Alberto Pradilla
Nagorno Karabakh

Conflicto congelado en el país no reconocido

La frontera de Nagorno Karabakh no está reconocida internacionalmente, pero sí que está marcada a través de 240 kilómetros de trincheras que separan  este enclave armenio de Azerbaiyán, que lo reclama como propio. El alto el fuego se firmó en 1994 después de 30.000 muertos. Desde entonces, ambos territorios se miran de reojo, siempre con el riesgo de que una escalada desate nuevamente la guerra abierta.

Trincheras kilométricas reforzadas con madera y ladrillos; latas metálicas colgando de alambres como si fuesen precarias alarmas y muñecos haciendo las veces de soldados para engañar a los francotiradores enemigos. No es una recreación de la II Guerra Mundial, sino uno de los puestos de control del Ejército en Nagorno Karabakh, un enclave armenio no reconocido por la comunidad internacional y que mantiene un tenso alto el fuego desde hace 20 años con Azerbaiyán.


La conocida como “Línea de Contacto” que separa ambos territorios se extiende a través de los 240 kilómetros de frontera de Artsakh (nombre de la zona en armenio). Puede que los estados no reconozcan su administración, pero sus límites están cavados en la tierra y vigilados por un número indeterminado de uniformados. Esta garita, ubicada en Martuni, a una hora en coche de Stepanakert, la capital, está separada de las tropas azeríes por apenas 400 metros. Asomándose a través de una de las rendijas de la barricada puede verse su campamento. Con prismáticos, hasta se reconoce a sus uniformados. No es recomendable asomar la cabeza entre los sacos terreros. La distancia es lo suficientemente corta para ser alcanzado por un balazo y no sería la primera vez que un impacto termina con la vida de uno de los soldados.

«Estamos preparados para todo. No queremos la guerra, pero defendemos a nuestra población». Bako Sahakyan, presidente de Nagorno Karabakh, insiste en la importancia de la cuestión militar. Su frontera no tiene aval de ningún país salvo de Armenia y está delimitada por 240 kilómetros de trincheras desde 1994, cuando se puso fin a la guerra abierta con Azerbaiyán. El conflicto, desatado de forma paralela al colapso de la URSS, se cobró la vida de más de 30.000 personas. Además, decenas de miles de personas se convirtieron en refugiados. En realidad, las tensiones venían de lejos. A principios del siglo XX, Armenia, Azerbaiyán y Georgia formaron parte del Soviet de Transcaucasia. En principio, Josif Stalin prometió que Nagorno Karabakh, de mayoría étnica armenia (y, por lo tanto, cristiana), dejaría de ser dependiente de la administración azerí (musulmana). Sin embargo, cosas de la geoestrategia, cambió de opinión y el enclave quedó en Azerbaiyán. Cuando los soviets se desmoronaron, se inició la sangría. Primero, manifestaciones. Después, escaramuzas. Finalmente, guerra abierta. Todavía no hay solución definitiva. El territorio, donde residen 150.000 personas, no está reconocido por ningún país salvo por Armenia, y el Grupo de Minsk, formado por Rusia, EEUU y Estado francés, vigila que no se reabran los ataques. Es una guerra congelada. No hay año sin víctimas. Y siempre existe la amenaza de un rebrote a gran escala.

«Aquí solo se hacen dos cosas: vigilar y descansar. No hay comunicación, no hay internet. Los soldados permanecen un tiempo y luego se les da el relevo», explica un oficial que no se identifica «por motivos de seguridad». Alrededor del puesto de control solo hay campos, algunos marcados con las señales que advierten de la presencia de minas. Desde una inmensa base militar hasta la trinchera, apenas una decena de kilómetros de territorio reservado. Nadie puede acercarse. En el puesto avanzado, varios soldados aguardan con cara de aburridos. No hay mucho que hacer. Un pequeño cobertizo con cocina, unos catres y aparatos para ejercitarse. El resto del tiempo, aguardar en la trinchera.

«Nosotros no atacamos nunca. Tenemos orden de defender. Solo disparamos para repeler agresiones o si detectamos una incursión», afirma uno de los uniformados. Pese a que la frontera está perfectamente delimitada, los soldados aseguran que todavía hay intentos de traspasarla desde el lado azerí. Según relatan, estas avanzadillas se producen de noche. Entre karabajos y azeríes solo hay un terraplén liso, así que resulta difícil imaginar que alguien crea que puede esconderse. «Aprovechan los días festivos. Por ejemplo, Año Nuevo o las conmemoraciones del genocidio. Esas son las ‘jornadas calientes’», añade un oficial. Meses atrás, un helicóptero se vino abajo ante el fuego del Ejército de Azerbaiyán. Murieron todos sus ocupantes. Poco antes, una escalada causó decenas de víctimas en ambos bandos. A punto estuvo de reabrirse la guerra. Ante el riesgo, cientos de veteranos de guerra trataron de sumarse a las unidades operativas. De hecho, eran tantas que el Gobierno tuvo que pedirles que se retirasen a sus casas, según explica Gregori Artshamyan, presidente de la Asociación de antiguos combatientes. Ante el veto de su propio Ejecutivo, los veteranos demostraron obstinación. Se plantaron en las trincheras y aguardaron junto a los soldados, solo como forma de darles ánimo. «Tengo la sensación de que Azerbaiyán siempre va a ser una amenaza. Así que solo puedo confiar en nuestro Ejército», afirma, dejando claro que, en caso de alerta, sería el primero en volver a empuñar un arma.

