VICTOR ESQUIROL

De repente, Dea Kulumbegashvili

[Crítica: ‘Beginning’]

Víctor Esquirol
Víctor Esquirol

Pasado el ecuador del festival (el de Zinemaldia y el de cualquier otro que venga a la cabeza), es importante que las películas acompañen. Es cruel, incluso injusto para los títulos que van a caer en el «Acto II» de la parrilla, pero hasta que a alguien no se le ocurra una fórmula mejor, es lo que hay. El caso es que la falta de sueño y la acumulación de textos, se nota; pesa tanto, que cada paso dado en este maratón se hace más y más penoso. Estamos en un punto en que cualquier ayuda es más que bienvenida, o mejor dicho, es estrictamente necesaria.

En estas que en plena cuesta arriba festivalera, el programa de mano dice que esta jornada, que está siendo especialmente dura, va a culminar con ‘Dasatskisi’ (‘Beginning’, en su título internacional), primer largometraje de la joven directora georgiana Dea Kulumbegashvili. A priori, esto no ayuda demasiado a levantar la moral. Porque en los momentos más oscuros, es cuando aflora mi vena conservadora. Aquí es cuando lamento el que se haya quemado tan pronto la carta de valores (casi-)seguros como Thomas Vinterberg o Sarunas Bartas. ¿A estas alturas, a quién nos podemos aferrar?



Pero claro, resulta que aquí también hemos venido a jugar; que un festival no solo sirve para confirmar el esplendor, los picos, los baches o la decadencia de aquellos talentos que ya teníamos en el radar. Resulta que aquí también se ha venido a descubrir nuevos nombres… y con ellos, nuevas maneras de ver y entender un arte que, de repente, respira, se mueve, salta y (se) agita de manera totalmente inesperada. Jose Luis Rebordinos no lo quiera, pero Zinemaldia 2020 podría terminar ahora mismo, y ya habría valido la pena: pase lo que pase a partir de ahora (y toco madera), esta 68ª edición siempre será aquella en la que descubrimos a Dea Kulumbegashvili. Todo lo demás, de verdad, parece hablarnos muy desde la distancia, rezagado en ligas –comparativamente– menores. Y el cine sigue latiendo:

«¡Está vivo!», se oye en el Teatro Principal, y el grito resuena con fuerza por el efecto eco. La sala, efectivamente, está medio vacía. Porque esto es 2020, y porque durante la proyección se han ido sucediendo las deserciones. La gran desbandada se ha producido a mitad de la sesión, o sea, cuando llevábamos una hora de metraje. Por cierto, este momento es, desde ya, uno de mis recuerdos preferidos de toda mi vida festivalera. Desde que se apagaran las luces y se pusiera en marcha el proyector, el crítico de cine más famoso del Reino, que está justo delante de mí, no ha parado de soplar airadamente y de bajarse la mascarilla para toser. Este año, efectivamente, todo está resultando mucho más desagradable.

Pero a pesar de todo, sigue habiendo hueco para la esperanza: la película entra en uno de sus muchos –aparentes– tiempos muertos. Ia Sukhitashvili, la protagonista de esta función, se tumba en el suelo de un bosque, y la cámara le dedica un plano picado que se eterniza… visto lo visto, hasta lo insostenible. Harto de esta suspensión temporal, el crítico de cine más influyente del Reino esputa su última tos y se levanta para desfilar hasta la –puta– calle. Y ahí es cuando sucede la magia, porque justo cuando está enfilando el pasillo, justo en este momento (y ni un segundo antes), es cuando se produce el corte que tanto ansiaba este hombre. Como si Dea Kulumbegashvili estuviera ahí, con un mando a distancia, y se negara a pasar de toma hasta que dicho impresentable no abandonara el recinto.

Como si la propia película hubiera adquirido conciencia propia y supiera cuándo le toca parar, y cuándo avanzar. «¡Está viva!», grito para mis adentros, pero esto llevo haciéndolo desde la primerísima secuencia. En ella, Kulumbegashvili ha decidido presentarse en sociedad mediante plano general y estático; desde un punto de observación frontal que le permite mirar el horror a la cara. Una humilde capilla georgiana se va llenando con los miembros de una pequeña comunidad de testigos de Jehová. Cuando están todos, empieza el sermón, pero a los pocos segundos estalla el caos: alguien de fuera ha arrojado un cóctel molotov adentro. Y otro.

