo cuerpo se está recubriendo, ya mismo, con pruebas incriminatorias de ADN.

La nueva película de Adilkhan Yerzhanov echa a andar llamando al recuerdo de uno de los grandes hitos de la historia reciente de Zinemaldia: ‘Memories of Murder (Crónica de un asesino en serie)’, del surcoreano Bong Joon-ho. Aquel magistral thriller detectivesco, recordemos, estaba concebido para erigirse en sobrecogedora reflexión en torno a las dificultades a la hora de adoptar las reglas del juego inherentes en todo estado de derecho mínimamente decente. Pues la verdad es que ‘A Dark-Dark Man’ no tarda demasiado en abordar las mismas discusiones.

Cuenta Yerzhanov que en un pueblo kazajo ha aparecido un niño muerto, y que ante tal horror, las autoridades pretenden mantener la ilusión del orden, antes que abrir una verdadera investigación policial (y por lo tanto, arriesgarse a no encontrar a un criminal que muy probablemente sigue suelto... y al acecho). La tensión, como con Bong Joon-ho, surge del choque entre a quien esto ya le va bien (aceptación que cae por pura inercia sistémica) y quien quiere que la verdad (la de verdad) salga a la luz. Traducido al caso que ahora mismo nos ocupa: los brutales métodos de un detective de pueblo contrastarán con la ética periodística de una reportera proveniente de la gran ciudad.

El director y guionista se acerca a esta realidad rural de provincias con la curiosidad luminosa (a lo mejor, conscientemente naïf) de quien se topa, cuando menos lo esperaba, con el experimento del contrato social todavía en su fase germinal. De hecho, parece que el propio acto cinematográfico (es decir, plantar una cámara y gestionar los elementos que están delante de ella) vuelva a estos orígenes invocados. De repente, el drama adquiere las formas de esa comedia marciana y salvaje, de quien Bruno Dumont, ese genio, es ahora mismo el máximo exponente.

De hecho, a ratos nos llega la sospecha de que en realidad podríamos estar ante un spin-off de la ya clásica saga ‘Quinquin’, del mismo autor. En esta línea, las escenas de ‘A Dark-Dark Man’ se van planteando, ejecutando y empalmando con un sentido de la disfuncionalidad tan flagrante (ahí está esa banda sonora que parece sacada de los descartes de Cliff Martínez en su primer año de conservatorio), que forzosamente tiene que ser un efecto buscado. Es como si el lenguaje fílmico también estuviera balbuceando sus primeras palabras. De manera torpe, claro, pero también pura.

Con este indudable (y algo desconcertante) encanto avanza, durante poco más de dos horas, la película. Deteniéndose en juegos y fugas filo-poéticas que aparentemente no aportarán nada a esta tan importante pesquisa, pero que también ayudarán a reconciliarnos con un género humano que, a la mínima que nos despistemos, y tal y como advierte el título, mostrará su lado más oscuro. Adilkhan Yerzhanov nos sitúa en unos paisajes infinitos en los que a la civilización solo se le ha ocurrido plantar un pie.

Mientras no llega el segundo (el de la consolidación, vaya), solo queda agachar la cabeza y acatar la justicia brutal y arbitraria del régimen caciquil, legitimado este en la fuerza bruta. También queda rezar, claro, para que el próximo puñetazo impacte contra la cara del fantasma de Robespierre, y no contra la nuestra. Entre la sátira más corrosiva y el thriller torpón más imprevisible, este extraño objeto cinematográfico nos tiene con la mosca de la duda rondando de principio a fin.

Nunca acaba de quedar claro si lo suyo es fruto de la libertad creativa o si se debe todo al carácter errático de todo cacao mental. O sea, que están los que pensarán que todo esto es una genialidad, y los que por el contrario opinarán que no pasa de la tontería. Lo bonito del asunto es que todo el mundo llevará algo de razón. Y no lo digo simplemente con ánimos de conciliación, sino para constatar la naturaleza indomable de un film muy empeñado en pelearse con él mismo. Esto es un espectáculo que no se ve todos los días, y solo por esto, ya merece la pena.