Shushi, símbolo de la victoria karabaja. La «seguridad», sinónimo amable de «militarización», es clave en el país. Existe la obligación de enrolarse en el Ejército entre los 18 y los 20 años. Luego, los soldados (solo hombres, la mujer no es llamada a filas) pueden abandonar las filas o profesionalizarse. Además, reciben el apoyo de decenas de voluntarios, tanto desde Armenia como de la diáspora. «Tenemos la moral alta. A diferencia de los azeríes, estos jóvenes defienden sus localidades de origen. Tienen a sus familias a varios kilómetros y saben lo que se juegan», dice uno de los jóvenes soldados.  

Tampoco todo es ambiente bélico. Si uno pasea por Stepanekert, tendría dificultades para saber que aquí se libró una guerra hace apenas 20 años. Las infraestructuras fueron reconstruidas y no se observan militares por sus calles. Sin embargo, las heridas siguen visibles en las localidades cercanas. El ejemplo paradigmático es Shushi, el segundo municipio del territorio, símbolo de la victoria karabaja. De hecho, los armenios conmemoran el 8 de mayo como jornada nacional no solo por la entrada del Ejército Rojo en Berlín, sino en homenaje a la toma de esta localidad, que tuvo lugar en 1992. Su posición es clave. A diez kilómetros de la capital, las tropas azeríes aprovechaban su posición elevada para castigar con artillería al principal bastión armenio.

«Disparaban desde la iglesia. Creían que nunca atacaríamos por ser un templo. Se equivocaban», dice Gregori Artshamyan. Perdió a su hermano en octubre de 1992. Él estaba como policía y terminó en el frente, como todos. Mientras camina por Sushi, explicando cómo llegaron a hacerse con la posición enemiga, desgrana una de las leyendas bélicas karabajas, la que dice que los proyectiles armenios apenas impactaron en la catedral. En una comunidad que presume de ser la primera que adoptó el cristianismo como religión de Estado, historias como estas ayudan a vender épica y convertirla en intervención divina.

En Shushi ya no hay población musulmana, aunque la hubo. Así lo demuestran las dos mezquitas  que permanecen sin que nadie las haya tocado desde que concluyó la guerra. Sin minaretes, acribilladas por las balas y vacías por dentro, no parece que nadie vaya a preocuparse en restaurarlas. Los trabajos de reparación de las viviendas sí que se han desarrollado, aunque van más lentos. Todavía pueden verse edificios enteros reducidos a un esqueleto ennegrecido, aunque son minoría. No es difícil pensar que esas viviendas fueron de antiguos residentes azeríes. Peor suerte corrieron los vecinos de Agdam, la que fue segunda ciudad del territorio y ahora reducida a escombros. No queda nada. Nadie volverá a vivir allí.


Habitantes de un Estado sin pasaporte. Desde Bakú, capital de Azerbaiyán, se insiste en que el problema de los refugiados es otro de los asuntos pendientes. En Nagorno Karabakh, centrados en la vía del reconocimiento institucional, obvian esta realidad. «Es el Gobierno azerí el que no se preocupa de sus propios habitantes», argumenta, en conversación con 7K, Arayik Arutyunyan, primer ministro reelegido en las elecciones celebradas el 3 de mayo. En Azerbaiyán, por el contrario, afirman que la propia existencia de Artsakh es una agresión, califican al territorio de «zona ocupada» e insisten en que no aceptarán nada que no sea recuperar su soberanía.

El futuro de Nagorno Karabakh se discute en despachos alejados de sus 12.000 kilómetros cuadrados. Sobre el terreno, sin embargo, se vive la independencia con normalidad. Al margen de los dos años transcurridos entre la declaración de soberanía, en 1992, y el alto el fuego, que se desarrollaron bajo la guerra, los karabajos se sienten habitantes de un Estado como otro cualquiera. Tienen sus instituciones y sus servicios, aunque el hecho de no tener el respaldo de un pasaporte genera graves dificultades. En clave macro, la imposibilidad de acceder a fuentes de financiación como las instituciones internacionales. A ras de suelo, con el veto a los estudiantes en las universidades extranjeras. Hecha la ley, hecha la trampa. Los alumnos no tienen más que desplazarse hasta Yereban, capital de Armenia, donde se les expide un documento oficial. Desde allí, ya pueden abrirse al mundo.

Como es lógico, el aislamiento es uno de los grandes problemas de este país caucásico, cuyo único nexo de unión con el exterior es la endiablada carretera que une Stepanakert con Yereban. Antes de la guerra, tuvo un aeropuerto internacional. Ahora, sin embargo, la base se oxida, porque no hay aviones que despeguen. Bakú ha amenazado con disparar contra cualquier aeronave que pretenda acercarse o salir de Nagorno Karabakh. Así que el aeródromo permanece a la espera de que el conflicto se desatasque. En su pista de aterrizaje solo hay un helicóptero, que parece de atrezzo más que de utilidad. Paralizado, sin moverse, es como una metáfora del conflicto. «El aeropuerto se renovó hace tiempo. Está por estrenar», explica un operario que acude cada a día a vigilar y mantener el equipo en buen estado. Dentro se ve el control de acceso, las máquinas transportadoras y hasta un expendedor de refrescos que no ha sido utilizado jamás. Nadie sabe si los aviones podrán despegar algún día o, como el conflicto, seguirán paralizados hasta el infinito.