Dabid Lazkanoiturburu

Bouteflika, destituido hace un año, es el espejo del ictus político argelino

Abdelaziz Bouteflika, el hombre que estuvo más tiempo al frente del poder en Argelia, pero a la vez el primer presidente destituido por presión de la calle en la historia del joven país, sigue totalmente mudo y ausente un año después de su caída. Su caída es el espejo de la parálisis mórbida que asola desde hace decenios a la histórica revolución argelina.

Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/FOKU)
Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/FOKU)

«Boutef», como le conocen sus compatriotas, fue desalojado del poder el 2 de abril de 2019 por el Ejército, pilar del régimen, bajo pression de un movimiento (Hirak) de protesta inédito.

El mismo régimen que, pese a que Bouteflika había sufrido en 2013 un ictus que le dejó totalmente incapacitado, optó por presentarle a un quinto mandato a falta de recambio y para mantener el difícil equilibrio de poder entre las distintas facciones del país.

Su candidatura fue vista como una humillación por millones de argelinos y fue el detonante que dio inicio a una revuelta total contra el sistema imperante desde la independencia del país, en 1962.

Bouteflika se enroló a los 19 años en el Ejército de Liberación Nacional (ELN) para luchar contra la potencia colonial francesa. Con la llegada de la independencia, fue nombrado ministro de Deportes y un año más tarde, con solo 26, se convirtió en titular de Exteriores, cargo en el que permaneció hasta 1979, una época en la que Argelia se consolidó como la voz del «Tercer Mundo» ante el mundo.

Pero el joven ministro de la diplomacia argelina no fue ajeno a las disputas internas en el seno del Frente de Liberación Nacional (FLN). En 1965, apoyó el golpe de Estado de Houari Boumédiène –entonces ministro de Defensa–, que derrotó al presidente Ahmed Ben Bella. Una asonada que marca un punto de no retorno en la deriva de la revolución argelina.

Delfín de Boumédiène, Bouteflika no le sucederá en el poder a su muerte en 1978 y huye a Dubai purgado por el Ejército por acusaciones de malversación de fondos. Acusaciones premonitorias y que marcarán su largo mandato, que comenzará 20 años después.  

En 1999, el mismo Ejército le llama a regresar a Argelia y a asumir el poder en un país anegado por una guerra civil provocada por el golpe militar contra la victoria electoral de los islamistas a principios de la década.

Bouteflika ganará las elecciones presidenciales tras forzar la retirada de los otros candidatos y entre acusaciones de fraude.

Su objetivo será detener la sangría (200.000 muertos), para lo que utilizará sus contactos (en tiempos de su exilio) con círculos islámicos y promulgará dos leyes de amnistía para facilitar la vuelta a casa de los maquis islamistas y salafistas.

El final de la guerra civil –quedarán reductos yihadistas indómitos que siguen operando hoy en el Sahel– es un activo político que el presidente sabrá aprovechar y que le permite suprimir el límite de legislaturas y optar en 2009 a un tercer mandato, y tras haber sufrido el ictus a un cuarto… para lo que no duda en laminar a los que se oponen a ello tanto desde el Ejército como en los todopoderosos servicios secretos interiores.

La concentración formal de poder en torno a él llega a tal extremo que Bouteflika llegará a asegurar que «Argelia soy yo».

Pero el ataque cerebral que sufre en 2013 y el progresivo deterioro de sus condiciones de salud y autonomía mínimas evidenciarán que Bouteflika es cada vez menos él y cada vez más su entorno, controlado por su hermano Said, presidente «de facto».

Todo ello en un contexto de deterioro de la situación económica por el desplome de los precios del petróleo en un país totalmente rentista y dependiente de los hidrocarburos.

Y la emergencia de la revuelta popular en febrero de 2019 evidenciará que Bouteflika es una marioneta, no ya de su entorno sino del verdadero poder en Argelia, detentado por ese grupo de «decisseurs» (decisores) en la sombra y por una cúpula militar que siempre ha preferido mantenerse en segunda línea, aunque controla (casi) toda la economía del país.

Esa misma cúpula militar desde la que el general y ministro de Defensa, Ahmed Gaid Salah, no dudará el 2 de abril en sacrificar a Bouteflika, en un intento de desactivar el Hirak. Como no dudará en procesar y condenar a todo su entorno, político y empresarial, comenzando por su propio hermano, en cuanto ve que la dimisión del presidente no ha acallado las protestas sino que las ha redirigido contra el «Pouvoir».

Un año después, Bouteflika sigue recluido, mudo y ausente desde su última comparecencia pública el 2 de abril de 2019 en la que se anunció su dimisión, en su residencia de Zeralda, cerca de Argel. Tras cumplir 83 años el pasado 2 de marzo, sobrevive atendido por su hermana y su equipo médico.

Intelectuales y universitarios argelinos exigen un juicio y una condena, siquiera simbólicos, contra el que consideran último y máximo responsable de dos décadas de corrupción. Aunque sea para pasar página. Sin embargo, la mayoría de los argelinos estima que Bouteflika es el pasado y lo que muchos de ellos denuncian es que el sistema que hizo posible su larga y finalmente abortada presidencia se mantiene incólume.

La cuestión es que Bouteflika, y el empecinamiento, suyo, de su entorno y del poder, por mantenerle en el cargo no es sino la personificación del ictus político que paralizó a una revolución que en su día despertó tanta admiración y expectativas en el mundo. Y un buen diagnóstico supondría, eso sí que sí, pasar una página de desesperanza para buena parte de la sociedad argelina.