Karlos ZURUTUZA

Rojava

Tres meses después de la brutal ofensiva turca sobre el noreste sirio, el proyecto político y social de los kurdos de Siria atraviesa el momento más delicado desde que echara a andar.

En el restaurante Mal de la calle Corniche de Qamishlo no es difícil ver a rusos y americanos beber cerveza turca en mesas contiguas. Comparten la estancia libertarios kurdos, y hasta árabes leales a Damasco, todo bajo la atenta mirada de un internacionalista occidental que se acerca a fumar narguile a eso de las seis de la tarde. A menos de cien metros hay una barbería con un retrato de Ocalan en la pared en la que no solo se cortan el pelo policías con y sin uniforme, sino que incluso intercambian bromas con los hermanos kurdos que regentan el local. Las placas tectónicas de la geopolítica chocan con más virulencia en el noreste de Siria, pero las diferencias sobre los mapas se difuminan cuando pisamos la calle. La guerra en Siria dura ya más de ocho años y la vida ya es lo suficientemente complicada como para empeorar las cosas haciendo mala sangre con los vecinos.

«Te puedo presentar a un oficial del régimen. No te dará ni su nombre ni te dejará sacarle una foto, pero seguro que tienes cosas que preguntarle», suelta Massud, un kurdo de Qamishlo con mártires del PKK en la familia. Pocos daban un duro por escuchar conversaciones como esta el pasado octubre, cuando uno de los efectos colaterales de la ofensiva turca sobre el territorio kurdo de Siria fue el despliegue del régimen en la zona. Desde que los kurdos declararon liberado su territorio, en julio de 2012, la presencia de Damasco en el noreste sirio se había limitado al centro de las dos principales ciudades, Hassaka y Qamishlo. El despliegue de las tropas de Assad a zonas fronterizas con Turquía y otros lugares estratégicos entonces hizo presagiar lo peor; el final del proyecto político y social, que decían muchos.

Por el momento son los kurdos los que gestionan el paso de frontera con Kurdistán Sur, auténtico cordón umbilical de la zona desde el año «0». En cuanto al proyecto, la administración de facto sigue gestionando el territorio con un contingente de trescientos mil funcionarios entre policías y militares, delegados cantonales, administrativos, mecánicos, celadores o profesores de Primaria o universitarios como Massud. De hecho, el campus de Qamishlo de la Universidad de Rojava reanudó sus clases tras un parón de un mes debido a la última ofensiva turca del pasado 9 de octubre. Lo que traiga el futuro, si la universidad contará con el reconocimiento o no de Damasco algún día, sigue siendo una incógnita, y eso es algo extensible a prácticamente todo lo levantado aquí durante los últimos ocho años. De momento es el presente más inmediato el que ahoga.

Limpieza étnica

Tras la última operación sobre suelo kurdo-sirio, Turquía y sus aliados islamistas controlan un territorio de aproximadamente 130 kilómetros de largo y 25 de ancho entre las ciudades fronterizas de Serekaniye y Gire Spi (Rasulain y Tal Abyad en árabe). Mientras se repiten las escaramuzas entre miembros de las Fuerzas Democráticas Sirias (el contingente kurdo-árabe) y los islamistas bajo el ala de Ankara, Turquía y Rusia han llegado a un acuerdo para conducir patrullas conjuntas por el territorio fronterizo, lo cual no deja de ser un reconocimiento implícito de Moscú a lo conseguido por la «Blitzkrieg» de Erdogan (drones y artillería desde el aire y botas islamistas sobre el terreno). La línea del frente se solidificó rápidamente, con un control turco que comienza aproximadamente a quince kilómetros al oeste de Gire Spi hasta otros quince más allá de Serekaniye. Más al sur, la brecha se abría a lo largo de la M4, –la estratégica autovía que atraviesa todo el norte del país–, hasta que un acuerdo entre Turquía y Rusia acabó cediendo el control al Ejército sirio.

Mientras tanto, se encadenan los saqueos, las violaciones y las ejecuciones sumarias de civiles en las zonas en disputa, muchas veces documentadas por los propios verdugos en sus teléfonos móviles. Organizaciones internacionales hablan de «crímenes de guerra» mientras la administración lucha por encauzar el flujo de más de doscientos mil desplazados internos (cifras de la ONU). Sobre sus cabezas sobrevuela el fantasma del millón de refugiados árabes que Erdogan anunció instalar en la zona recientemente. El repunte de la ofensiva de Damasco en curso sobre Idlib no hace sino alimentar la idea de que los desplazados de esa zona montañosa controlada por milicias afines a Al Qaeda acaben también en las casas robadas a kurdos y árabes del noreste sirio.

En el restaurante Mal no son las noticias del desastre sino los vídeos musicales libaneses los que retumban en una pantalla de plasma a todas horas, eso cuando no hay fútbol. Una conversación recurrente entre los locales más jóvenes es la del servicio militar. Hoshank, de 27 años, acaba de servir un año con las FDS en Deir Ezzor, pero teme tener que volver a hacerlo, esta vez con el Ejército sirio, si Assad acaba volviendo a por todas. A sus 36 años, Alan siente la espada de Damocles aún más cerca de su coronilla. Las prórrogas por estudios y el posterior control de facto kurdo le permitieron evitar el servicio militar sirio, pero ya no sabe qué inventarse para esquivar el reclutamiento en las FDS. «Al final me tendré que ir, lo que no sé es a dónde», lamenta entre el estruendo del televisor y una parroquia que ilustra lo complicado que resulta todo aquí.