Y las llamas se extienden, y el humo hace que todo se vuelva borroso, y los ahí congregados intentan salir, pero no pueden, y tosen… Y la cámara sigue ahí plantada, como una divinidad que vende libre albedrío cuando en realidad está hablando de sadismo. Y es todo insoportable, porque parece que esté pasando de verdad, porque de ninguna manera puede haber truco… Pero por suerte (o no), hay montaje. Corte, y estamos fuera, por fin, y los creyentes también, pero el fuego sigue creciendo, y la cámara toma ahora más distancia, y la hoguera parece ahora poco más que una insignificante cerilla ardiente, y Dea Kulumbegashvili juega a desenfocar esa luz distante… y a enfocar lo que se cuece en el primer plano: un niño, el hijo de la protagonista, acaba de encontrarse a un señor que le saluda amablemente, y que avanza elegantemente hacia el fuego.

Corte, y estamos ahora en casa de ella, mujer del líder de tan desdichada comunidad religiosa. Él solo piensa en reconstruir su imperio; ella cree que debería reconstruirse a sí misma. Se ha activado una crisis interna, íntima, que degenera en matrimonial, y por ende en familiar… y quién sabe si también de fe. ‘Beginning’ es el principio de algo muy grande, y también muy grave. Es un golpe que activa una especie de efecto en cadena, cuya casuística se entiende, quizás, a partir de una lógica muy perversa; de un instinto animal que, a lo mejor, también, es la manifestación de los demonios que llevamos dentro (como individuos, como sociedad).

No importa si todo esto es un descenso a los infiernos o un ascenso celestial; tampoco si estamos ante la llegada de una mesías o del mismísimo anticristo. Lo verdaderamente importante es que esta película se comporta como un ente invasor, que entra en nosotros a velocidad lenta, pero en barrena; que irrumpe con fuerza en la psique para remover el espíritu. Su puesta en escena, constante ostentación de poder y de sabiduría, se complementa con un texto y un montaje que desmenuzan, que suministran una información que, en realidad, no hace más que evidenciar aquello que no sabemos.

Y al menos de primeras, no veo cómo puede existir alguien que comprenda el por qué de la mayoría de decisiones tomadas por Dea Kulumbegashvili detrás de la cámara. De hecho, como apuntaba antes, hasta da la impresión de que la directora haya dejado que su criatura la posea, y que se comporte como a ella más le plazca. Y en efecto, cada situación dura lo que estipulan las energías –sobrenaturales– del momento [«Está viva… está viva…»], y la mujer encarnada por Ia Sukhitashvili actúa como si también estuviera poseída, y la historia se mueve en el misterio, y se guía por un sentido de la irrealidad que, cómo no, desconcierta, pero que sobre todo atrapa.

Ahora estamos en la casa del patriarca, e inmediatamente después en la calle, y al girar la esquina, nos hemos instalado en lo más profundo de un bosque. Y nada de esto huele a capricho, ni las imágenes, ni los sonidos, ni las transiciones entre unas y otros. Como si de un objeto tentador se tratara, ‘Beginning’ se presenta a través de una deslumbrante fachada, con una poética visual que, en el fondo, es pura brutalidad. Podría parecer una bella conjunción de postales interiores y exteriores; del mismo modo, Ella podría ser solo la pobre mujer del pastor. Pero en realidad esto es una bestia [«¡Está viva!»] a la que no se puede ni se debe domar. Urgen más visionados, pero solo para seguir perdiéndose.

Ahora mismo recuerdo muy pocas películas que, al igual que ‘Beginning’, haya tenido que luchar tanto… y que al mismo tiempo me hayan hecho volar, sin hacer yo tan poco esfuerzo. Sigo en shock, catatónico y extasiado a la vez. Han pasado horas desde este, mi primer contacto con la furia, y sigo sintiéndome acosado por un final inenarrable, que no sé si no puedo o no quiero poner en palabras. Me persigue una película increíble, que me recuerda la magia de lo inexplicable en el cine. De repente, un grito: «¡Está vivo!». De repente, Dea Kulumbegashvili, la mujer que se ha empapado de la maldad del hombre, la que ha expulsado estas malas vibraciones de la sala… la que ha resurgido como ese ser ante el que, ahora mismo solo vale escuchar y (ad)mirar.