Igor Fernández

Responsabilidad emocional

La convivencia necesita de ciertos mecanismos para regular cómo cada persona obtiene lo que desea o necesita. Como parte de esa búsqueda, intentamos predecir lo que los otros harán, pensarán o sentirán (hay quien a esto le llama tener expectativas) en relación con nuestras necesidades relacionales y afectivas. Y es que, aunque haya indicios de que será así, no siempre estamos seguros de lo que pasará, de si nuestra vulnerabilidad será tenida en cuenta, o nuestros deseos atendidos.

Deseo y temor se encuentran cuando compartimos dicha vulnerabilidad. Cuando dos personas se encuentran, también lo hacen sus neuronas espejo, esas neuronas encargadas de resonar con los movimientos, las intenciones y las actitudes de los demás, lo cual conecta en cada cual con emociones conocidas, con afectos propios. Es decir: por el mero hecho de estar en presencia de alguien, nuestros circuitos emocionales se estimulan mutuamente, siendo capaces de ‘sentir’ lo que la otra persona nos trae.

Es cierto que no en la complejidad e implicaciones que tenga, profundamente, para esa persona, sobre la cual tendríamos que preguntar, indagar, para comprenderlo más íntimamente. ¿Nos da esta conexión espontánea alguna responsabilidad? Es decir, ¿saber cómo está el otro nos involucra? Sea como fuere, a partir de esta percepción de base, hay una decisión personal sobre cuánto espacio dar al otro en nuestras acciones, en función de lo que sabemos que éste o ésta, siente o necesita.

Para algunas personas, estar cerca es un engorro, genera una inquietud, como la que nos lleva a mirar hacia otro lado cuando alguien nos pide una limosna. En este caso, hay quien se protege volviéndose ‘legalista’, ciñéndose a lo estipulado en el ‘contrato’ del encuentro, lo cual parece eximirles de cualquier gesto de solidaridad o cercanía más allá. Evidentemente, no es lo mismo lo que comparten el encargado de un restaurante que recibe al repartidor que va a toda prisa, que una pareja que está empezando a conocerse; sin embargo, pueden darse situaciones en la que los cuatro personajes, en mayor o menor grado, ejerzan una influencia emocional sobre su partenaire.

Es una postura útil a la hora de poner límites o preservar los propios intereses, ya que limita el contacto a lo puramente imprescindible. Habitualmente, cuanto más miedo tengamos de que el otro pueda invadirnos, o de no conseguir lo que necesitamos, más apelaremos a estas normas eximentes no escritas, ‘yo nunca te di a entender que podías contar conmigo en eso; si lo has entendido mal…’.

A medida que el miedo al otro disminuye, percibir lo que el otro siente no es tan peligroso. Quizá esto esté relacionado con habernos responsabilizado de nuestras propias emociones con anterioridad, saber que los otros nos influyen pero que el resultado último de cómo nos sentimos cae de nuestro lado, quizá eligiendo a quienes nos acompañan o alejándonos de lo que nos daña, con el objeto de cuidarnos. En ese caso, responsabilizarnos de nosotros, de nosotras, nos libera de una posibilidad punitiva si fallamos o si decimos que no a quien nos encontramos, incluimos los vaivenes emocionales en las diferencias naturales entre dos personas con bagajes distintos, y aceptamos los límites de nuestra intervención e influencia para que el otro realmente cambie u obtenga todo lo que pide.

Entonces, las acciones están más centradas en los propios deseos, que se llevan al otro sin una expectativa particular, sin exigencia, por el mero hecho de compartir, y la creatividad para saber qué vamos a hacer juntos, se expande. La ausencia de miedo facilita la identificación, y por ende, la generosidad y la solidaridad, pero ésta empieza por responsabilizarnos personalmente de lo que sentimos hacia el otro. Y, como decía Chillida, el hecho de que seamos hermanos, hermanas, nos exigirá fraternidad.