IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Originalmente predecible

La originalidad es un valor al alza en nuestros días. En una vida ceñida a los horarios, a los calendarios, que no siempre está en consonancia con los ritmos biológicos y a veces incluso exige domesticar el sueño, el descanso y la motivación, de repente, lo novedoso adquiere un valor particular, aunque nos dé cierto respeto. Cuando los días parecen repetirse, las tareas perpetuarse y la sensibilidad con el para qué de las cosas abotargarse, un hambre se va cerniendo allá, sobre el fondo de la mente. A pesar de la comodidad de lo que se repite, las ganas de que algo nos asalte, nos sacuda, nos desafíe al fin y al cabo, se convierte en un secreto deseo para muchas personas imbuidas por una realidad demasiado predecible. Fantaseamos entonces con vivir experiencias nuevas que nos ericen el vello, que hagan que nuestra hipófisis dé la orden de descargar una cantidad equilibrada de serotonina y cortisol, justa para sentir el subidón de la sorpresa, de lo repentino, en el cuerpo. Es tan estimulante que nos hace sentir vivos y hay quien añadiría «de nuevo». Y es que en ese aletargamiento de lo cotidiano, es la propia vitalidad la que parece que se nos diluye en una masa informe, si cedemos demasiado a la uniformidad del ambiente.

La ausencia de novedad nos impide poner a prueba nuestros recursos y al no haber una fuerza de oposición, a largo plazo se atrofia nuestra capacidad natural de adaptación, nuestra flexibilidad y resiliencia. Y lo digo como si esa uniformidad del entorno fuera un campo de fuerza invisible flotando en el aire, que nos atrapa sin nuestro consentimiento; cuando es, más bien, una tendencia de la que participamos.

Cuando estamos en grupo, circunstancia habitual en el trabajo o la vida social en general, participamos activamente de la búsqueda de la homogeneidad, buscamos activamente los territorios comunes, fijando lo que nos asemeja y descartando lo que nos diferencia. Es una tendencia natural... Hasta cierto punto, ya que, cuando la uniformidad es excesiva, bueno, simplemente, algo nos mueve hacia la diferencia. Sea como fuere, cuando lo inesperado se suma en la medida justa como para que esa experiencia no nos resulte demasiado ajena, disfrutamos de lo impredecible. Por así decirlo, queremos que nos pasen cosas distintas, pero no demasiado o no durante demasiado tiempo. Nos gusta encontrarnos con personas diferentes, mientras podamos encajarlas en alguna categoría predeterminada, mientras nos recuerden a alguien o conozcamos su sistema de valores, al fin y al cabo, siempre y cuando podamos predecirlos de algún modo.

Lo que es novedoso nos apasiona, pero también nos asusta si no sabemos a qué atenernos. Somos así de poliédricos hasta parecer incoherentes; si no, ¿por qué otra razón nos generaría estrés incluso un cambio a mejor? Y es que en nosotros pueden convivir al mismo tiempo estas y otras realidades psicológicas que aparentan llevarse la contraria y, curiosamente, nos empeñamos en discernir cuál de ellas es la verdadera, como si hubiera una y las demás fueran distracciones, ensoñaciones o ruido mental que, en el peor de los casos, nos caracteriza como indecisos y caprichosos. Podemos ser conservadores y temerarios, pero ante situaciones diferentes y alternativamente, y estaremos tratando de salvarnos y al mismo tiempo ir un paso más allá, lo que nos hace, en cierto modo, equitativos: quiero probar pero sin hacerme daño, quiero crecer sin dejar de ser yo mismo, quiero conocerte sin perderme en ti. ¿Por qué no va a ser posible ganar sin perder nada? Quizá no todo tenga un precio.